En los escritos de T, como en la tradición espiritual cristiana, la cruz es realidad y símbolo. Realidad histórica, la cruz en que Jesús murió ‘muerte de Cruz’ (Fip 2, 8). Realidad objetiva materializada en las cruces que recuerdan a aquélla y a la vez la simbolizan: la cruz como señal del cristiano. Y, a su vez, prolongación y símbolo retrospectivo de la cruz de Cristo son los sufrimientos que sellan y acrisolan la vida del creyente, en cuanto aceptados en mística simbiosis con el Crucificado. Las dos cosas, realidad y símbolo, han sido celebradas por T en sus poemas. Seguiremos ese esquema en la siguiente exposición.
1. La cruz en la base de la experiencia mística de Teresa
En la liturgia anual carmelita del tiempo de la Santa, revestían carácter especial la celebración del Viernes Santo y la fiesta de la Exaltación de la santa Cruz (14 de septiembre). La primera, porque la liturgia carmelita seguía el rito jerosolimitano (‘rito del Santo Sepulcro’ o de ‘La Pasión’: cf MHCT, 3, doc. 295), y porque T vivía con especial intensidad el final de la Semana Santa (cf R 15). La fiesta de la Exaltación de la Cruz, porque en ella comenzaba para la comunidad carmelita la preparación penitencial a la Pascua del Señor. Cuando ella fomente el nuevo estilo festivo de vida en sus Carmelos, festejará con alegría y poemas celebrativos de la Cruz la llegada de esa fiesta.
Pero ya antes la Cruz del Señor había entrado en la vida de T. No sólo porque en su tiempo presidía los altares, las viviendas y los cruceros de los caminos (recuérdese el de los ‘Cuatro Postes’, a la salida de Avila, por donde ella emprendería de niña la fuga a tierra de moros (V. 1, 4); sino porque de hecho impregnaba lo hondo de la religiosidad popular y, en el caso de T, la piedad familiar. Uno de sus primeros recuerdos es el de la devoción de su padre, don Alonso, a la cruz de Jesús: enfermo de su postrera enfermedad, ‘algunas veces le apretaba tanto (el dolor de espaldas), que le congojaba mucho. Díjele yo que, pues era tan devoto de cuando el Señor llevaba la cruz a cuestas, que pensase Su Majestad le quería dar a sentir algo de lo que había pasado con aquel dolor’ (V 7, 16). Idea que reaflora más tarde con toda fuerza en la pedagogía de la Santa.
A nivel mucho más profundo el misterio de la cruz de Jesús penetra en la experiencia mística de T. En los comienzos de esa su experiencia fue determinante el drama provocado por los teólogos asesores, malos consejeros, que la obligaron a rechazar las visiones cristológicas haciéndoles muecas groseras: ‘mándanme que ya que no había remedio de resistir, que siempre me santiguase y diese higas…’ (V 29, 5). Cuando la repugnancia de ella a ese gesto llega al colmo, T opta por sustituir las higas con la cruz: ‘Dábame este dar higas grandísima pena… Y por no andar santiguándome, tomaba una cruz en la mano…’ (ib 6). Es el momento en que sobreviene lo inesperado: ‘Una vez, teniendo yo la cruz en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la suya, y cuando me la tornó a dar, era de cuatro piedras grandes muy más preciosas que diamantes, sin comparación, porque no la hay casi a lo que se ve sobrenatural… Tenía las cinco llagas de muy linda hechura. Díjome que así la vería de aquí adelante, y así me acaecía… Mas no la veía nadie sino yo’ (V 29, 7. Comenta el primer biógrafo de T, padre Ribera: ‘Ansí aconteció a santa Catalina de Sena, como cuentan fray Raimundo y san Antonino, que la metió el Señor en el dedo un anillo de oro y perlas y se le quedó en el dedo, pero sólo ella le veía y no los demás’: Vida de la M. T., 1, c. 13, p. 86; cf Glanes, p. 19). Místico rito esponsal con el Crucificado, que culminará años más tarde con la entrega del clavo del Crucificado, ‘en señal que serás mi esposa’ (R 35).
A ese mismo contexto de experiencias místicas pertenece la reacción de T frente a los miedos de diabolismo que le inculcan los teólogos en términos esperpénticos: ‘siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden hacer (los demonios)?… Tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimo…, que no temía tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos’ (V 25, 19).
En realidad, la experiencia de la cruz introducía a T en la experiencia del Crucificado (V 29, 4; 33, 14; 38, 14), de sus llagas (R 15; V 35, 2; 36, 1; 39, 1), de su Pasión y sufrimientos (R 26, 1; 36, 1), de su Humanidad (V 22). De ahí su consigna: ‘los ojos en el Crucificado, y haráseos todo poco’ (M 7, 4, 8; C. 2, 1).
2. La cruz del Crucificado
En tiempo de la Santa era normal e ineludible la formación a la oración y meditación a base de la Pasión de Jesús. No parece que ella haya conocido la práctica del Viacrucis, que adquirirá su forma definitiva en el siglo siguiente. Sin embargo, para T el misterio de Jesús cargado con la cruz, caído bajo el peso de la cruz, colgado en la cruz, muerto en la cruz… ha constituido parte de su propio camino espiritual y pasó a ser el contenido principal de su itinerario de oración. Los momentos más recordados por ella son a la vez históricos y simbólicos: ayudarle a llevar la cruz con el Cireneo (V 27,13), no dejarle caer bajo la cruz (11,10; C 26,5); estar al pie de su cruz como san Juan (25,5), o como la Virgen (Conc 3,11); ceder al asombro ante el silencio de Jesús que clavado en la cruz no se queja ni siquiera a su madre la Virgen: ‘pues con razón se quejara a su madre…: siempre nos consuela más quejarnos a los que sabemos sienten nuestros trabajos y nos aman más’ (Conc 3,11). Y por fin la muerte de Jesús en la cruz: ‘mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz’ (M 5,3.12).
En su glosa a los Cantares, T recogerá la tradicional identificación de la cruz de Jesús con el manzano del epitalamio bíblico: ‘entiendo yo por el manzano el árbol de la cruz, porque dijo en otro cabo en los Cantares: debajo del árbol manzano te resucité, y un alma que está rodeada de cruces de trabajos y persecuciones, gran remedio es para no estar tan ordinario en el deleite de la contemplación’ (Conc 7,8). ‘¡Cómo baja sus ramas este divino manzano, para que unas veces las coja el alma considerando sus grandezas y las muchedumbres de sus misericordias que ha usado con ella, y que vea y goce del fruto que sacó Jesucristo Señor nuestro de su Pasión, regando este árbol con su sangre preciosa con tan admirable amor!’ (ib 5,5).
Es probable que ese simbolismo ‘manzano-cruz’ lo haya recibido T del primer magisterio oral de fray Juan de la Cruz, quien al comentar en el Cántico Espiritual el pasaje de los Cantares escribirá: ‘Debajo del manzano, entendiendo por el manzano el árbol de la cruz donde el Hijo de Dios redimió y… se desposó con la naturaleza humana, y consiguientemente con cada ánima’ (CA 28,2: con pequeños matices variantes en en CB 23,3).
Ya en los años iniciales de su experiencia mística, cuando a T le arrebataron por decreto sus libros espirituales, el Señor le había prometido: ‘No hayas miedo, yo te daré libro vivo’. Y el libro vivo fue para ella el Crucificado: ‘¿Quién ve al Señor cubierto de llagas y afligido con persecuciones que no las abrace y las ame y las desee?’ (V 25, 5). Libro vivo es una versión original del bíblico ‘libro de la vida’ (A 3,5; 20,15…). Otros pasajes bíblicos de que se alimenta la piedad de T son: la palabra de Jesús ‘toma tu cruz y sígueme’ (V 15,13); o el texto de san Pablo: no gloriarse sino en la cruz del Señor (cta 279), o la experiencia testificada por el mismo Apóstol: ‘me acordaba de lo que dice san Pablo, que está crucificado al mundo…’ (V 20, 11).
Pero, sobre todo, T ha leído y meditado innumerables veces la Pasión de Jesús: desde los años en que ‘era tan recio mi corazón, que… si leyera toda la Pasión no llorara una lágrima’ (V 3,1), hasta los años de su conversión en que ‘si comenzaba a llorar por la Pasión, no sabía acabar’ (M 4,1,6).
3. La señal de la Cruz
También T es humilde testigo de la religiosidad popular en el afecto y veneración de la cruz y las cruces que materializaban entonces más que ahora la cruz histórica de Jesús. Es fácil documentar en sus escritos varias de esas prácticas populares, adoptadas sin remilgos por una mística como ella:
T lleva siempre en su rosario una gran cruz, que utiliza, como hemos visto, en sus pseudo-exorcismos antidiabólicos (V 29,7). Está convencida, como la gente sencilla de su tiempo, del poder de la cruz contra las asechanzas del demonio (V 25, 19; 31,4.10…).
Es amiga de santiguarse (hacer la señal de la cruz sobre sí misma). Recuerda que lo hacía desde niña antes de dormir (V 9,4). Aconseja hacerlo al comenzar la oración (C 26,1). Santiguarse es, para ella, gesto de invocación o de simple asombro (V 37,9). Pero lo mismo para ella que para la religiosidad popular, el acto de santiguarse era un reconocimiento del poder salvador de la cruz de Jesús. ‘Todos los males destierra’; bajo su amparo ‘el más flaco será fuerte’, cantará ella en sus poemas.
En la primera visita al convento de Duruelo, ‘portalito de Belén’ según ella, la encanta la pobre y desnuda cruz que adornaba la ‘ermitilla’: ‘Nunca se me olvida una cruz pequeña de palo que tenía para el agua bendita, que tenía en ella pegada una imagen de papel con un Cristo que parecía ponía más devoción que si fuera de cosa muy bien labrada’ (F 14,6). También ella haría poner una gran cruz de madera desnuda por todo ornamento en cada celda de sus carmelos.
Aunque no viajó a Caravaca, veneró y llevó consigo una pequeña reproducción de la famosa ‘Cruz de Caravaca’. Hizo llegar también otra reproducción de la misma a su amiga D.ª Luisa de la Cerda (cta 158,6).
T también compartió la sencilla devoción popular en su último viaje de fundadora, al llegar a Burgos. En toda Castilla era famoso el Santo Cristo de Burgos. Ya al planear el viaje de Palencia a la capital de Castilla, había incluido en su agenda la visita al ‘Crucifijo de ese lugar’ (cta 430,3). Y al llegar a la ciudad, aunque empapada de agua y de frío, fue ‘lo primero ver el Santo Crucifijo, para encomendarle el negocio’ de la fundación (F 31,18).
4. Cómo llevar la cruz de Cristo en la propia vida
Además de realidad y misterio, la cruz es para T una lección de vida. ‘En la cruz está la vida’, es el primer verso de uno de sus poemas. Lección plena, de alcance universal. De ascesis y de mística.
En el plano ascético, es fundamental la aceptación de las cruces que no pueden faltar en la vida. Lo mismo que ocurrió a Jesús. Se lo inculca al principiante en los capítulos dedicados al primer grado de oración (V 11-13). Pero la consigna vale para todo el camino espiritual: ‘…primeros, medianos y postreros (=principiantes, aprovechados y perfectos) todos llevan sus cruces, que por este camino que fue Cristo han de ir los que le siguen’ (V 11,5). Condición indispensable para una buena puesta en marcha del principiante es la determinada determinación de llevar con El la cruz y seguirlo ‘hasta muerte de Cruz, y que esté determinado a ayudársela a llevar y a no dejarlo solo con ella. Quien viere en sí esta determinación, no, no hay que temer’ (ib 12). Insistirá: ‘Es gran negocio comenzar las almas… desasidas de todo género de contentos, determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo, como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su rey…’ (15,11). A las jóvenes lectoras del Camino se lo reitera haciéndolas confrontarse con la cruz de Jesús, de suerte que ‘la que no quisiere llevar cruz sino la que le dieren muy puesta en razón, no sé yo para qué está en el monasterio’ C 13,1; cf 10,11).
Es revelador el episodio acaecido al final de su vida (mayo de 1582). En el Carmelo de Soria había ingresado una joven de la alta nobleza navarra, tras llevar a cabo un gesto realmente heroico. En el noviciado la sorprende un período de sequedades y nuevas pruebas familiares. La novicia se las comunica a la Santa. Y ésta le responde: ‘Ninguna pena de eso tenga. Préciese de ayudar a llevar a Dios la cruz, y no haga presa en los regalos, que es de soldados civiles querer luego el jornal. Sirva de balde como hacen los grandes al rey. El del cielo sea con ella’ (cta 449,4).
La interesada era Leonor de Ayanz y Beamonte. El lema fundamental de la ascesis teresiana es: determinada determinación de ayudar a Cristo a llevar su cruz, abrazando las que surgen en la propia vida.
‘Ayudar a Cristo a llevar la cruz’ es a la vez la célula germinal de la mística de la cruz, presente en la experiencia y en el magisterio de la Santa. Ya al proponer esa consigna al principiante, le advierte que será válida para todo el camino espiritual: ‘Ayúdele a llevar la cruz, y piense que toda su vida vivió (Cristo) en ella, y no quiera acá su reino… Y así se determine, aunque para toda la vida le dure esta sequedad, no dejar a Cristo caer con la cruz’ (V 11,10).
Pero tanto ella como sus lectores tendrán que penetrar en lo hondo del misterio de la cruz, culmen del proceso de abajamiento del Verbo Encarnado y consumación de su obra redentora. Muerte por amor y dolor. Dolor y amor que se compenetran. Pero de suerte que el amor sea la medida de la capacidad de dolor. No sólo en la Pasión de Jesús sino en la capacidad de compartir su cruz por parte de sus seguidores. ‘Estos son sus dones (los de Dios): da conforme al amor que nos tiene. Al que ama más, da de estos dones más; a los que menos, menos… A quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por El. Al que amare poco, poco… La medida del poder llevar gran cruz o pequeña es el amor’ (C 327; cf M 4,2,9).
Desde esa experiencia del misterio de la cruz, en dolor por amor, a T le sobrevinieron dos grandes sorpresas. La primera, que el Crucificado pudiera darle sus sufrimientos: dárselos, en propiedad, a ella para que los presentara como propios al Padre. La segunda, que en ella surgiera y creciera hasta el extremo de lo posible el ‘deseo de padecer’ por y con Cristo. Baste documentar uno y otro aspecto:
El hecho primero lo refiere T en uno de sus apuntes íntimos, Relación 51. Escucha esta palabra interior: ‘… lo que yo tengo es tuyo, y así te doy todos los trabajos y dolores que pasé, y con esto puedes pedir a mi Padre como cosa propia’… Desde entonces miro muy de otra suerte lo que padeció el Señor, como cosa propia, y dame gran alivio’. Cuando ella redacte, dos años después, el Castillo Interior, recordará ese hecho místico a la altura de las moradas sextas, enmarcándolo en la experiencia de la propia pobreza: ‘…estaba muy afligida delante de un crucifijo, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios… Díjole el mismo Crucificado, consolándola, que El le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión, que los tuviese por propios, para ofrecer a su Padre…’ (M 6,5,6).
La segunda sorpresa, fue el irreprimible deseo de padecer, más sorpresivo y quizás paradójico para nosotros que para el místico. Para éste y para T lo normal en el camino de ‘ayuda al Señor con la cruz’, es que surja el deseo de compartirla con El y por El, en la alternancia creciente de amor y dolor. Teresa lo documentará por última vez al final del Castillo al describir la situación de quien ha llegado a la última morada:
Vive ya ‘con un deseo de padecer grande, mas no de manera que lo inquiete, como solía…’ (M 7,3,4). Muy en contraste con la conclusión del relato de Vida, donde uno de sus oraciones culminantes era: ‘Señor, o morir o padecer: no os pido otra cosa’ (V 40,20).
En ese proceso de inmersión en el misterio de la cruz las dos últimas connotaciones serán: la necesidad absoluta de configurarse con el Siervo de Yahwé (M 7,4,8); y la seguridad del valor y dignidad añadidos a los más mínimos actos humanos por la incorporación a la cruz de Jesús (M 7,4,15, ya en la conclusión del libro). ‘¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quienes, señalados con su hierro que es el de la cruz…, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue, que no les hace ningún agravio ni pequeña merced’ (ib n. 8).
5. Poemas a la cruz de Jesús
En el exiguo florilegio de poemas teresianos que han llegado hasta nosotros, hay al menos tres dedicados a la cruz de Jesús. Los tres literariamente exquisitos y de profundo contenido espiritual y teológico. Además de ellos, la cruz está presente en varios otros poemas de la Santa.
Probablemente, los tres primeros (numerados: 18, 19 y 29) fueron compuestos por ella para celebrar la fiesta de la Exaltación de la Cruz en las recreaciones que tenían lugar como preparación al subsiguiente tiempo de ayunos, que comenzaban en esa fecha. Poemas festivos, por tanto, pero de intensa vibración poética y con clara referencia autobiográfica.
El poema primero (n. 18) comienza con el estribillo: ‘Cruz, descanso sabroso de mi vida / vos seáis la bienvenida’. La imagen central, ‘cruz-bandera’, con que celebra el ‘triunfo’ de Jesús por la cruz, es eco prolongado del himno litúrgico ‘Vexilla Regis prodeunt / fulget crucis mysterium’. Los versos de la Santa retienen el tono de ese himno marcial, pero con matices intimistas, que permiten a la autora dialogar con la cruz: ‘vos fuisteis la libertad / de nuestro gran cautiverio’.
El segundo poema (n. 19) es quizá el más original del poemario teresiano. ‘Canto de cisne’ de la autora, según su editor crítico Angel C. Vega. Casi todas sus estrofas están inspiradas en el bíblico Cantar de los Cantares. Comienzan con la letrilla: ‘En la cruz está la vida’. Sigue cada una de las estrofas inspirada en un motivo bíblico: ‘En la cruz está el Señor / de cielo y tierra’ (estrofa primera). La cruz es ‘la palma preciosa’ de los Cantares (estrofa segunda). Ella es ‘la oliva preciosa’ (estrofa tercera), también de los Cantares, que siguen inspirando la estrofa cuarta: ‘Es la cruz el árbol precioso / y deseado’. Hay un eco del Apocalipsis (o del Génesis) en la siguiente: la cruz es el ‘árbol de vida’. Y por fin la estrofa última contiene un eco del pensamiento paulino: ‘En la cruz está la gloria / y el honor’… Todo un sartal de motivos bíblicos poéticamente engarzados.
El poema tercero es un canto de victoria al triunfo de la cruz, a modo de epinicio místico. Grito de guerra y de paz. La letrilla inicial habla de militancia, banderas, paz y tierra. La bandera es la cruz. Capitán fuerte, el crucificado. Militantes son las destinatarias del poema: las carmelitas y la autora. ‘No haya ningún cobarde / aventuremos la vida’. El triunfo de la cruz es la muerte del crucificado, que ‘se ofrece a morir en cruz / por darnos a todos luz’. Las dos primeras estrofas cantan la gesta de la cruz. Las otras dos son el grito de llamada en pos del Crucificado. Terminan: ‘Sigamos estas banderas / pues Cristo va en delantera’.
La Santa introdujo el tema de la cruz en varios otros poemas: números 20, 22, 26, 30 y 31. Pero le dedicó íntegro el poema 21 al apóstol san Andrés, que muere enamorado de la cruz de Jesús. La última estrofa pone en boca del Apóstol un remedo del himno litúrgico ‘Salve, crux pretiosa’. Dice así:
‘¡Oh cruz, madero precioso,
lleno de gran majestad!
Pues siendo de despreciar,
tomaste a Dios por esposo,
a ti vengo muy gozoso,
sin merecer el quererte:
esme muy gran gozo el verte’.
T. Alvarez