‘Capellanes se llaman los que tienen obligación de decir algunas misas, y asistir, o en el coro o en las capillas particulares’ (Covarrubias, ‘Capilla’, p. 296). Así en tiempo de la Santa. Estaban al servicio de una iglesia, o de una capilla dentro de aquella, o de una ermita (por ejemplo, la de Villanueva de la Jara: F 28,45), o al servicio de una comunidad religiosa. Es el caso de T y sus Carmelos. El capellán y la capellanía adquieren importancia especial desde que la Santa descartó en sus Carmelos la asistencia de los ‘vicarios’ y sus intromisiones en la vida de comunidad (C 5,6; Modo 39). Cuidó igualmente que los capellanes no incurriesen en esas injerencias. Sus servicios se circunscribían a la liturgia eucarística y poco más. A ser posible, les confiaba el cuidado del templo de casa (Const. 5,3), y limitaba su comunicación con la comunidad (Modo 16). Aún así, no se libró de reiteradas complicaciones en diversos Carmelos: en Malagón por las intromisiones de G. de Villanueva (cta 201 y 240); en Toledo, donde los numerosos capellanes exigen a ultranza el cumplimiento de las cláusulas del contrato estipulado con el fundador, Diego Ortiz (BMC 5, 413-421), hasta el punto de refrendar T la dura opinión de éste: ‘como vuestra merced dice, van [algunos capellanes] con gana de acabar presto y no con más espíritu algunos de ellos’ (cta 33,1; 28,1-2); en Sevilla con las impertinencias de Garciálvarez, que tiene que ser alejado del Carmelo por el Arzobispo; incluso en Avila, donde estrenó servicios de capellán Julián de Avila (F 3,2: ‘nuestro padre capellán Julián de Avila’), quien tras prestarle ese servicio en numerosos viajes (F 13,2; 19,7; 21,5-6; 24,5.13…), tuvo que ser moderado por la Santa en su capellanía abulense de San José (ctas 410,9; 421,6). En el vocabulario de T y de sus Carmelos, ‘ser capellana de alguien’ equivalía a estar encargada de rogar por él (ctas 26,2; 427,2).
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