Santa Teresa inició su labor de escritora en plena madurez. Todos sus libros datan de los dos últimos decenios de vida. El primero de ellos, su autobiografía, está escrito en 1565, cuando la Autora ha cumplido los 50 años. De fecha anterior nos dejó sólo tres composiciones breves, las tres Relaciones primeras, escritas entre los 45 y 50 de edad. También las Cartas de la Santa son de data tardía. Salvo una, escrita a su hermano Lorenzo en 1561, y un par de billetes más, el carteo que de ella nos ha legado es posterior a sus 53 años. Ocupa los tres últimos lustros de su vida, consumada a los 67 de edad.
El retraso no es casual. Se debe a hechos fuertes, que sólo entonces pusieron en marcha su vocación de escritora. El acontecimiento determinante para el brote de su magisterio y la composición de sus obras mayores, fue su entrada en la experiencia de Dios. Como en el caso de los profetas bíblicos, no se trató de un hecho aislado sino de un entramado de acontecimientos en cadena. Ellos la introdujeron en una existencia nueva. Y la obligaron desde dentro a hablar de Dios, de su experiencia profunda y de una nueva visión de la vida, de las cosas y del alma humana. Presionada por la fuerza de esa nueva densidad interior, intenta escribir. Resultan fallidos sus primeros tanteos literarios: es demasiado delicado y friable lo que quisiera decir. Pero no tarda en liberar la pluma; y comienza a redactar con fluidez y sin trabas. Primero, para testificar en grande su caso personal: el Libro de su Vida. Luego, para trasmitir sus consignas de pedagogía espiritual: el Camino de Perfección. Por fin, para formular su gran síntesis del misterio de la vida cristiana: el Castillo Interior. Por las mismas fechas en que escribe este último libro místico, llega al apogeo su epistolario: años 1576-1578.
Pero el carteo teresiano, con cuanto tiene de fenómeno singular en la historia de la literatura y de la espiritualidad, fue determinado por resortes diversos. No se trata en él de una expansión mística, ni del resultado de una interior fuerza profética. Ni siquiera del desbordamiento de su riqueza y densidad interiores. Ante todo, ella escribe para comunicarse. Humanamente, posee alma abierta. Amiga de soledad, dirá ella. Pero no menos necesitada de vasos comunicantes a nivel humano. Es intuitiva, dinámica, dotada de fino sentido práctico; pero sin autosuficiencia. Para vivir y actuar, necesita el refrendo ajeno. Amistades y asesorías. Hermanas religiosas y teólogos letrados. Personas en comunión con sus ideales y sus empresas. Nace así el primer brote epistolar, como simple prolongación de la comunicación oral cotidiana, en familia, amistades, vida religiosa… Rápidamente, el cuadro se adensa y se dilata. La vida misma introduce a la Madre Teresa en una plataforma de acción compleja y cargada de responsabilidades. Con ella en medio, desempeñando un caudillaje femenino poco corriente en aquella hora de la historia y en el marco de aquella su «cristiandad». Para fundar, viajar, comprar y vender, discutir de jurisdicciones y reformas, seleccionar vocaciones, prioras y letrados, allegar dineros, negociar en la corte de Madrid, tramitar licencias en Roma, arreglar casorios y herencias, dar consejos de oración, celebrar la llegada de novedades americanas como las patatas, el anime o la tacamaca (ella escribe «catamaca»), y cien mil cosas más, tendrá que empuñar la pluma y entablar el diálogo. Surge así una red de comunicaciones humanas que cruzan la geografía castellana, atraviesan los más variados estratos de aquella sociedad y tienen en ella —en el alma de la Santa— una especie de nudo de comunicaciones. Llega a adquirir conciencia o contraer el complejo de escritora de cartas. Un buen filón de su jornada monástica y contemplativa tiene que reservarse para eso: «dijo a este testigo la dicha Ana de san Bartolomé que la acaecía a la dicha Madre Teresa estarse despachando y escribiendo cartas hasta las dos de la mañana, y que se acostaba a aquella hora y decía la despertasen de allí a dos horas…» (BMC 18, 286). Escribirá ella misma: «¡estas cartas!… me mata tanta baraúnda» (138, 1). Y casi a la par: «cartas, que con esto vivo» (160). Tantas cartas… «me tienen tonta» (124, 6). Y, puesta a escribir, la «lástima es que no sé acabar» (175, 10). Todo ello sin traumas para su vocación mística ni para su alma de contemplativa. Sin repliegues involutivos hacia el eremitismo y la soledad. Y a la vez sin problemas para la vida religiosa que ella promueve y acaudilla. Al contrario. Precisamente dentro del grupo monacal que ha congregado en torno a su persona, pone en marcha un estilo de fraternidad y convivencia que exige la comunicación humana con la misma fuerza que la comunión en los ideales místicos. Cada carmelo suyo es un grupo de personas abiertas en las dos dimensiones: en la comunión mística del ideal contemplativo y en la comunicación humana de la vida de cada día, con sus alegrías, problemas y quehaceres. De ahí que cuando los carmelos de la Madre Teresa se multiplican, rebrota a nivel intercomunitario la misma necesidad de comunicar. Ella de nuevo en el centro. El carteo, de Carmelo a Carmelo, crea una red de comunicaciones que prolongan la apertura de alma de la Fundadora. Problemas caseros, enfermedades y dolencias monjiles, vocaciones, intercambio de regalos, acoso pecuniario, indumentaria, estampas, recetas de curandería, lecturas, motivos de oración, todo lo que hace el entramado de la vida cotidiana en un grupo de religiosas enclaustradas, asoma ahora y fluye por el carteo que va y viene de un carmelo a otro, a través del cauce creado por la fundadora: «ese mundazo de Sevilla» (152, 4); «esa Babilonia» de la corte de Madrid (265, 1); las noticias de las Indias —«¡esos indios no me cuestan poco!» (2, 13)— o las algaradas de los moriscos en las serranías de Andalucía, o los presagios de guerra con Portugal («lo siento tan tiernamente que deseo la muerte… por no lo ver» —por no ver la guerra— 305, 5), o las peripecias del mundillo conventual… Todo ello visto al trasluz de un prisma excepcional: los ojos vivaces y purificados de la Madre Teresa. Su epistolario resulta, así, un jirón de historia al natural, modesta y humilde, pero veraz; y una lección de vida humana y cristiana integral, sin adobos ni alambiques. «Entre los pucheros anda el Señor», había escrito ella. Las alturas de la experiencia mística contadas en las Moradas, resulta que eran vividas entre el ajetreo de carteros y carromatos, tal como queda documentado en este epistolario.
La hechura de una carta teresiana
Cabecera y saludo inicial. — La carta teresiana inicia, invariablemente, con un trazo religioso: la señal de la cruz y el nombre de Jesús. Ambas cosas incluidas en el anagrama clásico «jhs» (en minúsculas), que ella lee: «Jesús», y en el centro del cual sobre el asta prolongada de la h traza la cruz. Preside el frontal del papel y precede a la redacción del texto. Con frecuencia forma parte del saludo: «jhs (Jesús) sea en el alma de vuestra merced o de vuestra paternidad». No ha precedido el nombre del destinatario, relegado casi siempre al sobrescrito en la parte exterior del envoltorio. El saludo en cambio se prolonga o adquiere la flexión correspondiente, bien sea a tono con el ciclo litúrgico, bien con la situación concreta del destinatario: felicitación pascual, congratulación, condolencia, agradecimiento…, o bien da paso inmediato al asunto de la carta.
El cuerpo de la carta. — Se abre la conversación. Cuando la carta es respuesta a otra del interlocutor, generalmente se comienza acusando recibo, y empalmando con la palabra o el mensaje recibido. A través de la respuesta el lector de hoy entrevé la otra parte del diálogo, reflejada en la reacción de la Santa, dialogante maravillosa. La secuencia de temas fluye con libertad. Con incisos, digresiones, repeticiones. Pero con la típica lógica femenina y dialogal de la Santa que apunta a la persona del interlocutor y a los objetivos que quiere lograr. El asunto jamás es puramente cosístico. Es personal. Rara vez implica a una sola persona. El texto, por tanto, se abre como un pequeño drama o un jirón de vida vivida por un grupo de actores. Pocos puntos y aparte. Final rápido. Frecuente confesión de prisa por el exceso de carteo en espera de respuesta. «Escribí con tanta prisa que no sé qué he dicho» (175, 11). «Ya le he escrito hartos consejos bobos» (147, 4). «No tengo lugar (tiempo), ¡qué poco he sido corta para no tenerle!» (231, 11).
Despedida y fecha. — Como el saludo inicial, también la despedida es religiosa: «quede con Dios, y pídale que me le dé a mí» (a Báñez). «El Señor dé salud a vuestra merced y nos le guarde» (a Gaytán). «Dé nuestro Señor a vuestra señoría el descanso que deseo, con mucha santidad» (a Salcedo). Casi siempre en ese tono. La despedida se abre con un augurio florecido sobre un deseo bien perfilado, de acuerdo con la situación del destinatario. La recogida material de esa serie de augurios y deseos arrojaría automáticamente un buen balance de la sensibilidad humana y orante de la Autora, de cara a las personas que desfilan ante su pobre escribanía. Matizado según se trate de una dama, una monja, un prelado, un mercader o una de sus prioras. O del rey: «Su divina Majestad lo guarde (a Felipe II) tantos años como la cristiandad ha menester» (52). «Dé Dios a vuestra Majestad tanto descanso y años de vida como yo continuo le suplico y la cristiandad ha menester» (86). «Ningún otro (remedio) tenemos en la tierra (sino a vuestra Majestad): plega a nuestro Señor nos dure muchos años» (218). Algo más complicada es la datación. De ordinario, sigue al saludo de despedida. Escrita en números romanos o bien de palabra. (La Santa no usa los números arábigos). Omite el año: indica sólo día y mes. Las más de las veces, en términos litúrgicos: titular del santoral, o fiestas de adviento, navidad y pascua; domingo de «casimodo»; «día de carrastolendas ». Alguna vez relaciona la fecha con efemérides de su propia vida: «Es hoy víspera de Todos Santos. En día de las ánimas tomé el hábito. Pida vuestra paternidad a Dios que me haga verdadera monja del Carmelo, que más vale tarde que nunca» (138, 5). A veces duplica la fecha: tras haber catado según la fiesta del día, añade el número de éste o confiesa no saber en qué día del mes está: «Es hoy domingo, no sé si 20 de agosto» (era el 21: carta 354). «Es hoy domingo 19 de octubre» (era el 20: carta 210). No es raro sorprenderse a sí misma errando la fecha: «Son hoy 8 de abril, de esta casa de San José de Toledo, —quise decir, de mayo» (342). «Esta carta… puse fecha de 10 y paréceme que son doce, día de santa Clara» (43). O más expeditivamente: «Son hoy, ya lo he dicho», había comenzado recordando que al día siguiente era la fiesta de la Concepción (160). Tampoco será raro el caso de doble datación en una misma carta escrita con grandes intervalos.
La firma. — Generalmente: «Teresa de Jesús». A veces, con el complemento: «carmelita». Hacen excepción la primera carta a su hermano Lorenzo (de 1561) y el billete primerizo a Venegrilla (de 1546), en que se firma «Doña Teresa de Ahumada» (cartas 1 y 2). El nombre de la firmante no lleva adorno ni rúbrica alguna. Lo precede casi siempre un título de humildad o de afecto: «de vuestra merced sierva», «indigna sierva», «verdadera hija de vuestra paternidad». O bien a Gracián, redoblando los títulos: «De vuestra reverencia sierva e hija y súbdita, y ¡qué de buena gana!» (390, 5). Similares expresiones de humildad preceden a la firma en sus cartas a las monjas, incluso a novicias y postulantes.
La posdata. — Es frecuente y sintomático en las cartas teresianas. Tras la firma, no sólo afloran a su pluma nuevas cosas que decir, sino que en el fondo la carta y su mensaje siguen abiertos. Ocurre que de ordinario las últimas líneas abren el recuerdo o la evocación de las personas queridas, asociadas al destinatario: tres, cinco, hasta una docena, y más. Ellas provocan nuevas alusiones y remembranzas después de la firma. No es raro el caso en que se añaden dos o tres posdatas sucesivas. Una después de la datación, antes de firmar. Otra a continuación de la firma. Nueva posdata en los márgenes, lateral o frontal. Alguna vez la posdata será más larga que la carta (159). Incluso, en ocasiones, una vez cerrado materialmente el envoltorio, se agrega en la parte exterior de éste un último comunicado. Algo que delata la postura de fondo del alma de la Santa: ella sigue abierta y comunicante al cerrar su papel, como al iniciar la carta (Cf. las cartas 188, 190, 195, 211, 359, 412…, o la doble posdata en la c. 146).
Sobrescrito y envoltorio. — El sobrescrito con la dirección del destinatario plantea a la Santa el puntilloso problema de los «ditados», títulos protocolarios de su corresponsal. Contra ellos y sus infinitas complicaciones había protestado en Vida (37, 10) y Camino (22, 4). «Aun para títulos de cartas es ya menester haya cátedra». De nuevo protesta contra los que a ella le propina don Teutonio de Braganza, en las primeras cartas que le escribe. Y contra el carmelita calabrés Ambrosio Mariano de san Benito, mucho más tozudo y altisonante. En cambio, ella se plantea el problema cuando se dirige a personajes fuera de serie, como Felipe II. En la primera carta a éste, tras haberse informado a conciencia, le dará el correspondiente meticuloso tratamiento: «A la sacra, católica, cesárea, real majestad del rey nuestro señor» (52). Pero el protocolo dura poco. No resiste a la sencillez de las cartas sucesivas al Rey. El problema se le replanteará cuando tenga que escribir al terrible nuncio Sega. Envía la carta a Gracián rogándole: «mande poner ese sobrescrito (en la carta) al nuncio, que por no errar no le pongo; una de esas señoras le pondrá, la que más parezca a mi letra» (261, 1). Fuera de esos casos, el sobrescrito de sus cartas consta de lo más elemental: nombre del destinatario y lugar de residencia, añadiendo si es el caso los títulos de aquél, que sirvan para salvaguardar la carta o localizar su morada. Por ejemplo: «A Roque de Huerta, guarda mayor de los montes de su majestad, en Madrid». O «para la madre priora de San José del Carmen en Sevilla, descalzas carmelitas, a la calle de San José, a las espaldas de San Francisco» (126). O más sencillo: «para mi hija la madre priora de San José de Sevilla» (180). Son típicos y delicados los sobrescritos de las cartas a Báñez (195-196), o bien a otro sacerdote amigo, de Alba: «Para mi padre Pedro Sánchez, confesor de las carmelitas. Es mi padre. Alba» (467). El sobrescrito ocupaba su puesto en la parte externa de la carta, bien sea sobre el reverso de uno de los pliegues de ésta si había quedado en blanco, bien sobre una faja de papel con que envolvía el folio escrito, una vez plegado en seis u ocho dobladillos. Una de las extremidades de esa faja era apuntada con dos cortes a tijera, e introducida en la ranura hecha también a punta de tijera sobre el extremo opuesto. El envoltorio hacía de sobre. En él, asegurando el cierre, se aplicaba el sello a presión. 12 Santa Teresa – Epistolar
El sello teresiano. — La función del sello era doble: cerrar la carta dentro del envoltorio, y garantizar su secreto. Su uso hacía especialmente necesario cuando dentro se incluía dinero o el texto contenía un mensaje delicado. «Es para mi padre Pablo en la cueva de Elías» (292), es decir, en alguna de las ermitas o cuevas de Pastrana, adonde se ha refugiado Gracián huyendo de las iras del Nuncio Sega. El sello de la Santa reproducía el monograma inicial de la carta: constaba de las iniciales JHS (mayúsculas), coronadas con una cruz sobre la H, y encuadradas en un sencillo dibujo a modo de retablo diminuto. En torno a éste, un doble círculo concéntrico definía los contornos del sello. Para aplicarlo bastaba una oblea humedecida o unas gotas de goma laca. La Santa usó más de un sello, con ese mismo trazado y sin leyenda propia. En casos de emergencia, por haberse olvidado de llevarlo consigo, recurría a sellos ajenos. «Venga mi sello, que no puedo sufrir sellar con esta muerte, sino con quien querría que lo estuviese en mi corazón como en el de san Ignacio», escribía desde Toledo a su hermano Lorenzo en Avila (172, 5). «Esta muerte» era el sello de emergencia, prestado por alguien de Toledo y que lucía en el centro del círculo una calavera sobre dos huesos cruzados en aspa. Para abrir la carta era preciso hacer saltar el sello o desgarrar la tira del envoltorio. Si sobre éste se había escrito la última posdata, fácilmente se la desgarraba o mutilaba al abrir. Es lo que ocurre con los sobrescritos y posdatas teresianas en muchos casos.
El papel. — La carta teresiana es generosa. Refleja cierta aristocracia de relaciones humanas. Papel de calidad. Formato mayor: generalmente 31×21 cm. Amplios márgenes superior y lateral izquierdo. No refleja la pobreza, casi siempre extrema, de quien escribe, sino el respeto profesado a quien recibirá el mensaje. «Pase vuestra merced esotra plana, que tomé mal papel», escribe al jesuita Gaspar de Salazar (48, 3), y deja en blanco el reverso del primer folio. A Gracián, al menos en un caso, le responde en el mismo papel en que él le ha escrito, en columna frontera (116). Procederá de igual forma en otras ocasiones, cuando sea útil tener presentes las dos piezas: las proposiciones del corresponsal y las respuestas de ella (361). Cuando no se trata de escribir una carta sino un simple billete, usa papel de menores proporciones. Nunca excepcionalmente pequeño o mal cortado. Es normal que sus cartas fuesen acogidas como un regalo: «Gustaba harto a nuestro católico rey don Felipe cuando leía alguna carta suya, y no menos a la serenísima princesa de Portugal Doña Juana. Y los excelentísimos señores Duques de Alba, a quien ella escribía muy a menudo, y otras personas guardaban sus cartas como una viva doctrina para su bien». Así escribe Gracián (Diálogos sobre la muerte de la madre Teresa. Conclusión).
Una página. — Hablaremos luego de los autógrafos del epistolario teresiano. Ahora nos acercamos a una página cualquiera de las muchas que parten de su pobre escribanía. Como en los grandes autógrafos de Vida o del Castillo Interior, también esa página cualquiera de sus cartas es un espejo del alma de Teresa. Grafía segura. Fruto de una pluma que ha escrito mucho. Trazos firmes y algo cincelados, pero de curso ágil y fluido. Sin tropiezos. Las tachas y borrones que hoy afean a más de un autógrafo suyo se deben a plumas ajenas y tardías, entrometidas. Rarísima vez la autora tacha o borra la palabra una vez escrita. Si acaso, la retracta. Cuando su pluma ha incurrido en un lapsus, lo repara de palabra, exactamente como en el lenguaje oral. Por ejemplo, al datar: «Son hoy 8 de abril, de esta casa de San José de Toledo; quise decir, de mayo» (342, 10). O bien, más tajante: «Son hoy, ya lo he dicho» (160, 8). Efectivamente, había comenzado la carta escribiendo: «Hoy, víspera de la Concepción…». Indice de la rapidez con que redacta, es su recurso a las abreviaturas: tildes para suplir la «n» final de sílaba, rizos sobre la «q» (q=que), corte del asta de la «p» (=para), trazo en arco para abreviar los «ditados»…, confieren especial fisonomía a la página. Ya en el siglo XVIII, uno de los mayores estudiosos críticos del carteo teresiano, el P. Manuel de Santa María, anotaba a propósito de las abreviaturas usadas por la Santa: «Las cifras comunes a éste y a los demás escritos suyos son las siguientes: pa – q – a – aq – nro – vro – pe – pº – md – mds – mag – jhs – gra – s. – sr. Las cuales significan: para – que – an – anque – nuestro – vuestro – padre – pedro – merced – mercedes – magestad – Jesus – gracia – señor. Las (cifras) que especialmente se notan en estas cartas son las que siguen: ssto – v.rr. – v.m. – aº – me – s.r – sr. – s.a – rrdisimo – rrmo – su rr – su p. – su r – fco – fcos – rrs – rrº – mº. Es a saber: Espíritu Santo – V.R. (Vuestra Reverencia) – V.m. (Vuestra Merced) – Antonio – madre – (y tal vez media) – Señor – Señora – Reverendíssimo – Su Reverencia – Su Paternidad – y el pr. tal vez significa Priora – Francisco – franciscos – reales» (manuscrito 13.245 de la BNM, f. 82r). Minucioso, pero revelador.
Recurso a las amanuenses
Criptogramas
Los carteros teresianos
El mensaje y los destinatarios
Ella, ante todo. No sólo la Autora y dialogante. Sino objeto de mensaje. Es sabido que aun en las obras doctrinales la Santa, en el fondo, sigue autobiografiándose. En las cartas, lo mejor de la comunicación es la presencia de su persona. No como centro de atención, sino como foco de irradiación. No esquiva artificiosamente el hablar de sí misma. Desde lo más externo de la persona —el cuerpo, de frágil salud— hasta lo más recóndito del alma. Habla espontáneamente de sus enfermedades, que la rondan y la siguen como una sombra, dando realce a su dinamismo y sentido del humor. Repite la confidencia, pero jamás con voz quejumbrosa. Casi siempre: «ya estoy mejor». O a lo sumo: «razonable estoy». Más allá del cuerpo, los planos de la psique quedan reservados para las confidencias a los íntimos. Al hermano Lorenzo de Cepeda le permite asomadas fugaces hasta la morada de las gracias místicas. A la priora de Sevilla, María de san José, le confía casi toda la gama de sus sentimientos, zozobras, estados de alma; sin recatarse ni descomponerse para el regaño duro: «con quien bien quiero ser intolerable» (319, 2). Para Gracián, el cuadro es completo: desde los escrúpulos de conciencia, cuando teme haber rozado la caridad (96), hasta las reacciones interiores, los juicios sobre él mismo y sobre otros, ansias y proyectos, errores cometidos, seguridades y esperanzas para el futuro… En todo caso, ella y su alma ocupan la franja central del epistolario. Como la arena en el anfiteatro. Cada corresponsal tiene cita para contemplarla desde distancia proporcional al puesto, cercano o remoto, que ocupa en el tablero de la vida compartida con la Autora. Lo mismo, el lector del epistolario. Cada corresponsal le ofrece un ángulo visual diverso, frente al alma de la Madre Teresa. Para abarcar el panorama entero o rehacer la imagen integral de su alma, no bastan los datos autobiográficos del libro de su Vida, ni el balance descriptivo de las siete Moradas. Son indispensables e insuplantables las cartas: como correctivo de la imagen ya clásica de la Santa, unilateral y desenfocadamente mística; y como encuadre y reinserción de su figura humana y femenina en el realismo de lo pequeño y episódico, de lo terrestre y cotidicano.
En segundo lugar, los destinatarios. Diverso ángulo visual: colocarse en el punto de mira de la Autora, permite asistir a un policromo desfile de personas y gestos. Cada carta es un cuadro escénico. A veces demasiado denso. No menos de treinta personas, con perfil propio, en alguna carta a Gracián. Con frecuencia, una o dos docenas de evocaciones. Generalmente distribuidas en díptico: de un lado los que actualmente rodean a la Autora; del otro, los amigos y seres queridos del destinatario. Y todavía un tercer plano de amigos o adversarios, lejanos pero igualmente presentes en el ánimo. Con todo, los primeros planos están ocupados por los destinatarios. Cada uno de ellos motiva un tono dialogal diverso y el desarrollo de una línea o una secuencia de mensajes con sentido unitario. Podemos seguirlos tal como aparecen agrupados en nuestra anterior edición de las Cartas:
Grupo primero, la familia. Ha precedido el normal fenómeno de dispersión familiar. En España ha quedado sólo la hermana menor de la Madre Teresa, Juana de Ahumada, tras la muerte de la mayor, María de Cepeda (Vida 34, 19). En el último decenio, coincidiendo con el período del carteo, la vida familiar y los hermanos refluyen en parte hacia el hogar, aunque de hecho pocos lleguen a él. Es el momento reflejado por las páginas del epistolario. Ahora el centro del grupo lo ocupa la Madre Teresa. Por ella pasan los abigarrados problemas de la familia, no sólo numerosa sino marcada con hondos traumas de precedentes disensiones y pleitos y herencias. A la pluma de la Madre se debe que ninguno de esos problemas se deshumanice: los dineros de Lorenzo, la locura de Pedro, las calumnias contra Juana y su hogar, las calaveradas de los dos sobrinos Lorenzo y Francisco, la fragilidad de Teresita, la agresividad de doña Beatriz, suegra del sobrino Francisco…, los enredos y lejanías de los hermanos que siguen en las Indias, antes preocupados por la ejecutoria de hidalguía, ahora ávidos de poder y de dinero.
Grupo segundo, las personalidades. Paso de la intimidad familiar al convencionalismo de la sociedad y la vida pública. Pero el convencionalismo queda rápidamente diluido. El general Rubeo, el Rey, el obispo don Alvaro, don Teutonio de Braganza…, sin perder altura se acercan al plano de la Autora. Con cada uno de ellos se vive y se describe una lección de vida humana y cristiana. Con Rubeo, el esfuerzo de una pobre monja por salvar el diálogo y el amor para con el superior lejano. Con el Rey, la audacia de exigir justicia sin condiciones, aunque se trate de un fraile desconocido como fray Juan de la Cruz. Con don Alvaro, un testimonio de amistad sincera, pese a todos los desniveles del caso. Con don Teutonio, amistad y dirección espiritual…
Cartas a los carmelitas descalzos: grupo tercero-cuarto. Cuadro extraño. En el fondo, se perfila neto un «liderazgo» femenino. Es una mujer quien ha puesto en marcha a ese grupo de hombres. Pero esos hombres-religiosos que ahora la escuchan, no se diría que tienen —ni todos ni por igual— conciencia del caudillaje que ella ejerce. No dudan de su persona, de su calidad humana, de su profetismo, de su alto calado espiritual. Pero se colocan cada uno en un diverso plano de comunicación. Uno de ellos comienza el carteo firmándose «su hijo querido»: «¡y cuán de presto dije —estando sola— que tenía razón! Mucho me holgué de oírlo (de leerlo)» —comenta ella (162, 11). Se trata de Gracián, y del filón más rico del carteo teresiano. — Con el segundo discute: «Harto reñimos… Mariano y yo, que tiene una presteza grande» (83, 2). Más distancia en el epistolario con los otros dos, Doria y Roca. Tema común del diálogo: sacar a flote la empresa de un nuevo carmelo.
Cartas a las carmelitas: grupo quinto-sexto. Sólo en la apariencia se trata de un duplicado de la sección anterior. María de san José, sí, se acerca al puesto ocupado por Gracián. Las cartas a las restantes carmelitas hacen una pieza original e incomparable. En ellas está presente el nuevo estilo dialogal inventado por la Madre Teresa para encarnar la vida religiosa. Cartas de cariño y cartas «terribles ». A prioras, a monjas sin más título que ser carmelitas, a novicias, postulantes, comunidades. Si acaso, una laguna: faltan las cartas de la Madre Teresa a su superiora de turno.
Grupo séptimo: los letrados. El diálogo con los «letrados» ensambla con otra dimensión del alma teresiana: su amor a la verdad, y su necesidad de comunicación con quienes la enuncian o la disciernen en la vida. De cara a ellos, la escucha no es pasiva. Ni fría. Lo demuestra ese carteo con Báñez, con Pantoja o con Pedro de Castro y Nero. En el carteo teresiano no entran con sus problemas teológicos. Sino con su persona y amistad.
Cartas a amigas y colaboradores: grupos octavo y noveno. Diálogo con quienes, a cierta distancia, compartieron su ideal religioso y su amistad.