Para el estudio de la piedad eucarística de T, remitimos a la voz Eucaristía. Aquí trataremos sólo del sacramento de la comunión: primero, en la práctica de T; luego, en su enseñanza espiritual.
1. En la vida espiritual de T la comunión adquiere importancia especial a partir de su conversión; relevancia que se vuelve dramática en su período místico.
Es muy poco lo que sabemos de la práctica de la comunión sacramental en la historia personal de T durante su vida en familia. No nos quedan datos sobre su primera comunión ni sobre su iniciación catequética de infancia. Sus primeras confidencias se refieren ya a los años de iniciación en la oración personal, siendo religiosa, años en que ella lucha contra distracciones y dificultades en la meditación: ‘Si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro’ (V 4,9). Aún no practicaba la comunión diaria (ni siquiera ‘comunión frecuente’, desde nuestros parámetros de hoy). Eran relativamente pocos los días de comunión permitidos por las Constituciones de la Encarnación (cf la rúbrica tercera de las mismas: BMC 9,485). Uno de sus primeros recuerdos emotivos se refiere a la comunión que ella solicita tras los cuatro días en estado de coma (de ‘paroxismo’, dice): ‘comulgué con hartas lágrimas’ (V 5,10). Y quedó en la enfermería conventual ‘comulgando más a menudo… y desearlo’ (6,4). La comunión ‘frecuente’ será uno de los recursos para superar el bache de los años de baja (ib 7). El nuevo confesor, padre Vicente Barrón, la anima a ‘confesar de quince a quince días’ (7,17; 19,12), y como el citado ‘paroxismo’ le ha dejado quiebras de estómago con frecuentes vómitos matinales, para poder comulgar en la misa comunitaria (de la mañana), ella tiene que infligirse un vómito provocado al anochecer del día anterior (7,11). Pero a medida que cultiva su vida de oración, la comunión se va convirtiendo en el momento más intensivo de ésta: ‘cuando comulgaba, como sabía estaba allí cierto el Señor dentro de mí, poníame a sus pies, pareciéndome no eran de desechar mis lágrimas…’ (9,2).
Las cosas cambian radicalmente al iniciar su vida mística. Para ella, no hay vida mística sin Eucaristía. La comunión parece transformarla: ‘No creo soy yo la que hablo desde esta mañana que comulgué. Parece que sueño lo que veo y no querría ver sino enfermos de este mal que estoy yo ahora…’ (16,6; cf 16,2). ‘Siempre tornaba a mi costumbre de holgarme con este Señor, en especial cuando comulgaba’ (22,4). Está convencida de que en la comunión se encuentra real y personalmente con la Humanidad de su Señor (c. 22). Convencida de que comulgar es recibirlo en su ‘pobre posada’ (C 34, 7-8). En la comunión revive con toda intensidad el contenido de las místicas visiones cristológicas: ‘Cuando yo me llegaba a comulgar y me acordaba de aquella majestad grandísima que había visto, y miraba que era el que estaba en el Santísimo Sacramento…, los cabellos se me espeluzaban y toda parecía me aniquilaba’ (V 38,19). Las comuniones le agudizan el amor a El: ‘En acabando de comulgar…, represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma se ve consumir en Cristo…’ (28,8). ‘Viénenme algunas veces unas ansias de comulgar tan grandes, que no sé si se podría encarecer. Acaecióme una mañana que llovía tanto, que no parece hacía para salir de casa. Estando yo fuera de ella, yo estaba ya tan fuera de mí con aquel deseo, que aunque me pusieran lanzas a los pechos, me parece entrara por ellas, cuánto más agua’ (39,22).
En lo sucesivo, los momentos fuertes que jalonan la vida mística de T acontecen a la hora de comulgar. Cuando sobreviene el trance crucial en que sus amedrentados asesores le reducen taxativamente las comuniones (25,4) y le impiden la oración, el Señor interviene: ‘Díjome que les dijese que ya aquello era tiranía’ (29,6). Poco después, ‘habiendo comulgado’, recibe la misión y el carisma de fundadora (32,11). La serie de gracias incisivas que ella va anotando en su cuaderno de Relaciones son prolongación de su comunión (R 26,1; 15,1-4; 47. 49…). Recibiendo la comunión de mano de fray Juan de la Cruz, se le otorga la gracia esponsal del matrimonio místico (R 35; M 7,2,1). Con frecuencia, la comunión tiene eficacia terapéutica, incluso sobre sus achaques físicos: ‘Como con la mano se le quitaban y quedaba buena del todo’ (R 1,23; C 34,6). Es sumamente dramática su última comunión, en el lecho de muerte, ya no referida por ella sino por las religiosas que asisten al acto: ‘¡Hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos!’
2. Su enseñanza. La Santa dedica tres capítulos del Camino de Perfección (33-35) a educar la piedad eucarística en la comunión de sus discípulas. Les habla desde su experiencia personal: ‘Yo conozco una persona… Sé de esta persona que muchos años, aunque no era muy perfecta, cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en su posada el Señor, procuraba esforzar la fe…, desocupábase de todas las cosas exteriores… y entrábase con Él… Considerábase a sus pies… Y, aunque no sintiese devoción, la fe la decía que estaba bien allí’ (C 34, 6-7).
Sin duda, el dato más destacado en su pedagogía de la comunión es el realismo de fe en la real presencia del Señor. Insistirá en que no equivale a la relación psicológica o convencional con una imagen de Jesús: ‘Esto pasa ahora y es entera verdad’ (34,8). No es el momento de retornar a las escenas contadas por el Evangelio, de Jesús en la Pasión o en el Huerto de Getsemaní… La comunión es el presente de todo eso en la interioridad de quien comulga con viva fe y con deseos intensos. Fe, amor, y deseos…, porque la Eucaristía es teofánica: es reveladora del misterio de Jesús. ‘A los que ve que se han de aprovechar de su presencia, Él se les descubre; que aunque no le vean con los ojos corporales, muchos modos tiene de mostrarse al alma… No viene tan disfrazado, que de muchas maneras no se dé a conocer, conforme al deseo que tenemos de verle’ (ib 10.12).
En la Eucaristía, según ella, toca fondo la kénosis de Jesús, en su proceso de abajamiento. En la Eucaristía, él ‘se disfraza’ para hacérsenos más ‘tratable’. Si, tal como está, lo viéramos ‘glorificado’, ‘no habría sujeto que lo resistiese de nuestro bajo natural, ni habría mundo ni quien quisiese parar en él… Debajo de aquel pan está tratable; porque si el rey se disfraza…’ (ib 9). De lo contrario, ‘¡quién osara llegar… tan indignamente!’.
Desde el punto de vista de nuestra oración personal, la comunión eucarística nos ofrece la mejor coyuntura: comulgar es acoger al Señor en la posada del propio ser. Él se deja interiorizar en nosotros, para ahondar nuestra relación con él y facilitar así nuestra oración de recogimiento y de quietud, unificando en él la dispersión de sentidos y potencias. Es también la mejor oportunidad para ‘darle gracias’ y ‘para negociar’, es decir, para presentarle los avatares de nuestra vida y de los hermanos (ib 10).
Como era natural en la piedad de su tiempo y anticipándose a la explosión reparadora de los maestros del siglo XIX, el hecho de las profanaciones del Sacramento se le convierte a ella en estímulo sumo de reparación. Lo deja fluir explosivamente en sus oraciones al Padre Eterno, que ‘consiente’ tales desacatos a costa de su hijo presente en la Iglesia. Es todo un idilio el relato que hace a sus monjas del peligro en que estuvo la Eucaristía con ocasión de su fundación del Carmelo de Medina (F 3).
Eso mismo la lleva a extremar en la comunión la oración por la Iglesia. Se la inculca apasionadamente a las lectoras del Camino (c. 35). En una especie de sinaxis improvisada, T las convoca y las enrola en una espontánea prez eucarística, que comienza: ‘Padre Santo, que estás en los cielos… alguien ha de haber que hable por vuestro Hijo… Seamos nosotras, hijas, aunque es atrevimiento siendo las que somos…’
Y concluye presentando al Señor ‘este pan sacratísimo, y aunque nos le disteis, tornárosle a dar, y suplicaros, por los méritos de vuestro Hijo…, se sosiegue este mar: no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia’ (35,5).
A nivel bien distinto, en la codificación de la vida de las carmelitas, Teresa extendió, todo lo posible entonces, el número de comuniones en las comunidades de sus Carmelos. Dedica al tema el capítulo 2º de las Constituciones, con el título ‘Qué días se ha de recibir al Señor’. Siempre partidaria de ampliar ese número en lo posible. Cuenta su primer biógrafo, Ribera: ‘Fuera de aquéllas [de las Constituciones] mandó que cada monja comulgase todos los años el día en que tomó el hábito y en el que hizo profesión… Y para que se supiese su voluntad, una vez que se lo preguntaron pidió tinta y papel y lo escribió y firmó de su nombre. Y es esto certísimo…’ (La Vida de la Madre Teresa…, IV, 12, p. 424). Aún hoy se conserva ese apunte de la Santa (A 2). Eucaristía.
BIBL. D. de Pablo Maroto, Espiritualidad eucarística según santa Teresa, en «VidaSobr.» 66 (1986), pp. 321-336; Id., Vida eucarística de Santa Teresa en el siglo de las Reformas, Madrid, 1990.
T. Alvarez