No es mucho lo que T retiene de la tradición mística sobre aspectos particulares del alma. No recoge, por ejemplo, el tema de la ‘scintilla animae’ de san Bernardo o de la ‘punta del espíritu’ de Eckhart, o el ‘ápice de la mente’ de san Buenaventura. Apenas si hace una alusión a ‘la esencia del alma’ (M 5,1,5: única mención en sus escritos). Pero en cambio conecta con esa tradición espiritual en el delicado tema del ‘centro del alma’ o del ‘hondón’ de la misma. El término ‘hondón’ aparece en ella una sola vez: M 4,2,6 (Teresa no recurre al vocablo ‘fondo’); con más frecuencia, ‘lo hondo del alma'(M 5,3,4), ‘lo muy hondo e íntimo del alma’ (M 6,11,2), ‘lo profundo de nosotros’ (M 4,2,6), ‘una cosa muy honda’ (M 4,2,5), hasta rozar con el límite de lo inefable: ‘lo interior de su alma, lo muy muy interior, una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es’ (M 7,1,7). Muchas más veces retorna el vocablo ‘centro del alma’.
Al emplear esa terminología (más espontánea que técnica), nunca alude T a las lecturas pasadas, aun cuando se remita a ellas para hablar de la interioridad: a san Agustín (‘buscar a Dios en lo interior’: M 4,3,3) o al recordar la comparación del erizo que se entra dentro de sí mismo ‘cuando quiere’ (ib). Del análisis de todos los pasajes en que evoca el ‘centro del alma’ resulta más bien que sus expresiones jamás son eco de una previa información doctrinaria, sino reflejo directo de su experiencia o de su reflexión personal sobre ésta. Quizás uno de esos pasajes (M 7,3,8) acuse la resonancia de posibles influjos orales de fray Juan de la Cruz. Para el psicólogo de hoy o para el teólogo místico es de primera importancia constatar que el contenido de esa terminología reporta vivencias teresianas e ideas derivadas de esas mismas experiencias.
Punto de arranque de todas ellas parece ser el episodio místico referido al final del Libro de la Vida (40,5): ‘Estando una vez en las Horas con todas, de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lados ni alto ni bajo que no estuviese toda clara, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor… Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo yo no sabré decir cómo se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa’.
Escrito a finales de 1565, ese pasaje refiere una experiencia de fecha reciente y contiene ya una visión típicamente teresiana del alma y de su centro. Este último es la única vez aludido en los escritos teresianos de ese primer período: Vida, Camino y primeras Relaciones.
En cambio, la idea y la experiencia del centro del alma pasará a ser una de las líneas maestras del Castillo interior, escrito en 1577, cuando T ha escuchado ya largamente a fray Juan de la Cruz. Sin embargo, las ideas de ambos sobre el ‘centro del alma’ (cf en fray Juan ‘de mi alma en el más profundo centro’, comentado en Llama 1,10…) no van en la misma dirección.
En el símbolo del ‘castillo del alma’, que en cierto modo condiciona toda la exposición del respectivo libro, la serie de ‘moradas’ culmina en la más interior y profunda: ‘consideremos que este castillo tiene muchas moradas, unas en lo alto, otras embajo, otras a los lados; y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma’ (1,1,3). Esas dos ideas morada suprema en el centro, y relación entre esa morada central y la divinidad se repetirán como un axioma a lo largo del libro: ahí, en ese centro, sigue morando y resplandeciendo Dios aun cuando el pecado haya demolido el resto del castillo (1,2,1.3). Al principiante le interesa ‘poner los ojos en el centro [del castillo o de sí mismo], que es la pieza o palacio adonde está el rey’ (1,2,8). Cuando las gracias místicas comiencen a ‘dilatar el corazón’ (según el salmo o según el símil del pilón interior dilatable e inagotable), ese misterioso ensanchamiento provendrá del ‘centro del alma’ (4,2,5). Pero la llegada de cada uno a ese centro de sí mismo se verificará en el acontecimiento del místico matrimonio y será por pura acción del Señor: es El quien ‘mete’ al alma en el centro de sí misma (7,1,5), y en ese centro la hace experimentar lo decisivo de la presencia trinitaria (7,1,6), y en ese mismo centro se celebra la unión del alma con Cristo Señor (7,2,3), para estabilizar definitivamente la relación con Él: ‘siempre queda el alma con su Dios en aquel centro’ (7,2,4), ‘ella [el alma] no se muda de aquel centro ni se le pierde la paz…’ (7,2,6). Desde ahí irradia (‘envía recaudos’: 7,4,10) a toda la persona y a todos los moradores del castillo: ‘así como un fuego no echa la llama hacia abajo, sino hacia arriba…, así se entiende acá que este movimiento interior procede del centro del alma y despierta las potencias’ (7,3,8).
Desde el comienzo de esta última fase de experiencia espiritual del místico, ha advertido T que ese ‘hondón’ o ‘centro’ del alma coincide con el espíritu de ella misma, porque ‘a su parecer, hay diferencia alguna del alma al espíritu, aunque todo es uno’ (7,1,título). La importancia de toda esta concepción de la Santa proviene del engranaje entre símbolo y doctrina: el símbolo le permite localizar en el centro del alma lo más hondo del ‘yo’ humano, y a la vez la presencia de lo divino y la consumación de la unión entre ambos.
Todo este ideario de T provocó, apenas editado, la drástica reacción brutal a veces de al menos uno de sus teólogos delatores ante el tribunal de la Inquisición. Para el teólogo Alonso de la Fuente ‘esta doctrina es tomada de Taulero’, y es un ‘error en filosofía, y sueño y disparate en teología’. Ese ‘fondón que estos autores (Taulero, Teresa, y los alumbrados) fingen, del alma…, en efecto no le hay, ni los filósofos tal pusieron como confiesa el mismo Taulero’. Y la afirmación de ‘estar allí Dios presente, conviene a saber, en su alma…, en aquel fondón… es doctrina herética y la misma que enseñaron los herejes masilianos…’ (cf Enrique Llamas, Santa Teresa y la Inquisición española, Madrid, 1972, pp. 398-406, en que edita el Memorial de A. de la Fuente). Era una penosa reacción de la teología oficial contra la experiencia mística. El Memorial primero de la Fuente está redactado en 1589, al año de publicados los libros de la Madre Teresa por fray Luis de León (Salamanca 1588). Ese mismo año 1589 respondía fray Luis a la primera andanada de denuncias, con su ‘Apología’ de la doctrina de la Santa, que comienza aludiendo a los rumores ya difundidos: ‘algunos, según he oído, por no saber más, o por parecer que saben, o por otros respetos de emulación han hablado menos bien que debían…’ Fray Luis rebate esos rumores, pero sin entrar en el punto crucial del centro del alma, pasaje que él ya había anotado copiosamente en su edición (pp. 234-235). Alma.
BIBL. M. Morales Borrero, La geometría del alma en la literatura española del Siglo de Oro, Madrid, 1975; G. Tani, Il simbolo del centro nel Castello Interiore di S. Teresa, Roma 1988.
T. Alvarez