Acostumbrados a ver a T de J. como una mística singular, rica en sabiduría y experiencia sobrenatural, un mediano conocedor de sus escritos puede extrañarse de que al hablar del dinero los dineros tenga también una palabra propia.
Pero una simple lectura de sus obras nos revela una T que, por profundamente humana, se mueve en un mundo complejo de dineros y «negocios», de modo que su palabra y conocimiento de los mismos tiene su origen en su experiencia. Los dineros forman parte de la trama de su vida, especialmente de los 20 últimos años, su etapa fundacional, según acredita el libro de las Fundaciones y su epistolario. Para mejor comprensión del tema y su vivencia personal podemos afrontarlo en tres apartados.
A) Valor social del dinero
Nacida en el seno de una familia hidalga, pronto advierte T el valor no sólo monetario del dinero; es el dinero quien traza la raya que divide y separa a ricos y pobres definiendo su condición social. Y de momento, como es natural, nace su estima por el mismo. Primero, a tenor de sus recuerdos, como modo incluso de ayudar a los pobres: «Hacía limosna como podía y podía poco», confiesa ingenua (V 1,6). Pero también, siendo sincera, como medio de alcanzar sus caprichos, imposibles sin el dinero, que es el que le permite alimentar sus gustos de galas «con mucho cuidado de manos y cabellos y olores y todas las vanidades que en esto podía tener» (V 2,2,). Así que recordando con ironía este tiempo, dirá admirando la riqueza de una imagen de la Virgen que le envía su hermano desde América: «si fuera el tiempo que yo traía oro, hubiera harta envidia de la imagen» (cta 1,3).
Y es también, quizá, de esta hora del disfrute de donde parte ese convencimiento que luego asentará la experiencia de que el dinero constituye la base de esos otros bienes, tan codiciados en la sociedad, como son la honra, el poder, el prestigio. «Honras y dineros siempre andan juntos» (C 2,6) dirá luego. Tan juntos que «quien quiere honra no aborrece dineros y quien los aborrece se le da poco de la honra. Esto de honra siempre trae consigo algún interés de rentas o dineros» (Ib). Sí, basta mirar a los lados para ver que «por maravilla es honrado el pobre», hasta el punto de que el reconocimiento de la persona misma, y su valía, depende de los bienes que ostenta o derrocha y no de otros méritos y valores personales de mayor calado, «acá no se hace cuenta de las personas para hacerlas honra, por mucho que merezcan, sino de las haciendas» (C 22,4), recordará T
Más aún, esta apreciación no es puramente mundana. Hasta en la vida religiosa, marca las mismas radicales diferencias que en la sociedad, como ella comprueba en la Encarnación donde las monjas ricas tienen buena celda, la comida asegurada y aún criadas a su servicio, mientras las pobres malviven con carencias llamativas. Y allí vive, contenta, durante 27 años.
La creciente experiencia, sin embargo, que va teniendo de las cosas sobrenaturales a partir de su conversión, la lleva al descubrimiento de lo efímero del dinero y su comparsa: la honra, los privilegios, el poder. Y es que nada de esto tiene valor si se lo compara a la riqueza y señorío espiritual que aporta el trato con Dios. Con lo que poco a poco se distancia de esta estima del dinero y más aún de su valoración social tan en boga. «Ríese, dice de sí misma, del tiempo en que tenía en algo los dineros» (V 20,17). «Con qué amistad se tratarían todos, si faltase interés de honra y de dinero», añade aguda.
Pero T vive siempre tan ceñida al suelo que sabe que no puede prescindir del dinero. De ahí que, a pesar del aborrecimiento que le nace, mientras sueña y perfila su convento de San José, una de sus primeras preocupaciones es buscar la renta, puesto que el dinero da seguridad y así podrán las monjas vivir más despreocupadas, dice como pretexto. Y así se lo aplauden las razones de los teólogos (V 35,4). Pero el encuentro con María de Jesús, la beata granadina y la intervención de fr. Pedro de Alcántara, y las reconvenciones del Señor le llevan a optar por la pobreza absoluta del vivir de limosna y no de rentas, haciendo confirmar su deseo con la Bula de pobreza que solicita y obtiene de Roma. Ideal que sólo quebrará cuando las circunstancias mandan otra cosa y en aras de un bien superior como es el de no privar de sus Fundaciones, a aquellos lugares pequeños en los que no es previsible la limosna, pero sí se puede asegurar la renta mediante el patronazgo de algún bienhechor.
B) El dinero de cada día
Y es curiosamente al llegar a ese momento culminante de despego del dinero, que mantendrá como tónica, cuando se inicia ese nuevo período de su vida en que más tendrá que rozarse con los dineros, como ella misma confiesa: «a tiempo que tenía aborrecidos los dineros y negocios, quiere el Señor que no trate de otra cosa» (cta 2,12). Y es que empieza su actividad de fundadora que le ata al manejo y al uso del dinero, aunque partiendo siempre, eso sí, de esa experiencia que es privilegio del pobre: las penurias económicas, de cuyos ahogos sólo le salvan las ayudas providenciales de los amigos.
Así fue desde la primera fundación que salva el socorro de su hermano D. Lorenzo que le envía desde Quito el dinero necesario, aunque ignora su necesidad. Hasta la de Burgos, que sostiene la generosidad sin límites de D.ª Catalina de Tolosa (F 31,29,48).
En realidad no hay fundación, exceptuada la de Soria, en la que T no tenga que luchar a vueltas con el dinero. Ella prefiere, de entrada, alquilar la vivienda, entre otras cosas porque no suele tener dinero para comprarla (F 21,2), pero también para buscar luego con mayor libertad la que resulte más adecuada. Luego le preocupa la subsistencia de las monjas, y quiere asegurar su presupuesto reducido, merced a su trabajo y su sobriedad. Pero aún así, siempre acaba necesitando dineros.
Y fiel a sus ideales, la Santa propugna una pobreza real, que conlleva el vivir a merced de las limosnas (F 9,2). De ahí que prefiere los lugares grandes y de medios económicos: Medina, Sevilla, Burgos, etc., emplazando la casa en sitio oportuno que no resulte lejano para los bienhechores (F 10,6).
No obstante cuando la oportunidad o solicitudes inexcusables, como la de D.ª Luisa de la Cerda, le llevan a fundar en lugares pequeños, T se aviene a fundar con renta, exigiendo que la tengan «tan bastante que no hayan menester las monjas a sus deudos ni a ninguno, sino que de comer y vestir la den todo lo necesario en la casa y las enfermas bien cuidadas» (F 20,13).
En este ajetreo habitual de fundar y preveer el futuro económico de los conventos, la Santa vivirá inmersa en un mundo de asuntos materiales cuyo trasfondo es siempre el dinero. Desde cómo hacer efectivo el oro que su hermano envía «milagrosamente» hasta preocuparse de cuál ha de ser la dote de cada monja que ingresa, no sin advertir que su falta no impida el recibir a quien tiene vocación y cualidades. «Jamás he dejado de recibir una monja por falta de dinero, dice, como me contentase lo demás» (F 27,13). Pero se huelga cuando aparece alguna pretendiente adinerada, como Ana de la Madre de Dios, en Segovia (F 16,2) o la de las «barras de oro» que se propone asegurar María de San José en Sevilla.
Y por supuesto, en medio de estos cuidados: las herencias, los pleitos. Primero los de los monasterios mismos, como Valladolid o Toledo, luego los de las monjas, como en Beas o Caravaca… Y por si fuera poco cae sobre sus espaldas el largo conflicto de la herencia de su hermano D. Lorenzo, del que es maestra espiritual, consejera económica y albacea. (cta 254,6).
Sobre los pleitos baste el recordar el mantenido con Pedro de Lavanda en Salamanca o los más modestos con los frailes franciscanos, mercedarios o los canónigos de Segovia, siempre resueltos, eso sí, a base de «dineros».
Por otra parte, la extensión de la Reforma, especialmente entre los frailes trajo consigo nuevos pleitos y apuros económicos, cuya solución recayó también sobre T que no se amilana y dice: «Si se puede hacer la provincia a costa de dineros, Dios los dará» (cta 82,9). Pero no espera que estos dineros caigan llovidos del cielo, sino que pone su afán en agenciarlos, diciendo que si «estos dineros fueran para comérmelos yo, no los tuviera en más» (cta 277,2). Y así contesta agradecida si los recibe: «harta misericordia es que sean los dineros parte para tanta quietud» (cta 375,4).
Otras veces, acude a solicitar préstamos, como escribe a la priora de Valladolid, rogando busque «quien le preste algunos reales, mientras me pagan lo de mi hermano» (cta 267,5), y aconsejando que lo hagan en sus conventos, si es necesario.
Como es natural, en esta cita abundante de dineros, que no hacemos más que aludir, y de la que rebosa su epistolario, existe todo un repertorio de nombres propios y del valor de las monedas de su tiempo, y que gracias a su testimonio podemos recomponer. Por una parte está el ORO, como símbolo y valor supremo del dinero. Algo real, que le envía su hermano D. Lorenzo: «Antonio Morán se ha aventajado en traer más vendido el oro, y a su costa» (cta 1,6). También como algo simbólico, como al decir que las casas en Salamanca se cotizan a «precio de oro» (cta 162,14). En ocasiones aparece el oro acompañado de las joyas que adornan imágenes o regalos, y que suponen la cúspide la riqueza, y que sólo en contadas ocasiones ha alcanzado, con la dote o herencia de alguna religiosa, y que ella dedica al culto.
Luego aparecen las monedas de dinero contante y sonante. El ESCUDO de oro y el DUCADO; como monedas de mayor precio (350 ó 375 maravedís respectivamente) y que sirven para referir el precio de las grandes cantidades o las pingües limosnas. Así 1.000 ducados es la renta que lega D.ª Beatriz en Soria. 12.000 ducados cuesta la casa de Toledo y 1.000 redimir el censo de la de Salamanca. Y con 50 ducados que pide prestados en Malagón se prepara para el viaje a Beas (cta 78,2). Pero tampoco el ducado da mucho de sí. Dos o tres tenía cuando empieza la fundación de Toledo, amén de los dos jergones y una manta, y con ellos apenas compra dos cuadros, quedando en pobreza tan absoluta «que ni una seroja tenían para asar una sardina» (F 15,13). Moneda más inferior es el REAL de plata, (unos 30 maravedíes).
La moneda base es el MARAVEDI, que alcanza cifras millonarias cuando se trata de la compra o alquiler de las casas. En maravedís se anotan las humildes cuentas de todos los días, como podemos aún ver en el libro de gastos de Medina. Pero hasta éstos faltan en ocasiones. «Ya estaríamos en la casa de Segovia, si no fuera por estos negros 3.000 maravedís» (cta 260, 4), dirá con pena.
Y más abajo aún en categoría, está la BLANCA medio maravedí, con la que ella expresa en su lenguaje, lo sumo de la pobreza. Estar sin blanca es como no tener nada, y así solía estar ella… «sólo una blanca nos había sobrado del gasto del camino», dirá a su llegada a Sevilla (F 24,17). También aparece en sus escritos como sinónimo de pocos dineros. Esta tenía «unas blanquillas», dice de Isabel de Jesús, la postulante de Avila (F 2,2,).
Pero aún existe en la Santa la referencia a una moneda más ínfima, ya sin valor ni curso legal, pero que expresa precisamente por eso, el valor mínimo, de una cosa. Es el CORNADO, que ella aún hace más humilde, llamándole cornadillo (cta 333,4).
Hablando de dineros, también hay en los escritos teresianos referencia a otros términos económicos en uso, como son los CENSOS y JUROS, valor o contribución que hay que pagar para adquirir libre de cargas una propiedad, como la casa en que funda en Segovia, sobre la que tenía un censo el Cabildo (F 21,8) o las que compra en Sevilla.
Sabedora por experiencia del valor del dinero, acierta a darle el justo. No le importa pagar más de lo que vale, si asegura lo que ve conveniente para una fundación, como en Sevilla. Pero se niega a pagar tanto, cuando intuye algo de chantage en la demanda, como al subir el precio estipulado en las casas de Palencia, por lo que cancela el trato.
Resulta, pues, evidente el realismo y naturalidad con que se mueve T entre los dineros y los negocios, y la habilidad que parece le viene de casta, para dominar airosa los trances económicos.
C) La espiritualidad del dinero
Debemos añadir una palabra que hace más singular la relación de T, con el dinero. Y es que ella, acostumbrada por gracia a trascender todo lo que toca, convierte también los bienes económicos, el dinero, en punto de referencia espiritual, y de su misma relación con Dios, al que llama gozosamente «Señor de rentas y renteros» (C 2,1,2). Así que a sabiendas de su amor providente, huelga el pedirle en la oración las «rentas y dineros» (C 1,5) como a veces quiere la gente. Súplica que a su pesar, asume aún T por respeto a la devoción de la gente, pero convencida de que Dios no la oye en esos casos. Y así mismo se lo pide al Señor, diciéndole: «Cuando os pidiéremos honras, no nos oigáis, o rentas o dineros, o cosa que sepa a mundo» (C 3,7). Lo que no quiere decir que ella no haya acudido a lo alto en los apuros, ni que no haya sido socorrida en ellos. Unas veces a través de san José, que como en Avila, estando sin blanca (V 33,12), y otras reprendiéndole el propio Señor, por su remisión a aceptar a las monjas de Villanueva de la Jara, por su pobreza, (F 28,15). «¿En dineros te detienes?», le dirá el Señor en Burgos, instándole a la compra sin temor de la casa (31,36).
Pero T no sólo integra el dinero en su relación con Dios, sino que lo hace parte de su espiritualidad. Así cuando quiere ponderar la sublimidad de Dios y sus obras, el valor del alma, recurrirá al oro, a las piedras preciosas. Y nos hablará del «oro purísimo de la sabiduría de Dios» (M 4,2,6). Viendo el propio interior como un «palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas» (V 28,9). Que el alma se purifica «como el oro en el crisol» (V 30,14), porque ella misma es oro (Conc 6,10): como de oro es el dardo con que el querubín la traspasa (V 29,13), pero eso sí, un oro, «tan diferente de lo de acá, que no tiene comparación» (V 33,14).
A esta realidad deslumbrante de lo que es Dios y su obra, T contrapone la pobreza de lo que ella es y tiene: sus propias obras, semejantes a la más ínfima moneda, sin valor: el cornado. «Sed Vos, bien mío, servido, venga algún tiempo en que yo pueda pagar algún cornado de lo mucho que os debo». Y escribe a Salcedo, animándole a la oración por un familiar enfermo, a ella se suman sus monjas, con «su cornadillo» (cta 333,4).
Curiosamente, el valor de la pobreza, lo define T como el gozo que los ricos sienten con sus bienes y joyas. Así cuando en Toledo remite la pobreza, dice que se sienten tristes «como si tuvieran muchas joyas de oro y me las llevaran» (15,14).
Y porque no falte nada, en el Camino de Perfección, hablando del valor de la humildad y del silencio en comparación con los arrobamientos y gracias extraordinarias, dirá que la virtud es «moneda que corre bienes seguros es renta que no falta y no censos de alquitar» o redimibles (C 18,7).
Esta singular integración de lo humano y lo divino, lejos de apartar a T del trato y la realidad de los bienes materiales, le ha acercado a ellas con ojos nuevos, y corazón despegado. Y por eso podemos admirar ese prodigio de una T que es a la vez mística excelsa, y como ella misma se define en estas cuestiones de negocios y dinerarias «baratona y negociadora» (cta 24,5). Tan «negociadora», que sólo gracias a una excepcional capacidad para los negocios, tan humilde como hábilmente disimulada, y a su sagaz manejo del dinero, cuyo confesado «aborrecimiento», tiene un poco de retórico, se explica el milagro de que fundara y sostuviera 16 conventos con unos medios tan escasos. Con lo que al fin, su admirable manejo de los «dineros», si bien se mira no es menos llamativo y deslumbrante, que su propia vida mística. Clases sociales. Pobres.
BIBL. Teófanes Egido. «Ambiente Histórico» en Introducción a la Lectura de Santa Teresa. Madrid, Espiritualidad, 1978 89-103; J. A. Alvarez Vázquez, Trabajos, dineros y negocios. Teresa de Jesús y la economía del siglo XVI, Madrid, 2000.
Alfonso Ruiz