Introducción: El lugar teológico de la esperanza en la fe cristiana y en santa Teresa
La esperanza ocupa un puesto central en santa Teresa, como lo ocupa también en el cristianismo y en las aspiraciones humanas, con las que guarda una estrecha relación. Esta correlación se basa en la concepción misma de la espiritualidad teresiana, cuyo núcleo es la tensión dinámica del hombre hacia el encuentro con Cristo, en el que descubre la plenitud de su ser.
El arco de la esperanza abarca toda su vida, desde su conversión hasta la cumbre del matrimonio espiritual y desde las cimas de la unión mística hasta el encuentro definitivo con el Señor en la gloria. Es una actitud esencialmente dinámica y en tensión permanente hacia el futuro de la salvación. Se fundamenta en la confianza en Dios y, al mismo tiempo, en el esfuerzo por conseguir lo que espera con el auxilio divino.
Esta vivencia de la esperanza cristiana comprende los elementos esenciales, que la definen como virtud teologal: «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CEC 1817).
Pero la esperanza teologal no se vive al margen de las aspiraciones humanas: «La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna» (CEC 1818).
La esperanza cristiana hace suyas las esperanzas humanas: «Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1), colaborando así a la construcción de «los cielos nuevos y la tierra nueva», esto es, a «esa renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo» (CEC 1043).
Entre estos dos polos se desarrolla la esperanza en Teresa de Jesús. Nuestra exposición sigue este desarrollo, tratando de precisar el fundamento (antropológico y teológico), el dinamismo (espiritual y escatológico), la actitud teologal y el compromiso de la esperanza teresiana.
1) Comenzamos destacando su inserción en la misma estructura del ser humano, hecho deseo y esperanza (fundamentación antropológica). 2) Tratamos de concretar el doble fundamento objetivo y subjetivo de su esperanza teologal (fundamentación teológica). 3) Estudiamos la tensión escatológica, que caracteriza su itinerario espiritual, hasta el encuentro definitivo con el Señor en la gloria. 4) Analizamos más en concreto la tensión de su esperanza entre el «ya, pero todavía no»; entre lo ya conseguido y lo que todavía falta por conseguir. 5) Finalmente, describimos la actitud teologal de su esperanza, polarizada por el doble deseo de morir, para gozar del Señor, y de seguir viviendo, para servirle.
1. El arraigo antropológico de la esperanza
La búsqueda de felicidad
Todo hombre busca la felicidad y lucha con la esperanza de conseguirla: «La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre» (CEC 1818). Por eso la esperanza no es sólo una actitud cristiana fundamental, sino también una experiencia humana profundamente enraizada en el ser del hombre. Tras el viejo adagio «mientras hay vida hay esperanza», late la idea de que la esperanza pertenece inseparablemente a la existencia humana. El hombre se experimenta a sí mismo como ser en camino y, por tanto, como deseo, como proyecto, como algo no acabado.
Por eso vive sujeto a la más radical insatisfacción. Sobre un sueño alcanzado nace otro deseo; un deseo satisfecho provoca otro deseo… Nada ni nadie le llena entera y perpetuamente. Hay un fondo en nosotros que nadie puede llenar. Es el fondo sin fondo de nuestra alma, la infinita profundidad de nuestro espíritu, que solamente Dios puede colmar. «Nuestro corazón está inquieto y no descansa hasta que repose en ti» (San Agustín).
La vida de Teresa de Jesús está marcada por esta experiencia, descrita bajo la imagen de la interioridad (V 40,6; C 28,2), que desencadena el movimiento de búsqueda: «Búscame en ti – Búscate en mí». Su misma relación de amistad se desarrolla bajo el signo de una comunión personal, que no termina de llenarla y que aviva en ella el anhelo de la comunión con Dios. Teresa era una mujer ricamente dotada para la amistad, que encuentra en la amistad divina el sentido pleno de su vida. Se ha dicho que su oración de «trato de amistad» con Dios es una vuelta a lo divino de su trato de amistad humana (T. Alvarez, Oración, camino a Dios, en Escritos Teresianos II, pp. 65-71).
Aquí radica precisamente una de las diferencias esenciales entre su esperanza como actitud cristiana y como experiencia humana. Es una esperanza esencialmente abierta a la comunión personal con Dios. Moradas y Camino de Perfección trazan el camino hacia esa comunión.
Los «grandes deseos»
El deseo pertenece a la dinámica de la esperanza. Teresa de Jesús se retrata a sí misma como una mujer de «grandes deseos»:
«En esto de deseos siempre los tuve grandes… Creo si hubiera quien me sacara a volar, más me hubiera puesto en que estos deseos fueran con obra… Porque el Señor nunca falta ni queda por El; nosotros somos los faltos y miserables» (V 13,6).
Lucha por realizarlos, pero está «hecha una imperfección, si no es en los deseos» (V 30,17). Quisiera volar, pero todavía no le han crecido las alas. Y es que es el Señor quien las hace crecer junto con los deseos, de manera que éstos «llegue a tenerlos por obra». Por eso previene a aquellas almas, que «quieren volar antes que Dios les dé alas» y «comienzan con grandes deseos y hervor y determinación de ir adelante en la virtud» y, como «no las pueden luego acabar consigo, desconsuélanse»:
«No se fatiguen continúa la Santa, esperen en el Señor, que lo que ahora tienen en deseos Su Majestad hará que lleguen a tenerlo por obra» (V 31,18).
El objeto de sus deseos es Dios mismo: «Bien entiende que no desea otra cosa sino a Vos» (V 16,5). Es un deseo que «penetra toda el alma» (V 20,9). Es «una noticia de Dios tan admirable, muy sobre todo lo que podemos desear» (V 20,11):
«Llegada un alma aquí [postrer grado de oración], no es sólo deseos los que tiene por Dios; Su Majestad la da fuerza para ponerlos por obra» (V 21,5).
El deseo de Dios va acompañado de «grandísimos deseos» de amarle y servirle (R 1,13), de cumplir su voluntad (C Pról 2), de ver al Señor y gozar de él (M 6,6,6; 11); pues «del mismo descontento que dan las coss del mundo, nace un deseo [penoso] de salir de él» (M 5,2,10).
Fundada en esta experiencia, establece una de sus consignas de vida espiritual, que es avivar o «no apocar los deseos»: «Quiere Su Majestad y es amigo de ánimas animosas… Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas» (V 13,2). Pues, como dice san Pablo (Fip 4,13), «todo se puede en Dios» (V 13,3). En Conceptos de amor de Dios previene a sus monjas contra las «almas pusilánimes», encareciéndoles cómo es «gran cosa tener grandes deseos» (Conc 2,29).
Los maestros de la vida espiritual han señalado la dinámica del deseo, como puerta de acceso a la experiencia mística. Naturalmente, es el deseo transfigurado por el amor, convertido en total donación de sí, hecho a la medida de la voluntad del amado. Así lo entiende Teresa de Jesús, a quien el deseo le hace volar como una paloma (V 20,24) y produce en ella los ímpetus de amor, de soledad, de recogimiento, de desasimiento de todo, de todo interés y cuidado: «Son como unos deseos de Dios, tan vivos y tan delgados, que no se pueden decir» (R 54,18).
2. Fundada en la fidelidad de Dios y en la fuerza de su Palabra
Teresa vive su esperanza fundada en la fidelidad divina a sus promesas de salvación, que ve admirablemente cumplidas en ella, y en las palabras de Cristo, que el Señor le dirige en diversas ocasiones para infundirle ánimos. Sobre estos dos pilares se levanta y madura la esperanza.
Fiel es Dios
La Santa experimenta la fidelidad divina, ante todo en «la gran bondad de Dios» y en «su gran magnificencia y misericordia», manifestada en el hecho de su conversión. Esta es la lectura en clave soteriológica en la que se funda su esperanza, que ella misma hace unos años más tarde:
«Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno. Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados luego los escondía. Aun en los ojos de quien los ha visto, permite Su Majestad se cieguen y los quita de su memoria. Dora las culpas. Hace que resplandezca una virtud que el mismo Señor pone en mí casi haciéndome fuerza para que la tenga» (V 4,10).
Cuando irrumpen las primeras gracias místicas, creando en ella turbaciones y angustias de conciencia, experimenta de nuevo la fidelidad de Dios, haciendo suyas las palabras de San Pablo: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas» (1Cor 10,13):
«Estando en un oratorio muy afligida, no sabiendo qué había de ser de mí, leí en un libro que parece el Señor me lo puso en las manos que decía san Pablo: Que era Dios muy fiel, que nunca a los que le amaban consentía ser del demonio engañados. Esto me consoló mucho» (V 23,15; cf R 28; CE 69,3).
«Yo soy, no hayas miedo»
Si bien Teresa tiene una clara percepción del cumplimiento de las promesas de salvación de Dios en ella, no es, en última instancia, su confianza en las promesas (realidad subjetiva) la que funda su esperanza, sino la Palabra de Dios (realidad objetiva), y más concretamente, la Palabra que Jesús resucitado dirige a los Apóstoles y que ahora le repite a ella: «Yo soy, no hayas miedo».
Según el P. Tomás Alvarez, es «el texto bíblico de más rico historial y de más hondas repercusiones en el alma mística de S. Teresa» (Escritos teresianos, III, p. 136). Pero el dato que aquí interesa resaltar es cómo en este texto se fundamenta la esperanza de Teresa de Jesús. Igual que toda esperanza cristiana. El fundamento, efectivamente, de la esperanza cristiana es la resurrección de Jesucristo.
La experiencia de Cristo resucitado es una de las más fuertes en la vida de Teresa (V 28,3; 29,4; M 6,9,3; 7,2,1). De sus labios escucha las palabras dichas a los discípulos. Se hacen presentes en los momentos de incertidumbre, de inseguridad o de temor; de vacilación, en definitiva, de su propia esperanza. Son fuente de paz, de ánimo y de fortaleza.
Los textos son fáciles de identificar (cf Concordancias, «Palabras del Señor dichas a Santa Teresa de Jesús», Burgos 1965, pp. 1419-1430). Aducimos solamente uno de los más importantes:
«Pues estando en esta gran fatiga…, solas estas palabras bastaban para quitármela y quietarme del todo: No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé; no temas… Heme aquí con solas estas palabras sosegada, con fortaleza, con ánimo, con seguridad, con una quietud y luz que en un punto vi mi alma hecha otra, y me parece que con todo el mundo disputara que era Dios. ¡Oh, qué buen Dios! ¡Oh, qué buen Señor y qué poderoso! No sólo da el consejo, sino el remedio. Sus palabras son obras. ¡Oh, válgame Dios, y cómo fortalece la fe y se aumenta el amor!» (V 25,18).
Maduración de su esperanza
Apoyada en la fidelidad de Dios y en la palabra de Cristo, Teresa se lanza a la conquista de Dios como bien absoluto: «Sólo Dios basta». Todo queda supeditado a esta meta, que va polarizando cada vez más su esperanza. Esta se traduce en un ardiente anhelo de Dios, que la lleva a ver todas las cosas en relación a Él. Explica asimismo su desprendimiento de todo lo que no es Dios y su señorío sobre todas las cosas, que se traduce en una admirable libertad frente a las realidades terrenas. Da razón, en fin, de su experiencia de soledad y de desierto, que ella cultiva, no sólo como una dimensión geográfica, sino sobre todo como un valor del espíritu. Esta dimensión de soledad y de desierto, semejante a la experiencia de éxodo de la Biblia, se traduce en oración esperanzada y en actitud contemplativa, que hacen florecer la esperanza. Todo queda envuelto por un sentido de eternidad, como dimensión que impregna toda su existencia, al estilo de vida de los primeros cristianos, anhelantes de la venida del Señor: «¡Ven, Señor Jesús!» (1Cor 16,22; Ap 22,20).
Estas perspectivas de la esperanza son los ejes de la espiritualidad teresiana. Resulta tan obvio, que no necesita documentación. El latido más fuerte de esta esperanza son las Poesías. Pero aquí baste recordar la imagen con la que ella describe la llamada a la comunión con Dios, como la fuente de «agua viva», que sacia toda sed (C 19 y 31).
Otro aspecto que sólo podemos evocar es el de la purificación de la esperanza. Aunque no aparece expuesta con el rigor con que lo hace San Juan de la Cruz, está presente en el itinerario espiritual descrito en el libro de las Moradas. El camino hacia el interior del castillo, donde Dios mora y donde tiene lugar el encuentro con Él, se caracteriza como un camino de renuncia a los bienes exteriores al castillo, para llegar a poseer los que están en el aposento interior, donde Dios mismo mora, como centro del alma (M 1,2,3). Este centro del alma y del castillo «es la pieza o palacio adonde está el rey» (M 1,2,8). Por eso, «pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, es un disparate» (M 2,1,11).
La posesión de Dios es el bien supremo. Pero éste no se alcanza plena y definitivamente en esta vida, sino en la vida eterna, traspasada la barrera de la muerte. Esta es la meta final de la salvación cristiana, a la que se orientan todos los pasos de Teresa. Es la dimensión escatológica de su esperanza.
3. En tensión hacia Dios: dimensión escatológica
Deseos de martirio y esperanza de la vida eterna
Uno de los datos más elementales de la vida de Teresa, desde sus primeros compases, es la viva conciencia de su condición de peregrina, en camino hacia la meta final de la salvación. Sus aspiraciones se concentran inicialmente en el deseo de sufrir el martirio, con el fin de «gozar de Dios para siempre»:
«Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo, y juntábame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen… Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre, en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad» (V 1,4).
Este episodio de la infancia es muy revelador. Pone de manifiesto no sólo su anhelo de la vida eterna, sino también su valoración del martirio como el medio más eficaz para alcanzarla y la forma más cualificada de testificar su verdad: «Parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así». Quedó así imprimido, desde la niñez, «el camino de la verdad».
Con este anhelo crecen en ella los «deseos de las cosas eternas» (V 3,1) y el correspondiente esfuerzo por ganarlas: «Estaba tan puesta en ganar bienes eternos, que por cualquier medio me determinaba a ganarlos» (V 5,2). Ante los bienes eternos, una luz se enciende en ella, que hace palidecer los bienes terrenos. Era «una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos» (V 5,2).
Este sentimiento le había calado tan hondo, que ante la crisis de su adolescencia, le hace retornar a lo que ella consideraba «la verdad de cuando niña». Era como una luz que se había encendido en ella desde pequeña y que le hacía percibir la caducidad de las cosas terrenas, frente a la perennidad de los bienes eternos:
«Vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo, y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno» (V 3,5).
Así vivía la Iglesia primitiva su esperanza cristiana, como nos recuerda la Exhortación apostólica de Juan Pablo II: «En la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente intenso. A pesar del paso de los siglos la Iglesia no ha dejado de cultivar esta actitud de esperanza: ha seguido invitando a los fieles a dirigir la mirada hacia la salvación que va a manifestarse, porque la apariencia de este mundo pasa» (VC 26).
Grandes ímpetus de amor
La vivencia espiritual de Teresa, caracterizada por el sentimiento de presencia de Dios en su alma, desencadena en ella grandes ímpetus de amor, que la hacen desear vivamente el encuentro definitivo con él. Los principales relatos son las Relaciones 1 y 3, y el capítulo 29 de Vida.
En la primera relación de su vida (1560), hecha a su confesor el P. Pedro Ibáñez, acerca de su «manera de proceder en la oración» (oración de recogimiento), escribe:
«Otras veces me dan unos ímpetus muy grandes, con un deshacimiento por Dios que no me puedo valer. Parece se me va a acabar la vida y así me hace dar voces y llamar a Dios, y esto con gran furor me da. Algunas veces no puedo estar sentada según me dan las bascas, y esta pena me viene sin procurarla, y es tal, que el alma nunca querría salir de ella mientras viviese, y son las ansias que tengo por no vivir y parecer que se vive, sin poderse remediar, pues el remedio para ver a Dios es la muerte, y ésta no puedo tomarla» (R 1,3). «Me parece que sentir las muertes es desatino» (R 1,18).
El sentimiento de Dios es tan fuerte, que parece se le desgarra la vida; le aprieta tanto, que desea morir. Pero, al fin, se abandona en sus brazos: «Póngome en los brazos de Dios, y fío de mis deseos, que éstos, cierto, entiendo son morir por El y perder todo el descanso, y venga lo que viniere» (R 3,9).
En el fondo, como una fuerza incontenible, está la experiencia paulina de la presencia divina (Gál 2,20), que Teresa misma refiere en su Relación:
«Viénenme días que me acuerdo infinitas veces de lo que dice San Pablo, aunque a buen seguro que no sea así en mí, que ni me parece vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como casi fuera de mí, y así me es grandísima pena la vida. Y la mayor cosa que yo ofrezco a Dios por gran servicio, es cómo siéndome tan penoso estar apartada de El, por su amor quiero vivir» (R 3,10).
La misma experiencia de ímpetus de amor, que parecen arrancarle la vida, es descrita en el libro de la Vida. Esta aparece en un contexto de gracias místicas, que prenden fuego a su corazón y deseos de morir para ver a Dios:
«Veíame morir con deseo de ver a Dios, y no sabía adónde había de buscar esta vida, si no era con la muerte. Dábanme unos ímpetus grandes de este amor, que, aunque no eran tan insufrideros como los que ya otra vez he dicho ni de tanto valor, yo no sabía qué me hacer; porque nada me satisfacía, ni cabía en mí, sino que verdaderamente me parecía se me arrancaba el alma» (V 29,8).
El fruto inmediato de esta gracia es el crecimiento en el amor de Dios. Cuanto más crece éste, más se aborrece a sí misma y la vida misma. Teresa la describe como «una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón». «Bien entiende que quiere a Dios y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por amor de este Señor, y perdería de muy buena gana la vida por El» (V 29,10). La gracia mística culmina en la visión del ángel con el dardo de amor penetrando en su corazón, que la deja «toda abrasada en amor grande de Dios» (V 29,13).
Como colofón de la tensión de la esperanza, que rezuman estos textos autobiográficos teresianos, cabe destacar el valor testifical de esta experiencia, que el P. Tomás Alvarez parangona a la del martirio: «El mártir testifica su certeza de los bienes que hay más allá de la muerte… El místico, que experimenta en forma especial la salvación presente como preludio de la plenitud futura, las testifica proféticamente, con palabra humana llena de vigor y de eficacia para quienes no tienen el carisma de esa experiencia calificada de las realidades salvíficas» (T. Alvarez, Un testigo fuerte de esperanza cristiana. Teresa de Jesús, en Estudios Teresianos, III, Burgos 1996, pp. 173-174).
4. Entre el «ya, pero todavía no»: La tensión de la esperanza entre el presente y el futuro
Teresa de Jesús describe de forma plástica la tensión de la esperanza entre el «ya, pero todavía», a propósito del valor presente y futuro del Reino:
«A los que se les da acá como le pedimos [su reino], les da prendas para que por ellas tengan gran esperanza de ir a gozar perpetuamente de lo que acá les da a sorbos» (CE 52,3).
El Reino es un bien presente, pero que no se posee en plenitud; Dios lo da acá «a sorbos», como prenda de la posesión eterna. La Santa fundamenta esta tensión de la esperanza en la experiencia paulina de la vida en Cristo y en el poema «Vivo sin vivir en mí».
«Mihi vivere Chistus est, mori lucrum»
Años de lucha le costó a Teresa llegar a poner toda su esperanza en Dios (V 8,12) y a integrar las realidades presentes en la esperanza cristiana. En ese período largo de su vida (unos veinte años), según el P. Tomás Alvarez, tiene que enfrentarse a dos tentaciones, que la retienen prendida en la red de lo presente: la seducción de los bienes terrenos, cuyo exponente principal es para ella la honra, y la tentación de las amistades y del amor humano.
Pero su encuentro personal con Cristo (1560), como el de Pablo camino de Damasco, cambia el signo de su vida y hace estallar la tensión de la esperanza entre lo presente y lo definitivo, entre el «ya, pero todavía no». A partir de este hecho, que cambia su vida por su relación nueva con Cristo, con su Humanidad santa y resucitada, se fijan los dos polos de su existencia: «la vinculación al presente y la proyección a lo trascendente definitivo» (T. Alvarez, ib p. 180).
Su nuevo centro de gravedad, el eje central en torno al cual se articula su esperanza, es la presencia de Cristo en su vida. Por eso puede decir con san Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Por eso también, desea como Pablo morir para estar con Cristo (Fip 1,21). Es la realidad cristológica y escatológica, que va tejiendo su vida. Así lo corroboran los dos textos siguientes:
«¡Qué es esto, Señor mío! ¿En tan peligrosa vida hemos de vivir? Que escribiendo esto estoy y me parece que con vuestro favor y por vuestra misericordia podría decir lo que San Pablo, aunque no con esa perfección, que no vivo yo ya sino que Vos, Criador mío, vivís en mí, según ha algunos años que, a lo que puedo entender, me tenéis de vuestra mano y me veo con deseos y determinaciones y en alguna manera probado por experiencia en estos años en muchas cosas, de no hacer cosa contra vuestra voluntad, por pequeña que sea, aunque debo hacer hartas ofensas a Vuestra Majestad sin entenderlo. Y también me parece que no se me ofrecerá cosa por vuestro amor, que con gran determinación me deje de poner a ella, y en algunas me habéis Vos ayudado para que salga con ellas, y no quiero mundo ni cosa de él, ni me parece me da contento cosa que salga de Vos, y lo demás me parece pesada cruz… Estoy temiendo y con mucha razón si me habéis de tornar a dejar… No sé cómo queremos vivir, pues es todo tan incierto» (V 6,9).
«Mihi vivere Chistus est, mori lucrum» [Fip 1,21]; así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla, que hemos dicho, muere y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo» (M 7,2,5).
Los dos pasajes citados se hacen eco de la experiencia paulina de la nueva presencia de Cristo. Pero, mientras el primero insiste en el temor de perderla por el apego al presente, el segundo expresa el deseo del encuentro definitivo. Entre estos dos momentos se extiende el entero arco de su vida. El primero corresponde al principio de su itinerario espiritual; el segundo, a la cima del matrimonio místico.
«Vivo sin vivir en mí»
En el centro de su esperanza tensionada escatológicamente, como divisoria de las dos vertientes (entre el presente y el futuro, entre el «ya pero todavía no»), está el poema:
«Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero» (Po 1).
Este poema fue compuesto en 1571, para glosar su primera experiencia mística del misterio trinitario (R 15), que tensa todavía más su esperanza hacia el nuevo desenlace, que ocurre con la gracia del matrimonio místico en 1574.
El P. Tomás Alvarez, a quien remitimos para el comentario a este poema, resume así su contenido: «Los tres versos formulan poéticamente los tres momentos de la esperanza: 1º, el gozo de vivir, pero vivir con vida nueva, no ya en mí sino en Cristo; 2º, la espera de una vida más alta; 3º, la muerte, pero sentida ya como puente pasadizo entre las dos vidas» (T. Alvarez, Un testigo fuerte de esperanza cristiana, en Estudios Teresianos, III, Burgos 1996, p. 174).
«Vivo sin vivir en mí» es la expresión de ese ardiente deseo, que prende en el corazón de quien se ha encontrado con Cristo y ha consagrado a él su vida: «Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con Él. De aquí la ardiente espera, el deseo de sumergirse en el Fuego de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo [B. Isabel de la Trinidad], espera y deseo sostenidos por los dones que el Señor concede libremente a los que aspiran a las cosas de arriba» (VC 26).
La serie de gracias místicas, que la Santa relata en las sextas moradas (1577), colman su esperanza en un crescendo progresivo, pasando del «todavía no» paulino de la salvación cristiana al «ya» también de la posesión gozosa de la salvación y del encuentro pleno con el Señor. Es la experiencia que reflejan sus últimas palabras en el lecho de muerte (1582):
«¡Tiempo es ya que nos veamos, Amado mío y Señor mío…! ¡Ya es llegada la hora en que yo salga de este destierro y mi alma goce en uno con Vos, que tanto he deseado!» (Tiempo y vida de Santa Teresa, Madrid 1978, pp. 159-161).
5. La espera definitiva y su actitud de servicio
Deseo de morir
La experiencia escatológica de Santa Teresa, en sintonía con la de san Pablo (Fip 1,22-24), es una polarización como observa Tomás Alvarez entre los dos deseos extremos: el deseo de morir para encontrarse definitivamente con Cristo y el deseo de seguir viviendo para servir a los hermanos y a la Iglesia. Lo primero sería lo preferible; lo segundo será de hecho lo preferido. Es la doble proyección de la esperanza, tensa hacia la parusía y presente a la realidad histórica de la peregrinación cristiana (cf T. Alvarez, Escritos teresianos, III, p. 177).
Teresa de Jesús, desde lo hondo de su tensión, evoca esta experiencia paulina, pidiendo al Señor que la libere del cautiverio del cuerpo:
«¡Oh, qué es un alma que se ve aquí, haber de tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada, a gastar el tiempo en cumplir con el cuerpo, durmiendo y comiendo! Todo la cansa, no sabe cómo huir, vese encadenada y presa. Entonces siente más verdaderamente el cautiverio que traemos con los cuerpos, y la miseria de la vida. Conoce la razón que tenía san Pablo de suplicar a Dios le librase de ella. Da voces con él. Pide a Dios libertad, como otras veces he dicho; mas aquí es con tan gran ímpetu muchas veces, que parece se quiere salir el alma del cuerpo a buscar esta libertad, ya que no la sacan. Anda como vendida en tierra ajena, y lo que más la fatiga es no hallar muchos que se quejen con ella y pidan esto, sino lo más ordinario es desear vivir. ¡Oh, si no estuviésemos asidos a nada ni tuviésemos puesto nuestro contento en cosa de la tierra, cómo la pena que nos daría vivir siempre sin él templaría el miedo de la muerte con el deseo de gozar de la vida verdadera!» (V 21,6).
En su libro litúrgico de rezos lleva una cuartilla «cifrada» del día de su muerte, que ella espera como su «dies natalis» o segundo nacimiento a la vida eterna (R 7). Era una especie de recordatorio para mantener viva su esperanza.
Deseo de servir al Señor
Pero esta tensión de la esperanza no la arranca del presente temporal, ni del drama de la Iglesia europea de su tiempo; al contrario, la sumerje de lleno en él, como diaconía terrena a la Iglesia y a los hermanos. Esta se intensificará el último período de su vida y la sacará de su clausura, para hacerse andariega y fundadora, inmersa totalmente en el servicio.
Los últimos testimonios de su vida así lo corroboran: Moradas séptimas (1577) y última Relación (1581). Corresponden a la plenitud del crecimiento, en la unión a Cristo y en el servicio a los otros. Son la plenitud de su esperanza.
En la cima del matrimonio espiritual, cuando Teresa ha alcanzado la plena unión con Cristo, remiten los deseos que tenía de morirse, por gozar definitivamente de Él, y crece el deseo de servirle:
«Lo que más me espanta de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse, por gozar de nuestro Señor; ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca. Y si supiesen cierto que en saliendo el alma del cuerpo ha de gozar de Dios, no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los santos; no desean por entonces verse en ella: su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado, en especial cuando ven que es tan ofendido, y los pocos que hay que de veras miren por su honra, desasidos de todo lo demás» (M 7,3,6).
En el último tramo de su vida, cercano ya a la muerte, tiene tal certidumbre de la posesión eterna de Dios, que no tiene prisa por gozarle sino por servirle:
«¡Oh, quién pudiera dar a entender bien a vuestra señoría la quietud y sosiego con que se halla mi alma!; porque de que ha de gozar de Dios tiene ya tanta certidumbre, que le parece goza el alma que ya le ha dado la posesión aunque no el gozo; como si uno hubiese dado una gran renta a otro con muy firmes escrituras para que la gozara de aquí a cierto tiempo y llevara los frutos; mas hasta entonces no goza sino de la posesión que ya le han dado de que gozará esta renta. Y con el agradecimiento que le queda, ni la querría gozar, porque le parece no ha merecido, sino servir, aunque sea padeciendo mucho, y aun algunas veces parece que de aquí al fin del mundo sería poco para servir a quien le dio esta posesión. Porque, a la verdad, ya en parte no está sujeta a las miserias del mundo como solía; porque aunque pasa más, no parece sino que es como en la ropa, que el alma está como en un castillo con señorío, y así no pierde la paz, aunque esta seguridad no quita un gran temor de no ofender a Dios y quitar todo lo que le puede impedir a no le servir, antes anda con más cuidado, mas anda tan olvidada de su propio provecho, que le parece ha perdido en parte el ser, según anda olvidada de sí. En esto todo va a la honra de Dios y cómo haga más su voluntad y sea glorificado» (R 6,1).
«Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella, que la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando desea ver a Dios; mas luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas, que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia y queda el deseo de vivir, si El quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (R 6,9).
Los testimonios teresianos, que acabamos de relatar, son la mejor ratificación de la esperanza cristiana, como fuente de la misión y como principio inspirador y renovador de las realidades terrenas; esto es, como principio de los cielos nuevos y la tierra nueva (2Pe 3,13). Así lo ratifica la Exhortación apostólica sobre la vida religiosa, destacando cómo la espera escatológica es fuente de compromiso y principio de una espera activa, que se convierte en misión:
«¡Ven, Señor Jesús! Esta espera es lo más opuesto a la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión, para que el Reino de haga presente ya ahora mediante la instauración del espíritu de las Bienaventuranzas… La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. A la súplica: ¡Ven, Señor Jesús!, se une otra invocación: ¡Venga tu Reino!» (VC 27).
Estas palabras son el mejor colofón de la esperanza de Teresa de Jesús. Este es el núcleo de su espiritualidad, abierta al encuentro pleno con el Señor y a los deseos de servirle. Cielo, muerte.
BIBL. T. Alvarez, Un testigo fuerte de esperanza cristiana: Teresa de Jesús, en «Estudios Teresianos» III, Burgos, 1996, pp. 173-188.
Ciro García