‘Con no estar con la prosperidad que solía…’ (F 31,13).El conocimiento comparativo que Teresa adquirió de Burgos le permitió este juicio verdadero. Burgos no era en 1582 la próspera ciudad que había sido, Cabeza de Castilla, Cámara del Rey. La primera en la Voz y en la fidelidad, Consulado de la mar, Ceca real, Sede arzobispal, metropolitana, posada principal en el Camino Jacobeo, etc., etc. La Santa pudo apreciar el original urbanismo de la ciudad, coronada por un recio castillo y encorsetada por una cerca almenada con puertas monumentales, recuerdo de su grandeza medieval. Un caserío caprichoso y apretado, rayado por esguevas que regaban huertos y movían molinos a la sombra de la Catedral.
La distancia nos permite hoy apreciar con exactitud y detalle las causas y efectos de aquella decadencia que santa Teresa conoció y que los burgaleses de su generación comprobaron y padecieron.
Andrea Navaggiero, el embajador de Venecia que correteó y fisgó por estos reinos, definió a Burgos como una ciudad opulenta, paso de ‘acarreo’. Burgos no producía lo que consumía en su selecto sustento y en sus magnificentes obras artísticas. Burgos ‘acarreaba’, atraía, hacia sí cuanto necesitaba mediante la acción mercantil, con doble tipo de hombres: sus mercaderes, audaces y afortunados, pertenecientes a medio centenar de linajes fuertemente enriquecidos que desde el siglo XII comenzaron a operar en la Europa creando en sus principales ciudades una red de representantes y emisarios que movían escuadras de barcos y miles de carretas que traían y llevaban toda clase de productos y entre ellos uno singular y monopolístico: la lana de las ovejas merinas del honrado Concejo de la Mesta. Decir antaño ‘burgalés’ era calificar a un mercader de poderoso.
Pero, el ‘acarreo’ cesó con la división religiosa de Europa en la primera mitad del siglo XVI. La radicalidad de los espíritus se aplicó a la materia y el brillante y fructífero comercio burgalés comenzó a perder mercados tan interesantes como el holandés, inglés, y del Norte de Alemania. La consiguiente inseguridad de los mares provocó ruinas y quiebras en el Consulado de Burgos. Hubo que artillar los buques con un costo añadido intolerable. Precisamente en 1582, el Consulado se dirige a Felipe solicitando medidas fuertes y urgentes. Sólo una paz general podría haber salvado la economía de Burgos y ésta llegó en Westfalia cuando el Consulado estaba muerto.
Muchos burgaleses, responsables de firmas de total garantía, sobre todo en el ramo de los seguros, advirtieron el giro estratégico que se operaba ante sus ojos en el comercio, debido al abandono de la alta política de los mares del Norte para asegurar la nueva exigencia atlántica, hacia América. Esos burgaleses se instalaron en Lisboa y Sevilla, arrastrando hacia ellas sus ingenios y sus haberes. Esto suponía acelerar la decadencia de Burgos.
La población disminuía al ritmo que crecían las desgracias. Aquellos 25.000 habitantes de la ciudad alegre y confiada de 1529 no eran en 1582 más de 15.000. Lo que no habían consumido la emigración y los reveses económico-políticos lo destruyó la peste. Con periodicidad de castigo bíblico, la peste visitaba las ciudades medievales y modernas. Pero la que padeció Burgos en 1565 superó los cálculos más pesimistas: en un documento del Archivo Municipal (16.3.1) leemos que los muertos fueron 12.000… Faltaron vivos para enterrar a los muertos. El catarro universal 1580 grabó su secuela en Burgos y también en Santa Teresa.
El clasismo agudo de aquella sociedad no facilitó las cosas públicas. Frente a los fastuosos mercaderes, el Concejo calculaba en 1529 la proporción de vecinos pobres en un tercio de la población. Para su asistencia se creó por el Ayuntamiento a principios de siglo, una solemne y eficaz Alhóndiga. En la peste de 1565, esta Institución suministró a esa masa vecinal, ‘para que no bramara de hambre’, 6.000 fanegas de trigo y tres millones de maravedises. El dato de la extrema pobreza de un amplio sector municipal gravitaba mucho, y con razón, a la hora de admitir comunidades sin renta o mendicantes.
Entre esta masa menesterosa y la minoría de potentados, prebendados y dignatarios se movía una turba multa de gremiales y artesanos, de escribanos, regatones, labradores, molineros, beneficiados de escasa ración, sacristanes, maeses de la piedra, del ladrillo y de la madera, sin olvidar a los abogados, hidalgos de variada escala. De éstos se contaban 1.722 en el censo de 1591; en el mismo se incluyen 1.023 de la clerecía, regular y secular y del monjío. Una sociedad colorista y ruidosa, emocional y de complicado manejo.
La ciudad de Burgos sumaba 15 parroquias, con carácter personal y no territorial. De ésas existen todavía las de San Lesmes, San Gil, San Esteban, Santa Agueda o Gadea, San Pedro de la Fuente, Santos Cosme y Damián y Santos Pedro y Felices. Han desaparecido San Llorente o Lorenzo el Viejo, Santiago de la Fuente, Santiago de la Capilla, San Nicolás, San Román, Santa María de Viejarrúa, San Martín y Santa María de la Blanca.
En Burgos, a la sazón, halló santa Teresa a comunidades, masculinas y femeninas, de las antiguas Ordenes monásticas y mendicantes y también a los padres jesuitas, tan alentadores de la fundación teresiana. Los benedictinos, poseían el famoso monasterio de San Juan, obra inicial de San Lesmes. En la otra orilla del río Arlanzón, los dominicos habían alzado su convento de San Pablo, fundación realizada en 1219 por el mismo Santo Domingo, el burgalés que quizás más ha influido en la cultura y religiosidad del Occidente cristiano. Sobre el camino de Madrid estaban los padres agustinos, celosos custodios del Santo Cristo de Burgos, la devoción que con más anhelo practicaban entonces los vecinos.
Casi enfrente de la Puerta y Arco de Santa María tenían su convento los mercedarios, hechura de san Pedro Nolasco en un viaje que hizo a Burgos en 1248. Era un colegio de mucho respeto y de él salieron insignes obispos y cronistas. En el enfaldo del cerro de San Miguel, aledaños entre sí, estaban San Francisco y la Trinidad que, como es habitual en Burgos, fundaron los mismos patriarcas San Francisco, en 1231, y San Juan de Mata, en 1200. Los padres jesuitas habían llegado en 1553, de la mano de San Francisco de Borja y en 1582, mientras la Santa intentaba rematar su convento, trabajaban con la misma intención los Hermanos Mínimos que en España se decían ‘victorinos’ o de la Victoria porque habían llegado a España en el gloriosísimo año de 1492.
Siete conventos de monjas existían en Burgos en 1582. Encabezaba el elenco por su antigüedad y grandeza la abadía cisterciense de Santa María, la Real, de Huelgas, fundada en 1187 por los reyes don Alfonso VIII y doña Leonor, sobre un amplio dominio material y con poderes y exenciones civiles y eclesiásticas que sorprenden hoy. Además de monasterio era panteón regio y centro de acogida para altas damas de la realeza y nobleza. Teresa visitó esta comunidad, presidida a la sazón por ‘la muy alta señora doña Francisca Manrique, abadesa por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica…’. Los Manrique, además de Adelantados de Castilla eran amigos y benefactores de la Santa.
En Huelgas residía, en tanto hallaba acomodo propio, la comunidad cisterciense del cercano lugar de Renuncio, arrojada de allí porque el fuego había destruido su monasterio (1569). Otra comunidad cisterciense había venido a Burgos, la de las madres calatravas que en 1568 levantaron su monasterio de San Felices de Amaya, al occidente de la capital. En 1582 residían, en régimen de alquiler, en la admirable mansión de los Miranda.
En el barrio de la Vega, orilla izquierda del Arlanzón, habitaban desde 1218 las monjas de Santa Clara, que en el mismo sitio siguen alabando a su Señor. Había otras tres comunidades femeninas, éstas practicantes de la llamada regla de San Agustín. La promotora, en parte, del movimiento agustiniano, había sido doña Dorotea Rodríguez de Valderrama, señora de gran espíritu a la que se le reconoce una gran influencia en la conversión al Cristianismo del rabino de la sinagoga de Burgos, llamado don Pablo de Santa María o de Cartagena tras su Bautismo.
Doña Dorotea fundó un beaterio agustianiano en la parroquia de la Blanca, junto al castillo de donde en 1470 bajó a la calle de su nombre en las traseras del convento de los padres agustinos. En 1456, veinte años después de morir doña Dorotea, se fundó otro convento agustino en la parroquia de San Lesmes, convento que duró hasta la guerra de la Independencia. Finalmente, en 1558, en un punto cercano a donde se quedaron las descalzas de santa Teresa, se instalaron las madres agustinas canónigas de la Madre de Dios, subsistentes hoy en las afueras de la ciudad.
Fray Valentín de la Cruz