Los caminos del siglo XVI en España, como en el resto del mundo, eran, salvo algunas excepciones muy puntualizadas, detestables. La gente viajaba por necesidad, rara vez por placer. Viajaban los soldados, los mercaderes y recueros, los estudiantes universitarios, los pastores de la Mesta, los funcionarios de rango, los mendicantes por sus particulares veredas, y los peregrinos. La peregrinación se mantenía en la cristiandad del siglo XVI, a pesar de la revolución religiosa que en él se había operado. El alma cristiana continuaba transmitiendo al cuerpo su condición viajera y, en España, se mantenían vivos los caminos de Santiago, del Pilar, de Montserrat, de Guadalupe. Teresa peregrinó a Guadalupe.
La responsabilidad suprema de los caminos correspondía al rey. Claramente lo expresó Alfonso X en sus Partidas (II, T XI, Ley I); «Otrosí debe mandar el rey labrar las puentes et las calzadas et allanar los pasos malos porque los homes pueden andar et lebar sus bestias et sus cosas desenbargadamente de un logar a otro, de manera que non las pierdan en pasage de los ríos nin en los otros logares peligrosos por do fueran. Et debe otrosí mandar fazer hespitales en las villas do se acojan los homes porque no hayan de yazer por las calles por mengua de posadas; et debe fazer alberguerías en los logares yermos do entendiere que serán menester porque haian las gentes a que llegar seguramente con sus cosas, ansí que non ge las puedan los malhechores furtar nin toller».
Alfonso X atribuía a la Corona la responsabilidad y el remedio de los caminos y de los viandantes, recogiendo la leve actividad de sus predecesores en la materia. La España medieval se encontró con un planteamiento difícil del problema caminero y no sólo por la complicada orografía de nuestra Península. Al decidirse la gran marcha de la reconquista de Norte a Sur se estranguló en gran parte el dispositivo romano de comunicaciones, que prefería el rumbo Este-Oeste. Dos vías básicas se salvaron en el cambio: Las Vías Aquitana y Tarraconense a Astorga, luego Camino de Santiago, y la Vía de la Plata, de Sevilla a Astorga.
La necesidad de establecer y de mantener los caminos se convertirá en obra de caridad y así producirá figuras como Santo Domingo de la Calzada y de San Juan de Ortega, dedicados a la caminería, incluyendo puentes y posadas. Hasta el gobierno de los Reyes Católicos no se puede hablar en España de una política viaria, momento en que la competencia de los caminos, al menos en su conservación, pasa a los concejos según reflejan las Ordenanzas Municipales más antiguas.
Cuando santa Teresa se lanza al frenesí de los caminos, en su condición de fundadora, hacia 1567, el mapa de España nos ofrece una tupida e interesante red, sobre todo en ambas mesetas interiores, por las que más viajará la Santa. Para nuestra ventura a don Juan de Billuga se le ocurrió preparar y editar en 1546, su utilísimo libro Repertorio de todos los caminos de España que, a pesar de sus omisiones y errores, prestó a los viajeros y a los historiadores posteriores un enorme servicio. Treinta años más tarde, Alonso de Meneses, editó otro Repertorio de caminos, calco resumido del anterior y con señalamiento de distancias, que bien pudo la Santa llevar en su carro o en su albarda.
El mapa general de esos libros nos permite apreciar la tupida red de caminos existentes en el campo romboidal que abarca desde Burgos a Granada y desde Cuenca a Salamanca. Estas vías eran llamadas, en general, caminos y carriles. Caminos eran los usados por peatones y caballeros; carriles eran vías de doble rodadura por donde podían circular carros y carretas, incluso en invierno. Los municipios, según la vieja Ordenanza de Isabel y Fernando, debían de esmerar su vigilancia para que los campesinos no borraran con sus arados los caminos y cuidar que el matojo y los hierbajos sobreabunden en el espacio existente entre dos carriles. Los ríos se vadeaban, si no había puente o pontón o barca. No existía la señalización, a veces en los cruces una cruz o un rollo de justicia en donde se exponían los miembros de los bandoleros ajusticiados hasta que las alimañas les daban buen fin. Era fácil desorientarse o perderse y, a veces, había que tomar un guía de pago, como ocurrió a Teresa. En el siglo XV ya se ordenó alzar pilares al borde de los caminos, en las comarcas donde cargaba la nieve.
La seguridad en los caminos era muy precaria, aunque se castigaba el asalto y robo de viajeros con pena de muerte. Quebrantar caminos era tal delito en las merindades de Castilla Vieja que los merinos debían aplicar la pena capital en el caso. Los cuadrilleros de la Santa Hermandad y los vecinos organizaban batidas contra los bandoleros, pero con relativa eficacia, según Cervantes, que al escribir cuadrilleros añadía lo de «ladrones en cuadrilla »
La asistencia viaria, fuera de los poblamientos, se reducía a las llamadas ventas, instaladas en cruces o en tramos despoblados. La autoridad era consciente de la importancia de estas ventas para evitar al viajero intemperies, sofocos, fríos heladores y alojamientos al raso o en parideras de ganado y en ermitas sin santero. Algunas villas que se apellidan del «camino» se fundaron con hombres «exentos» precisamente para prestar asistencia a los viajeros. Se eximía de alcabalas a los venteros cuyos establecimientos se recomendaban en los descampados. Un ejemplo: En 1450 se despoblaron los lugares de Villalta y de Cernégula en el camino de carriles que desde Burgos llegaba a Laredo; tal vaciamiento humano era peligroso. Juan II concede (1452) a Juan Gómez de Barruelo la exención de la alcabala del «pan e bino e carne muerta e pescado e azeyte e legumbres» en razón del servicio que prestará reabriendo la venta del Cuerno (Villalta). Se recomienda que la venta sea asistida «por una buena persona, que la tenga bien proveyda e acoja ende a los dichos viandantes». Los testimonios que leemos tienen muy poca semejanza con este propósito y de santa Teresa tenemos varios.
Con estos panoramas sólo la fe o un subido interés empujaba a viajar. Y eran bastantes quienes por una u otra causa enfilaban los caminos a pie o en asno, en mula o caballo; en carreta, carroza o coche, o en silla de manos o de patas de mulo.
Para su fortuna, nuestra Fundadora se movió por unas comarcas servidas por una red de caminos concurrida y segura. Los vértices de sus viajes tienen en Avila su centro, y como tales podemos señalar Valladolid, Salamanca, Malagón y Pastrana. Las grandes «escapadas» teresianas alcanzaron Burgos, Soria, Villanueva de la Jara, Beas de Segura, Sevilla. Como resultado de sus andares, los caminos de Avila a Valladolid, los de Avila a Toledo y Madrid y de Avila a Salamanca la resultaron familiares.
De Avila a Valladolid se caminaba hacia Nordeste, hasta Medina y desde aquí, vía recta hasta el Norte se corrían 11 leguas hasta Olmedo, bien asistidas de ventas y lugares cómodos: desde Olmedo a la capital del Pisuerga quedaban 7 leguas por Alcazarén, Mojados, Boecillo y Laguna. Pero santa Teresa prefería hacer el viaje por Arévalo y Medina del Campo y razón tenía para hacerlo así: en Arévalo tenía raíces y en Medina monjas, su segunda fundación. Era más corto el camino que en dos jornadas y en carro podían cubrirse. De Medina a Valladolid había ocho leguas por Rodilana, La Ventosa y Valdestillas.
De Avila a Toledo se corrían 21 leguas, pero había que saltar la barrera de Gredos, cuya ferocidad pudo comprobar la Madre en noviembre de 1579 en los tres días que tardó en llegar a Toledo en medio de la cellisca, cansada y enferma, y sobre caballerías, mojada y aterida a sus 64 años, sin pan y sin lumbre. Hasta el espolique la replicó cuando Teresa alentaba a sus compañeros a «ganar el cielo» que «cuán bien se lo podía ganar él en su casa…» La distancia a Toledo se solía cubrir en tres jornadas pasando por El Herradón, San Bartolomé, La Venta de los Toros de Guisando, Cadalso, Escalona. El apéndice a Malagón resultado fácil de cumplir, eran diez leguas por las Ventas de Diezma, por Orgaz y los Yébenes y las Ventas Guadalherce y de la Carzuela.
Madrid, cuya fundación fue una pretensión calurosa de la Santa, se estaba convirtiendo en el eje de todos los caminos de España. No en vano era ya, con Felipe II, la capital de la nación. Viajó desde Toledo y desde Avila; desde Toledo se contaban 12 leguas por Olías, Junquillas, Illescas, La Manganilla y Getafe. Desde Avila se interponía Guadarrama, pero cuando se alcanzaba el Real de Manzanares el viaje era un cómodo descenso hasta Madrid.
Las 17 leguas que separaban Avila de Salamanca tenían su itinerario oficial por Villaflor, Sancho Izquierdo, Helices, Naharros del Castillo, Salvadiós, Peñahorada, Arauzo, El Ventoso, Huerta y Aldelengua; itinerario que probablemente la Santa nunca cumplió por su obligado desvío a Alba de Tormes, obligada por sus monjas, su familia y por los altos y poderosos duques. Diez leguas se medían entre Avila y Segovia; se iba por Vicolozano, Mediana y Aldea Vieja a Villacastín y de aquí por Palacio y San Pedro a Segovia.
La itinerancia de santa Teresa, resulta, a veces, difícil de precisar en los caminos de su época y por dos razones añadidas, cuales son los extravíos y las derivaciones que las circunstancias imponían. Los extravíos eran frecuentes para todos con tiempo normal y por parejas familiares. Por ejemplo, la trabajosa búsqueda de Duruelo en la que desapareció un asnillo de la comitiva de la Madre. Las desviaciones de ésta en las rutas que emprendía eran frecuentes con resultado simultáneo de satisfacción por visitar tal o cual comunidad, santuario o personaje y de contratiempo por las dificultades de los propios caminos.
Santa Teresa recibió de España cuanto ésta podía dar en vías públicas. La Fundadora nunca se quejó ni de las autoridades ni de los pueblos responsables de los caminos y puentes. Aceptó cuanto había y sobre aquella red primaria ella colocó su ánimo y su donaire empleados en su ventura de viandante a lo divino. Viajes. Ventas.
BIBL.Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, Madrid 1969; Manuel Fernández Alvarez, El siglo XVI. Sociedad, Economía, Instituciones, Vol. XIX de «Historia de España. Menéndez Pidal», Madrid 1990; Gonzalo Menéndez Pidal, Los caminos en la Historia de España, Madrid 1951; Juan de Meneses, Repertorio de Caminos, Madrid 1576; Juan de Villuga, Repertorio de todos los caminos de España, Medina del Campo 1546.
Fr. Valentín de la Cruz