1.La meta final de sus aspiraciones
«El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de la dicha» (CEC 1024).
La meta del cielo aparece en los deseos de Teresa desde su más tierna infancia (V 3,6). Gustaba con su hermano Rodrigo meditar en la gloria del cielo y repetir: «¡para siempre, siempre, siempre!» (V 1,4). Así, reconoce que le «quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad» (ib). Y no otro es el camino de la oración, que ella propone como «el camino para el cielo» (V 8,5), convencida de que «si todo nuestro cuidado y trato fuese en el cielo…, muy en breve se nos daría este bien» (V 11,2).
El cúmulo de gracias místicas que recibe son interpretadas por ella en sentido escatológico, como una iniciación en la vida celeste. Este es el sentido de las hablas y visiones místicas: «Las hablas, especialmente las hablas sin palabras, son un anticipo de las intercomunicaciones de los bienaventurados; se realizan según el patrón de las hablas beatíficas, y personalmente han servido a Teresa para penetrar la naturaleza del lenguaje del cielo e incluso para introducirla personalmente en ese mundo de relaciones trascendentes e inefables. Tales son en el fondo las relaciones con Cristo presente y con la Trinidad sacratísima inhabitante en el alma» (T. Alvarez, Estudios Teresianos, III, p. 146).
2. La «noticia» de los bienes del cielo
Una de las primeras gracias místicas que recibe es la «noticia» o conocimiento de los «bienes y secretos» divinos, que hay en el cielo: «Lo que me parece es que quiere el Señor de todas maneras tenga esta alma alguna noticia de lo que pasa en el cielo, y paréceme a mí que así como allá sin hablar se entiende (lo que yo nunca supe cierto es así, hasta que el Señor por su bondad quiso que lo viese y me lo mostró en un arrobamiento), así es acá, que se entienden Dios y el alma con sólo querer Su Majestad que lo entienda, sin otro artificio para darse a entender el amor que se tienen estos dos amigos» (V 27,10).
Esta «noticia de lo que pasa en el cielo» deja en ella un profundo convencimiento, que trata de transmitir a sus interlocutores en forma de interrogación: «¿Qué bienes podéis buscar aun en esta vida dejemos lo que se gana para sin fin, que sea como el menor de éstos?» (V 27,11). Y al final exclama: «Mirad que es así cierto, que se da Dios a Sí a los que todo lo dejan por El. No es aceptador de personas, a todos ama. No tiene nadie excusa por ruin que sea, pues así lo hace conmigo trayéndome a tal estado. Mirad que no es cifra lo que digo, de lo que se puede decir; sólo va dicho lo que es menester para darse a entender esta manera de visión y merced que hace Dios al alma; mas no puedo decir lo que se siente cuando el Señor la da a entender secretos y grandezas suyas, el deleite tan sobre cuantos acá se pueden entender,que bien con razón hace aborrecer los deleites de la vida, que son basura todos juntos. Es asco traerlos a ninguna comparación aquí, aunque sea para gozarlos sin fin, y de estos que da el Señor sola una gota de agua del gran río caudaloso que nos está aparejado» (V 27,12).
La relación de esta gracia mística con la primera visión de Jesucristo (V 27,2) y la evocación seguidamente de su misterio redentor (V 27,13) revelan el contenido cristológico de los «secretos y grandezas» del cielo, que Dios le dio a entender en aquella clara «noticia». Esto significa que la gloria del cielo consiste en la posesión plena de los bienes de la redención.
Así describe el Catecismo la bienaventuranza eterna: «La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad» (CEC 1026).
Teresa de Jesús no puede sufrir que estos bienes se posterguen o se pospongan a los bienes terrenos, menospreciando al que «nos ganó a costa de tanta sangre»; y quisiera poder dar voces, para «decir estas verdades»: «¿Por qué hemos de querer tantos bienes y deleites y gloria para sin fin, todos a costa del buen Jesús? ¿No lloraremos siquiera con las hijas de Jerusalén, ya que no le ayudemos a llevar la cruz con el Cirineo? ¿Que con placeres y pasatiempos hemos de gozar lo que El nos ganó a costa de tanta sangre? Es imposible. ¿Y con honras vanas pensamos remedar un desprecio como El sufrió para que nosotros reinemos para siempre? No lleva camino, errado, errado va el camino. Nunca llegaremos allá» (V 27,13).
3. Visión del cielo: experiencia de salvación
Otra de las grandes gracias místicas, reveladoras de la gloria eterna, fue su arrebatamiento hasta el tercer cielo, como San Pablo. La Santa parangona esta visión con la del Apóstol: «Vínome un arrebatamiento de espíritu con tanto ímpetu que no hubo poder resistir. Parecíame estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi fue a mi padre y madre, y tan grandes cosas en tan breve espacio como se podía decir una avemaría que yo quedé bien fuera de mí, pareciéndome muy demasiada merced» (V 38,1).
En un principio, esta gracia la llena de temor y de confusión, porque es consciente de que sólo los santos como san Pablo (2Cor 12, 2 y 4) o san Jerónimo (XL 22, 416) han tenido acceso a ella. Pero comprueba su autenticidad por los efectos admirables que deja en su alma: «estimar y tener en poco las cosas de la vida» (V 38,2); «grande el desprecio… de todo lo de acá» (V 38,3); «lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor» (V 38,4).
Las visiones del cielo se repiten, especialmente en Moradas sextas (M 6,4-5; 5,7-8). Son como un asomo a la vida beatífica, donde ve y oye cosas inefables, como el Apóstol. Tampoco ella sabría decir si su experiencia se ha realizado en el cuerpo o fuera del cuerpo, en clara reminiscencia del episodio paulino (2Cor 12,2).
El P. Tomás Alvarez comenta los efectos que producen en ella estas visiones: «La introducen progresivamente en la sociedad beatífica; no se reducen a simples asomadas al mundo maravilloso de la otra Iglesia; son una serie de estrenos convergentes que hasta cierto punto normalizan sus relaciones con los ciudadanos de la gloria: los conoce de presencia, sin que la hablen; aprecia casi a vista de ojos sus grados de gloria; distingue por el encendimiento o la inflamación el grado jerárquico de los espíritus angélicos; se familiariza con ellos, y de hecho tiene a veces la impresión de hallar en ellos más compañía y más ayuda que en los amigos de la tierra» (T. Alvarez, Estudios Teresianos, III, p. 147).
4. El cielo en la tierra
Si bien las gracias místicas que recibe Teresa la trasladan al cielo, ella trasladará el cielo a la tierra, haciendo de su corazón la morada de Dios. Este es el sentido de su comentario a la petición del Padrenuestro: Que estás en los cielos. «¿Pensáis que importa poco saber qué cosa es cielo y adónde se ha de buscar vuestro sacratísimo Padre? […] Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está que adonde está el rey, allí dicen está la corte. En fin, que adonde está Dios, es el cielo. Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice San Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo» (C 28,1-2).
El cielo no es el lugar al cual vamos cuando morimos; está ya en nuestro corazón, pues «no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites» (M 1,1,1). Dios tampoco es aquel a quien encontramos al final del camino; está con nosotros y dentro de nosotros: así como tiene su morada en el cielo, «debe tener en el alma una estancia adonde sólo Su Majestad mora, y digamos otro cielo» (M 7,1,3). Por eso, «no ha menester [el alma] para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con El» (C 28,2).
Este es el lugar en el que es preciso entrar para encontrarle; porque hacia Dios vamos y con Dios estamos, según el pensamiento de uno de los bestseller de los años 70 (Sincero para con Dios), cuando nos encontramos con El en lo hondo de la vida y de nuestro corazón. Por eso la Santa exhorta a entrar dentro de nosotros mismos: ‘Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (M 2,1,1).
Pero este «entrar en nosotros» para encontrar al Señor, no es simple introspección psicológica; ha de ser en Cristo y por Cristo, en comunión con su misterio redentor, para que el encuentro fructifique en obras de servicio: «El mismo Señor dice: Ninguno subirá a mi Padre, sino por Mí, no sé si dice así, creo que sí; y quien me ve a Mí, ve a mi Padre. Pues si nunca le miramos ni consideramos lo que le debemos y la muerte que pasó por nosotros, no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio, porque la fe sin ellas y sin ir llegadas al valor de los merecimientos de Jesucristo, bien nuestro, ¿qué valor pueden tener? ¿Ni quién nos despertará a amar a este Señor?» (M 2,1,1).
BIBL. T. Alvarez, Estudios teresianos III, pp. 146-148 («El cielo, Iglesia triunfante»).
Ciro García