1. Padecer ‘ausencia de Dios’ es una componente de toda experiencia mística cristiana. La expresó maravillosamente san Juan de la Cruz en el primer verso del Cántico espiritual: ‘Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido…’ Ese sentimiento doloroso se hace presente en la vida del místico a consecuencia de la naturaleza misma de nuestra experiencia de lo divino, mediatizada y limitada por nuestra condición existencial terrena. A consecuencia también de la transcendencia y del misterio de Dios, que no sólo está ‘más allá’ de todo lo alcanzable (‘lejísimo’, escribirá T.), sino que es misterio absoluto, ‘tu es Deus absconditus’ – ‘Dios escondido’, dirá Isaías (45, 15). ‘Rayo de tiniebla’, en la literatura mística cristiana (‘Puso su escondrijo en las tinieblas’, escribe san Juan de la Cruz glosando su primer verso del Cántico: 1, 12).
En la escala graduatoria de la experiencia mística, esa experiencia de la ‘ausencia de Dios’ se agudiza hasta el extremo en ciertas etapas de ‘noche’ o de ‘intenso deseo’. Etapas preparatorias del estadio final, la ‘unión mística’.
En el tejido eclesial, o incluso en el balance humano de lo religioso y lo antirreligioso, esa experiencia de vacío o de nostalgia de El en la historia humana hace de contrapeso al fenómeno del ateísmo: frente a la masa más o menos voluminosa de quienes se desentienden de Dios (‘pasan de Dios’) o le niegan científicamente un puesto en el orden cósmico o en la historia de la humanidad, el místico desempeña la función de testigo fuerte, no sólo de la presencia de Dios, sino de por qué El desborda en absoluto el alcance de nuestra mirada o de nuestra comprobación empírica. A la reiterada pregunta filosófica frente a los campos de exterminio: ‘¿dónde estaba Dios?’ como en el viejo interrogante del salmista es probable que no haya otra respuesta que la experiencia del místico.
2. En Teresa de Jesús esa experiencia de la noche religiosa, tupida de sufrimiento profundo por el sentimiento de la ausencia divina, está expresamente testificada. Quizás sea legendario el ‘fioretti’ de infancia referido por sus antiguos biógrafos, según el cual al ser detenidos ella y Rodrigo en su fuga camino del martirio, Teresa se habría justificado con la respuesta ‘que quería ver a Dios’. Lo irrecusable, sin embargo, es el dato histórico-místico que nos ofrecen sus relatos autobiográficos, en los cuales constituye una constante esa afirmación de sufrimiento y tensión profunda, producidos por la sensación de ‘vacío de Dios’. Así, desde sus primeros textos místicos (R 1 y 3), hasta la última narración introspectiva, un año antes de morir (R 6, 9), e incluso en el lecho de muerte, con la reiterada invocación ‘hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos’, esta vez documentada mucho más en firme que el episodio de infancia, arriba aludido.
Pero el testimonio autobiográfico más rico en información nos lo ofrece el Libro de la Vida, especialmente el capítulo 20. Pasaje con valor excepcional por estar escrito mientras T está inmersa en esa vivencia espiritual: ‘es en lo que ahora anda siempre mi alma: lo más ordinario, en viéndose desocupada, es puesta en estas ansias de muerte’ (20,12). ‘Hase de notar que estas cosas son ahora a la postre, después de todas las visiones y revelaciones que escribiré’ (20, 9). Por tanto, trance místico que atraviesa ella al finalizar la escritura del libro, por los años 1564-1565, a sus cincuenta de edad, cuando lleva ya un trienio vivido en el Carmelo de San José.
Según ella, ese vivir en estado de ausencia de Dios se lo ha producido la escalada de arrobamientos: sería sencillamente uno de los efectos producidos por éstos, en cuanto los éxtasis contienen asomadas excepcionales al misterio de Dios, a su belleza, amor, misericordia… Sólo que, pasados los breves momentos extáticos, ella regresa al desierto. Se siente sumergida en profunda soledad existencial. Ni en el cosmos ni en el consorcio humano hay cosa o persona que le haga compañía. Incluso siente el ‘desamparo’ del propio cuerpo (20, 9). ‘Muchas veces, a deshora, viene un deseo que no sé cómo se mueve, y de este deseo, que penetra toda el alma en un punto, se comienza tanto a fatigar, que sube muy sobre sí y de todo lo criado, y pónela Dios tan desierta de todas las cosas, que por mucho que ella trabaje, ninguna que la acompañe le parece hay en la tierra, ni ella la querría, sino morir en aquella soledad’ (20,9).
‘Y con parecerme que está entonces lejísimo Dios, a veces comunica sus grandezas por un modo el más extraño que se puede pensar…’ (20, 9). ‘Ello es un recio martirio sabroso, pues todo lo que se le puede representar al alma, de la tierra, aunque sea lo que le suele ser más sabroso, ninguna cosa admite: luego parece lo lanza de sí’ (20, 11).
Ella misma glosa esa experiencia con dos pasajes bíblicos muy del agrado de fray Juan de la Cruz: ‘al pie de la letra me parece se puede entonces decir (lo que) dijo el real Profeta estando en esta misma soledad, sino que como a santo se la daría el Señor a sentir en más excesiva manera: vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto…’ (20, 10). Y el otro texto del salmista: ‘otras veces parece anda el alma como necesitadísima, diciendo y preguntando a sí misma ¿dónde está tu Dios? (ib 11: los salmos aludidos son el 101, 8, y el 41, 4).
Como en otras ocasiones, también aquí T recala sobre la experiencia modélica de san Pablo: ‘Otras (veces) me acordaba de lo que dice san Pablo, que está crucificado al mundo. No digo yo que sea esto (mío) así, que ya lo veo, mas paréceme que está así el alma… como crucificada entre el cielo y la tierra..’ (20, 11). Sólo que a la vez ‘le viene del cielo una noticia admirable, muy sobre todo lo que podemos desear, (y que) es para más tormento, porque acrecienta el deseo (de Dios) de manera que la gran pena algunas veces quita el sentido, sino que dura poco sin él’ (20,11).
Aunque condensada en ese texto central de Vida, esa experiencia prosigue hasta el final del libro: ‘Dame consuelo oír el reloj, porque me parece me allego un poquito más para ver a Dios, de que veo ser pasada aquella hora de la vida’ (40, 20).
Esa especie de ritornelo del ‘deseo de ver a Dios’, como surtidor secreto de la ‘pena de ausencia’, sitúa a ésta en la dinámica teologal de la esperanza (‘tensión de espera’), y la caracteriza más como anhelo de lo final que como nostalgia del paraíso perdido, cual comparece en otros místicos medievales.
3. La codificación teologal de esa experiencia. Ya en el relato de Vida, la Santa situó ese trance místico en el estadio final de su graduatoria: cuarto grado de oración. Pero todavía en la incertidumbre de cuál sería su posterior evolución. Casi convencida de hallarse ya ante la experiencia tope:
‘Yo bien pienso alguna vez ha de ser el Señor servido si va adelante como ahora (esta experiencia) que se acabe con acabar la vida, que a mi parecer bastante es tan gran pena para ello… Toda la ansia es morirme entonces… Todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios, y aquel desierto y soledad le parece mejor que toda la compañía del mundo’ (20,13).
Esa falta de perspectiva la corregirá en escritos posteriores. En dos especialmente: en las Moradas del Castillo Interior (1577), y un año antes en la Relación 5ª, escrita en Sevilla para los consultores de la Inquisición.
En esta última, Teresa improvisa un sencillo esquema del proceso místico, que completa la graduatoria de Vida. Sitúa el trance místico de la ‘ausencia de Dios’ después del periodo de arrobamientos (nn. 9-10) y del ‘vuelo de espíritu’ (n. 11), como resultado de los ‘ímpetus (que así) llamo yo a un deseo que da al alma algunas veces…, una memoria que viene de presto de que está ausente de Dios’ (n. 13). Y lo describe con un par de pinceladas coloristas: ‘parécele que está en una tan gran soledad y desamparo de todo, que no se puede escribir. Porque todo el mundo y sus cosas le dan pena, y que ninguna cosa criada le hace compañía, ni quiere el alma sino al Criador, y esto lo ve imposible si no muere. Y como ella no se ha de matar, muere por morir, de tal manera que verdaderamente es peligro de muerte, y se ve colgada entre cielo y tierra, que no sabe qué se hacer de sí’ (n. 14).
Con todo, sólo en las Moradas logrará la Santa una codificación precisa y definitiva de ese estadio de la experiencia mística. Lo expone en el cap. final de las moradas sextas, y sitúa el momento culminante de esa su propia experiencia en la Pascua de 1571, en el famoso deliquio de Salamanca referido en la Relación 15 (cf M 6,11,8), y ocurrido un año antes de su ingreso en el estadio final del ‘matrimonio místico’ (cf R 35).
Por eso, en su codificación del proceso místico, la sitúa en el umbral mismo de las moradas séptimas, como purificación para el ingreso en ellas (n. 6). En ese contexto reitera su descripción calcando la antigua exposición de Vida 20: ‘Siente una soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no la hace compañía, ni creo se la harían los del cielo como no fuese el que ama, antes todo la atormenta. Mas vese como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir; abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua; y no sed que puede sufrir, sino ya en tal término que con ninguna se le quitaría, ni quiere que se le quite, si no es con la que dijo nuestro Señor a la Samaritana, y esa no se la dan’ (M 6,11,5).
Lo mismo que fray Juan de la Cruz, también la Madre Teresa rebasa los estrechos moldes descriptivos y los análisis doctrinales del fenómeno místico de la ‘ausencia de Dios’, para dejarla fluir por el lirismo de uno o varios de sus poemas. El que más expresamente refleja y glosa esa experiencia comienza así: ‘Cuán triste es, Dios mío, / la vida sin Ti, / ansiosa de verte, / deseo morir’ (Po 7). Por él se distiende una serie de motivos temáticos tan abundosos y aun más que los testificados en Vida y Moradas: soledad y tristeza, destierro y ensueño, vida y muerte, amor y duelo, Dios escondido (‘Tú siempre invisible’) y presencia eucarística…
Lo más sorprendente en ese poema, de datación incierta, es que la Santa lo haya compuesto calcando el metro de las canciones que ocasionaron su éxtasis en la Pascua de 1571, a que antes aludimos. Por tanto, poema compuesto para ser cantado. Quizás para ser cantado en comunidad, como el ‘Véante mis ojos’, con intención y espíritu de Pascua.
BIBL. AA.VV., La búsqueda de Dios, Madrid, 1984.
T. Alvarez