La conversión del hombre a Dios reviste gran importancia en la historia y en la doctrina de Teresa. Su primer libro Vida es en el fondo la historia de su conversión. Cuando lo escribe, a los cincuenta años, tiene la conciencia (incluso psicológica) de una gran pecadora convertida. De conversión tardía y reiterada: ‘no he hallado santo de los que se convirtieron a Dios con quien me consolar; porque… después que el Señor los llamaba, no le tornaban a ofender. Yo no sólo tornaba a ser peor…’ (prólogo 1; cf 9,7; 19,5.10…).
Cuenta su conversión en el cap. 9 de su autobiografía: determinada por el encuentro patético con una imagen de Jesús (9,1) y por la lectura de las Confesiones de san Agustín (9,7). Se siente identificada con el Santo de Hipona (9,8), e igualmente con la Magdalena (9,2-3), dos grandes convertidos. Tras un largo drama interior, Teresa llega por fin a ‘poner toda su confianza en Dios y perderla de todo punto de mí’ (8,12; 9,3). De suerte que rendirse a los reclamos de Dios, poner en El toda su confianza y arrancarse a sí misma una ‘determinada determinación’ fue el engranaje material de su conversión, ocurrida a los 39 años de edad (1554). Toda su vida lamentará ese retraso, hasta osar pedirle a Dios que le devuelva el tiempo perdido (E 4,2). Pero a la vez toda su vida insistirá en una exaltante acción de gracias por la misericordia de Dios que tuvo para ella: ‘Bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia’ (M 3,1,3). Porque en definitiva, sobre Dios revierte toda la obra de la conversión: ‘no pueden faltar sus palabras, que en arrepintiéndonos de veras y determinándose a no le ofender, se torna a la amistad que estaba y a las veces mucho más, si el arrepentimiento lo merece’ (V 8,5: cf Ecl 14,3).
Por su parte, Teresa ha llegado a vivir ‘un arrepentimiento grandísimo’ (V 6,4). Incluso en lo alto de su experiencia mística vive intensamente con dolor y gratitud el recuerdo de sus pecados (M 6,7,2; R 4,17) en una especie de conversión permanente e intensiva: ‘El dolor de los pecados (en ella) crece más, mientras más recibe de Dios’ (M 6,7,1; cf 6,3,17).
Entre las devociones de la Santa, destaca su afecto especial por los santos convertidos. Ella misma dice que su ‘mucha afición’ a san Agustín es ‘también por haber sido pecador, que en los santos que, después de serlo, el Señor los tornó a Sí hallaba yo mucho consuelo’ (V 9,7). Igual motivo alegará para explicar su simpatía por el Rey David (V 16,3). En la lista de sus santos preferidos figuran los siguientes ‘santos/as convertidos’: el rey David, san Pedro y san Pablo, san Agustín y san Jerónimo, la Magdalena y santa María Egipcíaca. Ella misma afirmará su afecto y admiración por los santos que ‘convirtieron almas’: ‘mucha más devoción me hacen y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecieron’ (F 1,7). Lo repetirá en las Moradas, recordando especialmente ‘los millares que convertían los mártires, ¡una doncella como santa Ursula!’, y los grandes fundadores de órdenes religiosas, como santo Domingo, san Francisco, y ‘ahora el Padre Ignacio, el que fundó la Compañía’· (M 5,4-6). También ella tuvo la suerte de mediar en numerosos episodios de conversión. En el relato de Vida recuerda la historia del cura de Becedas (V 5,4-6), la no menos dramática de otro sacerdote (V 31,7) o los episodios de García de Toledo (34, 6-11), o de Pedro Ibáñez (33,4-6…).Otro episodio familiar, lo contará en el libro de las Fundaciones (16,6-7), libro que había comenzado narrando el episodio del encuentro con el P. Alonso Maldonado y ‘los millones de almas’ que en las Indias Occidentales esperaban el anuncio del Evangelio y la conversión. Biografía.
BIBL. J. I. Ugarte, La segunda conversión. Estudio de la renovación de la vida espiritual en Santa Teresa, Lima 1979; E. Llamas, San Agustín y la conversión de Santa Teresa, en «Agustinus» 32 (1987), 385-415.
T. A.