Se tratarán los puntos siguientes: 1. Léxico y concepto. 2. Experiencia mística del alma. 3. Simbología. 4. Estructura del alma.
1. Léxico y noción. ‘Alma’ en el léxico teresiano tiene las acepciones corrientes del lenguaje popular religioso de su tiempo. Utiliza ese vocablo más frecuentemente que el arcaizante ‘ánima’. ‘Alma’ designa, en general, la componente espiritual de la persona humana, en contraposición a ‘cuerpo’, su componente material. A T la ha librado san José de peligros ‘así de cuerpo como de alma’ (V 6,6). A su padre don Alonso, moribundo, lo asiste ella ‘estando más enferma en el alma que él en el cuerpo’ (V 7,14). Por ser la porción más noble y permanente del compuesto humano, ‘alma’ designa con frecuencia a la persona misma: ‘Gran mal es un alma sola entre tantos peligros’ (V 7,20). ‘Alma descontenta es como quien tiene gran hastío’ (C 13,7). El plural ‘almas’ mantiene el significado corriente en el uso religioso: las personas en cuanto destinatarias de la salvación del Señor Jesús: ‘Millones de almas que se perdían’ en las Indias (F 1,7). ‘Impetus grandes de aprovechar almas’ (V 36,26). ‘Verme aquí metida, con almas tan desasidas’ (V 36,26).
Las mismas flexiones semánticas, con pequeños matices psicológicos y religiosos, tiene en sus escritos el vocablo ‘ánima/s’. Lo reserva con frecuencia para designar el alma después de la muerte: ‘ánimas de purgatorio’ (V 11,7). ‘Me acaeció una noche de las ánimas’ (V 31,10). Pero lo normal es utilizarlo como sinónimo de alma-persona, o de alma porción espiritual del compuesto humano. ‘Fortaleza de ánima’ (V 11,13). ‘Oh ánima mía’ (V 5,110).
Desde esa concepción popular del ser humano, apoyada en los textos paulinos (Ef 4,4; 1 Tes 5,23) y en la liturgia, T habla del cuerpo como cárcel del alma, y de ésta como encarcelada en él mientras dure su condición terrena: ‘participa esta encarceladita de esta pobre alma de las miserias del cuerpo’ (V 11,15). Y más poéticamente: ‘…estos destierros, / esta cárcel y estos hierros / en que el alma está metida’ (Po 1,13). Como san Pablo, dice ella, el alma clama por la liberación (Rom 7,24: V 21,6), o por ‘la salida del cuerpo’ (V 21,6; Po 1, 3: ‘esperar la salida’). En cada éxtasis, el alma pugna por ‘arrancarse’ de él (V 29,8; 32,2; cf el ‘arrancamiento del alma’ de que habla en M 5,1,4). Dentro de él se siente ‘herida’ (V 29,11). Y en ciertos momentos de su experiencia mística no sabe como san Pablo- si le acaecen en el cuerpo o fuera del cuerpo (V 20,3; 38,17; R 5,11; M 6,5,7-8). Pero de hecho las gracias místicas van ‘ensanchando poco a poco’ el alma (C 29,12).
El alma atraviesa situaciones y estados múltiples. El alma ‘crece’, aunque no como el cuerpo (V 15,12: ‘de verdad crece’). Tiene ojos, diversos de los sentidos corporales y del propio entendimiento (‘vile con los ojos del alma, más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo’: V 7,6; cf 30,4; 38,23…). En los arrobamientos ‘parece no anima el alma al cuerpo’ (V 20,3). A veces, de lúcida y sana, el alma pasa a ser flaca y enferma. Teresa habla de ‘ánimas animosas’ (V 13,2; 19,2), ‘determinadas y animosas’ (CE 39,4), ‘alma señora en su reino’ V 31,12). Y, por el contrario, de ‘almas desalmadas’, que a sí mismas se sirven la mentira (V 25,8).
Desde esa especie de visión dicotómica de alma/cuerpo, a T le resulta normal encararse con la propia alma y entablar diálogo con ella: ‘paréceme fuera bien, oh ánima mía, que miraras del peligro que el Señor te había librado’ (V 5,11). ‘Alégrate, ánima mía’. ‘Oh ánima mía, bendice para siempre a tan gran Dios’ (E 7,3; 3,2). ‘Entonces, alma mía, entrarás en tu descanso, cuando te entrañares con este sumo bien’ (E 17,5). Pasajes típicos por el insólito recurso al tuteo de T con la propia alma.
Lo que ha hecho posible ese diálogo de la escritora con la propia alma es la contraposición de los dos estratos de la persona: el exterior y el interior. Exterior es el cuerpo, la palabra, el razonamiento de quien escribe, los sentidos, todo lo instalado en la superficie de sí mismo. En cambio, el alma es la interioridad de la persona, lo hondo de uno mismo, velado de misterio y envuelto en silencio. La interlocución va siempre desde la superficie a esa zona de silencio que T designa como ‘lo interior’ (V 4,8; 18,14; 20,1; C 3.3; 12,1…), con clara contraposición de exterior-cuerpo e interior-alma (C 13,7; CE 53,3; V 34,11). La impresión de hondura, a modo de capas infrapuestas, se traduce en textos como ‘lo muy interior’ (V 27,6; 40,6), ‘lo muy muy interior’, ‘una cosa muy honda que no sabe decir (T.) cómo es’ (M 7,1,7). De ahí su consigna: ‘No nos imaginemos huecas por dentro’ (C 28,10).
Ese relativo bagaje informativo sobre la propia alma tendrá, con el tiempo y la experiencia, desarrollo creciente. Lo que no resulta fácil es precisar las fuentes de ese saber. Fuente primordial hubo de ser la catequesis casera, enriquecida más tarde con la formación juvenil en Santa María de Gracia, y sobre todo con las pláticas espirituales de la Encarnación y las asiduas lecturas personales de Teresa. Habría que recorrer uno a uno los libros mencionados por ella en Vida, para espigar los datos que fueron sumándose a su saber. Probablemente T meditó capítulos selectos del Cartujano sobe el alma de Cristo en su relación con el cuerpo y con la divinidad del Señor. Pero todo parece indicar que el filón informativo de fondo proviene de san Agustín a través de la lectura de las Confesiones (V 9,7), especialmente de los capítulos 7-27 del libro 10º, o bien el capítulo 6, n.11 del libro 3º. De él pasó a T el concepto, genérico pero fundamental, del alma como interioridad del hombre: ‘lo muy interior del alma…, lo dice san Agustín…’ (V 40,6; C 28,2; M 4,3,3; 6,7,9).
Lo que sí resulta evidente es el interés de Teresa por el alma. Ella no puede pensarse a sí misma sin referirse a ese ámbito interior en que espacia el alma. A causa de sus enfermedades crónicas, T sufre la presión del cuerpo, tiene fuerte consciencia de su presencia e imponencia. Pero el primer plano de presencia a sí misma lo ocupa el alma, con todo su arsenal de pensamientos, deseos, fantasías, potencias y sentidos (‘los ojos del alma’), goces e insatisfacciones. Es sugestiva la estampa de T mirando ese bullir de cosas que hay dentro de sí misma: ‘…que el entendimiento no parece sino un loco furioso que nadie le puede atar… Algunas veces me río.. y estoyle mirando y déjole a ver qué hace, y gloria a Dios nunca va a cosa mala sino indiferentes; si algo hay que hacer aquí y allí y acullá…’ (V 30, 16). Se ha llamado ‘socratismo teresiano’ a esa tensión de Teresa por conocer su alma. Como en el Alcibíades de Platón, a ella le resulta imposible conocerse sin conocerla. ‘Apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fueren, a comprenderla’ (M 1,1,1). Ahí radica el planteamiento del Castillo Interior. ‘No es pequeña lástima y confusión…que no nos entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos’ (ib 2). ‘Cierto, veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces… Y andamos acá como unos pastorcillos bobos…’ (M 4,2,5).
En ese humus de atisbos y buceos brotó y floreció su experiencia mística del alma.
2. Experiencia de la propia alma. En la vida mística de T es característica su experiencia de la propia alma. En el concierto de sus experiencias místicas de Cristo, de Dios Trinidad, de la Iglesia, la gracia, el pecado, la Palabra, la Eucaristía el alma hace de telón de fondo, o de envase receptor de todas esas experiencias, sencillamente por ser percibidas como ‘vida’, o como ‘historia de salvación’: el alma es el sujeto portante. No es fácil establecer un guión cronológico de la serie de ‘experiencias’ que se van sobreponiendo en el haber de T. Baste regresar a los pasajes testificales más clásicos:
a)En las últimas páginas del Libro de la Vida (cap. 40: escrito a finales de 1565), T describe minuciosamente una de sus experiencias simbólicas: ‘Estando una vez en las Horas con todas, de presto se recogió mi alma, y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lados ni alto ni bajo, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo yo no sé decir cómo se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa’ (40, 5 y cf los nn. ss.). La vieja idea platónica de que el alma humana es reflejo de lo divino, en Teresa adquirirá alcance y matices nuevos, como iremos viendo.
b)Años más tarde, hacia 1571, esa experiencia se le repite. La refiere ella en términos muy semejantes: ‘una vez, estando en oración, me mostró el Señor por una manera extraña de visión intelectual cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra. Diéronseme a entender aquellas palabras de los Cantares: veniat dilectus meus in hortum suum’ (R 24). De nuevo, experimenta al alma en su apertura a la trascendencia: la Trinidad. Que el alma es ‘huerto’ de Dios, es simbolismo ya desarrollado por T en Vida 11, 6.
c)Esa misma experiencia de la inhabitación trinitaria Teresa la percibe estrechamente vinculada a la experiencia del ‘hondón’ de la propia alma: ‘…que están en lo muy interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda que no se sabe decir cómo es’ (M 7,1,7; cf 4,2,6: textos de 1577; pero ya antes lo había notado: R 18 y 47. Del ‘hondón interior’, en M 4,2,6).
d)Igual vinculación en la experiencia de su unión a Cristo. Teresa lo percibe como un hecho acaecido en lo profundo del alma: R 49 y 57. Y concluye esta última: ‘hay grandes secretos en lo interior cuando se comulga. Es lástima que estos cuerpos no nos los dejen gozar’.
e)Recordará más de una vez la interioridad agustiniana (cf R 47,1), incluso experimentando la voz interior: ‘también entendí: No trabajes tú de tenerme a mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en mí. Parecíame que de dentro de mi alma que estaban y vía yo estas tres personas se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo’ (R 18,2). Data ese texto de 1571. Retornará en 1576 como motivo del poema ‘Búscate en Mí’ (Po 8).
f)Todavía una de las últimas experiencias referidas en las Relaciones (1575): ‘…estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como mi alma, entendí: No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen’ (R 54).
En todos esos pasajes hay una constante. Teresa nunca experimenta al alma en sí misma, sino en el engranaje del misterio divino en que está inmersa. No en el plano meramente psicológico, ni en su irradiación hacia personas y cosas, sino en la vertiente de trascendencia, en su relación con la acción salvífica de Dios.
3. Estructura y símbolos del alma. A esa serie de experiencias místicas se debe el esfuerzo de T por conceptualizar y expresar el misterio del alma. La inefabilidad de la experiencia mística (‘yo no sabré decir’, V. 40,5; ‘no se sabe decir cómo es’ M 7,1,7), e incluso la poca aptitud de ella misma para el análisis abstracto, la hace recurrir frecuentemente al balbuceo de los símbolos: el alma es como la colmena a que regresan las abejas, es el redil y el silbo del pastor, es los tuétanos de nuestro ser, es fuego de hoguera y perfumes exhalados por ella, es bodega del vino (como en los Cantares), es posada y morada… La imagen de ‘posada’ será una de las primeras que acuñe (V 1,8); la de ‘morada’ es quizás la última (M passim); es intermedia la de ‘palacio interior’ (C 28,9), ‘cielo pequeño de nuestra alma’ (ib 5). Es igualmente plástica su imagen del alma-esponja: ‘…como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua, así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad…’ (R 18, 1; reiterado en R 45). En ese tupido retablo de imágenes destaca un par de ellas intencionadamente elaboradas, hasta elevarse al rango de símbolos. Merecen atención especial.
En su primer escrito Libro de la Vida recurre ella a un símil sencillo y profundo para hablar del alma y de su actividad religiosa, la oración: es el símbolo del huerto y del agua. Al escribir su último libro de las Moradas acuñará el símbolo del castillo interior. Los dos símbolos tienen ascendencia literaria en la tradición espiritual, pero T los elabora de sana planta. En los dos se reitera la visión del alma en su relación con lo divino. Y en ambos T procede a una especie de desdoblamiento del alma en sujeto y objeto. En el símbolo primero, el alma es huerto y hortelano de sí misma. En el segundo, el alma es castillo de múltiples moradas y morador que las habita o las conquista.
a)En el símbolo casero del huerto, el alma es tierra fecunda en espera del agua de la vida (o de la gracia o de la oración), para producir flores y frutos, cuyo último destinatario es trascendente e invisible: el señor del huerto. Pero entre ambos, entre la tierra del huerto y el supremo señor de él, está el hortelano, el alma misma en su función de persona que se responsabiliza del riego y de mantener en activo la relación entre el huerto y el señor de él. En el fondo, es el hortelano, es decir, esa segunda porción del alma, la que tiene destino de trascendencia y activa las relaciones con el señor.
b)Es parecido el esquema simbólico del castillo. Presentado primero como un castillo de orfebrería alma, diamante o muy claro cristal (M 1,1,1), luego se lo desarrolla como castillo real en que se vive y se lucha. Estructurado en innumerables moradas, que se organizan en siete series. Estas siete moradas tienen que ser recorridas y poseídas por el alma misma, hasta llegar a la morada más profunda, la que el señor trascendente tiene reservada para sí mismo y para su encuentro definitivo con el ‘castellano’ del castillo.
La terna de componentes que T destaca en los dos símbolos arroja luz sobre la idea que ella tiene del alma: huerto-hortelano-señor; o bien, castillo-castellano-señor. Ella concibe al alma como un ser confiado a la persona del hombre, para realizar su dimensión de trascendencia. De modo que Dios mismo queda doblemente implicado en el alma humana: por razón de su misma estructura y por la historia que ha de vivir, cuyo destino o meta de referencia es lo divino. Como ya notamos anteriormente, resulta claro que la visión que del alma tiene T no procede de un enfoque psicológico sino religioso y metafísico. Sólo de refilón alude a su función biológica de animar el cuerpo (V 20,3).
4. Alma y espíritu. – Centro del alma. Es posible que la Santa, en sus lecturas, haya topado con el díptico ‘alma y espíritu’. Es posible que, en versiones castellanas de la Vulgata le haya llegado el texto paulino que habla del ‘integer spiritus vester, et anima, et spiritus’ (1 Tes 5,23: pneuma, psyché, soma). De hecho, ni aquéllos ni éste son mencionados o aludidos por ella, que sin embargo planteará expresamente el tema desde el plano de su experiencia mística.
Lo propone por primera vez, hacia 1571, en la Relación 29,1, como una sencilla glosa al hecho de ‘la unión’: ‘Estaba yo, cuando esto entendía, en gran manera levantado el espíritu. Diome a entender el Señor qué era espíritu, y cómo estaba el alma entonces y cómo se entienden las palabras del Magníficat: Exultavit spiritus meus. No lo sabré decir: paréceme se me dio a entender que el espíritu era lo superior de la voluntad’.
Pero el planteamiento expreso lo lace al llegar a las moradas séptimas del Castillo. Lo anuncia en el epígrafe del capítulo primero: ‘Dice cómo, a su parecer, hay diferencia alguna del alma al espíritu, aunque es todo uno’. Fluctuará luego entre los vocablos ‘diferencia’ y ‘división’, siempre con la atenuante ‘a mi parecer’: ‘…lo esencial de su alma jamás se movía de aquel aposento, de manera que en alguna manera le parecía había división en su alma…’ (M 7,1,10). Y prosigue: ‘…verdaderamente pasa así, que aunque se entiende que el alma está toda junta, no es antojo lo que he dicho… De manera que cierto se entiende que hay diferencia en alguna manera, y muy conocida, del alma al espíritu, aunque más sea todo uno’ (ib 11). Y de nuevo: ‘Conócese una división tan delicada, que algunas veces parece obra de diferente manera lo uno de lo otro’ (es decir, ‘lo uno’ el alma, ‘de lo otro’ el espíritu: ib 11).
En ese mismo contexto se recurre al viejo simbolismo de Marta y María: el alma sería Marta, ocupada en vivir y hacer; el espíritu sería María, totalmente absorbida por la presencia del Señor y orientada hacia lo trascendente.
También en ese contexto reaparecen el vocablo y la imagen del ‘centro’. El centro sería ‘lo esencial del alma’ (M 7,1,10), o bien, ‘el espíritu’: ‘Este centro de nuestra alma o este espíritu es una cosa tan dificultosa de decir…’ (M 7,2,10). ‘Centro’ y ‘hondón’ (M 4,2,6), ‘lo muy interior’ (M 7,1,7), ‘el centro y mitad’ del alma (M 1,1,3), el ‘centro muy interior’ (7,2,3)… coinciden siempre con la ‘última morada’ del castillo, a la que es ‘llamada el alma para entrar en su centro’ (7,1,5) y realizar la unión mística con Dios (7,2,3). De suerte que la Santa se ha situado más allá de toda perspectiva psicológica o dicotómica: la hondura del alma humana y la relación entre alma y espíritu tienen sentido religioso. Sumo exponente de la apertura del espíritu humano a la trascendencia. Centro, cuerpo, espíritu.
BIBL. Juan Rof Carballo, La estructura del alma humana según santa Teresa, en «RevEspir» 22 (1963), 408-431; M. I. Alvira, Vision de lhomme selon s. Thérèse. Paris 1992; P. Allen, Soul, body and transcendence in Teresa of Avila, en «Tor. JTh.» 3 (1987), 252-266; T A. OConnor, Santa Teresa y la integridad del alma, en «Santa Teresa y la Literatura mística hispana», Madrid 1984, 25-32.
T. Alvarez