1. Premisas teológicas
Planteamientos teológicos subyacentes al pensamiento teresiano sobre la fe.
La fe tiene en santa Teresa, como en el lenguaje teológico y religioso, diversos significados. Expresa, ante todo, su fe en Dios, que aparece como fundamento de su vida espiritual; designa también la fe cristiana en su conjunto: revelación, Escritura, verdades de fe; más concretamente, significa la fe de la Iglesia, que ella vive en profunda comunión; finalmente, destaca su actitud pesonal de fe, como virtud teologal, vivida como relación y encuentro con Jesucristo y con las Personas divinas.
Los tres primeros significados corresponden a la realidad objetiva de la fe («fides quae») o conjunto de contenidos de la fe cristiana, que tienen su fuente en la revelación y en la tradición. El último responde a la realidad subjetiva de la fe («fides qua») o actitud personal de acogida y de adhesión a la verdad revelada.
El pensamiento de la Santa se enmarca en estas coordenadas generales de la fe cristiana, pero al mismo tiempo las desborda, por la carga experiencial, que tanto una como otra perspectiva tienen en ella. Esta característica hace de Teresa de Jesús un testigo cualificado de la fe cristiana. Y lo es, no sólo para los creyentes en su proceso de maduración de la fe, sino también para los que buscan a Dios.
La búsqueda de Dios: los primeros pasos de la fe
Precisamente la búsqueda y el deseo de Dios es el primer paso de la fe, desarrollado hoy por la teología y por la misma catequesis. Con ello se quiere expresar la correlación entre mensaje de la fe y sujeto humano, destacando, por una parte, la apertura del hombre a Dios y, por otra, la respuesta de Dios al hombre, que sale a su encuentro por medio de la revelación.
Es significativo, a este propósito, el planteamiento del Catecismo de la Iglesia Católica en los tres primeros capítulos de su exposición, que sirven de introducción a «La profesión de la fe cristiana». Comienza destacando el deseo de Dios:
«El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (CEC 27).
Este planteamiento está en el origen de la comprensión antropológica que santa Teresa tiene del hombre, como ser abierto a lo absoluto y a lo trascendente, «capaz de Dios». Lo explica a través de la imagen del cristal, capaz de ser embestido por el sol. El ser humano está hecho «para participar de El», esto es, de Dios: pues es «tan capaz para gozar de Su Majestad, como el cristal para resplandecer en él el sol» (M 1,2,1).
A idéntica conclusión llega por el descubrimiento que hace de la interioridad de la persona humana. Esta adquiere su verdadero sentido en el encuentro con Dios dentro de sí misma (V 40,6; C 28,2; M 2,1,4). De ahí su consigna: «Buscar a Dios en lo interior» (M 4,3,3).
A esta consigna responde el «Vejamen», otro texto representativo de la experiencia de interioridad. Explica el sentido de las palabras, dichas por el Señor: «Búscate en mí». Según J. Martín Velasco, muestra «la correlación entre el descubrimiento del hombre y el descubrimiento de Dios» (J. Martín Velasco, en Actas, pp. 809-834).
2. Su arraigo en la fe
Revelación de Dios
La fe de Teresa está firmemente arraigada en la revelación y en la fe de la Iglesia. Es lo que le da seguridad y confianza. Si descubre a Dios en la interioridad, es porque éste se ha revelado y se ha comunicado previamente; pues El es el Dios «vivo y verdadero» (R 56), que se comunica y actúa en su vida, conforme a su plan revelador: «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas» (CEC 52).
Teresa de Jesús tiene una nítida percepción de esta comunicación de Dios, que la llena de estremecimiento:
«¡Que queráis vos, Señor, estar así con nosotros…!» (V 14,10). «Trae consigo [esta comunicación] un particular conocimiento de Dios, y de esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad y unos deseos aun mayores que los que quedan dichos de entregarse toda a su servicio» (M 6,8,4).
La experiencia teresiana de la revelación de Dios pone de relieve en primer término el sentido personal de la revelación cristiana, destacado por el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad… En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía» (DV 2).
Las verdades de la Escritura
Aunque Teresa llega a la percepción íntima de Dios a través de la experiencia, es plenamente consciente de que el camino de acceso principal es la Escritura. Su actitud es de total e ilimitada adhesión a la palabra revelada, criterio supremo de todas sus experiencias y revelaciones privadas:
«Creo ser verdadera la revelación [privada], como no vaya contra lo que está en la Sagrada Escritura o contra las leyes de la Iglesia que somos obligadas a hacer» (V 32,17). «Por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil muertes» (V 33,5). «Ninguna [habla o revelación] que no vaya muy conforme a la Escritura hagáis más caso de ellas que si la oyeseis al mismo demonio» (M 6,3,4).
Es importante destacar cómo la inmensa mayoría de las hablas divinas están formuladas con palabras de la Escritura y cómo la escala de su proceso espiritual está sellada por experiencias de palabras bíblicas (cf T. Alvarez, Estudios Teresianos, III, pp. 134-142).
La fe de la Iglesia
Si firme es su aceptación de la palabra bíblica, no lo es menos su adhesión a la fe de la Iglesia, en cuya comunión quiere vivir y morir. Es la piedra de toque de la autenticidad de sus experiencias místicas. Son proverbiales sus confesiones de fe, sujetándose a «las verdades de nuestra fe católica» (V 10,6) y a «lo que tiene la santa Iglesia Católica Romana» (M pról. 3, concl. 4). «Bien cree lo que tiene la Iglesia» (V 30,12).
La Iglesia es el ámbito en que vive y madura su fe, en el que percibe la verdad de la Sda. Escritura y experimenta el misterio de Cristo:
«Con este amor a la fe, que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar aunque viese abiertos los cielos un punto de lo que tiene la Iglesia» (V 25,12).
Es también el mejor aval de la verdad de sus experiencias de oración, que somete al discernimiento de los confesores y de la jerarquía. Destaca el testimonio de la Relación 4, en la que hace un relato de su fe al Obispo de Salamanca e Inquisidor en Toledo, Francisco de Soto y Salazar:
«El le dijo que todo esto no era cosa que tocaba a su oficio, porque todo lo que veía y entendía siempre la afirmaba más en la fe católica, que ella siempre estuvo y está firme y con grandísimos deseos de la honra de Dios y bien de las almas, que por una se dejara matar muchas veces» (R 4,6).
La misma preocupación de fidelidad a la fe católica y para que ésta vaya en aumento, la guía en la fundación de sus monasterios:
«Siempre jamás estaba sujeta y lo está a todo lo que tiene la santa fe católica, y toda su oración y de las casas que ha fundado, es porque vaya en aumento. Decía ella, que cuando alguna cosa de éstas la induciera contra lo que es fe católica y la ley de Dios, que no hubiera menester andar a buscar pruebas, que luego viera era demonio» (R 4,10).
La fe de la Iglesia le da seguridad y es la que, en definitiva, cuenta a la hora de la verdad suprema, cuando llega el momento de la muerte. En ella se funda su esperanza de salvación: «En fin, Señor, soy hija de la Iglesia».
3. El núcleo de la fe teresiana: el misterio salvífico
El núcleo del credo teresiano está formado primordialmente por hechos salvíficos. Lo mismo que el pequeño credo histórico salvífico del Deuteronomio (Dt 26,5-10) o el primer credo de la comunidad cristiana (1Cor 15,3-7) o el mismo «Símbolo de los Apóstoles». No son enunciados abstractos, sino confesiones históricas de la acción salvífica de Dios, llevadas a término por la redención de Jesucristo y el don del Espíritu Santo.
El amor del Padre
Santa Teresa de Jesús contempla el amor del Padre como la fuente de todo bien, que nos lo ha dado todo en su Hijo, como dice san Juan de la Cruz. Este hecho es la suprema revelación de Dios Padre, que nos ha entregado lo que El más ama: Jesucristo. Y pone de manifiesto las «entrañas tan amorosas» de Dios:
«¡Oh Padre Eterno!, no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras, que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo y por más contentaros a Vos, que mandasteis nos amase, sea tenido en tan poco… el Santísimo Sacramento?» (CE 4,2).
«¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás! ¿No fuera al fin de la oración esta merced, Señor, tan grande? En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra» (CV 27,1).
«¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas» (CV 27,2).
Una de las gracias místicas que recibe es el amor que le muestra la persona del Padre, al decirle: «Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen. ¿Qué me puedes tú dar a mí?» (R 25,2).
La redención del Hijo
El proyecto de salvación de Dios ha quedado concentrado en Jesucristo, que es la revelación del Padre: «Por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos» (V 22,6). Es también el Mediador y Redentor. Así lo proclama la Santa, haciéndose eco de un pasaje de la carta a los Hebreos (Heb 2,10 y 2Pe 1,4): «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (V 22,7). Por eso, al final de uno de los capítulos dedicado a la humanidad de Jesús, convencida de «tan grandes bienes como están encerrados en los misterios de nuestro bien Jesucristo» (M 6, 7,12), concluye: «No quiero ningún bien, sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes» (M 6,7,15).
La profesión de fe de Teresa gira en torno al misterio redentor de Cristo, fuente de esperanza y de gozo:
«Porque en pensar y escudriñar lo que el Señor pasó por nosotros, muévenos a compasión, y es sabrosa esta pena y las lágrimas que proceden de aquí. Y de pensar la gloria que esperamos y el amor que el Señor nos tuvo y su resurrección, muévenos a gozo» (V 12,1).
La salvación en la Iglesia
De la mano del misterio de Cristo, viene el misterio de la Iglesia, como medio de salvación. Teresa de Jesús siente una pena desgarradora por los males y desgarros de la Iglesia y por la perdición de las almas. Es una experiencia eclesiológica, que la Santa traslada al plano cristológico, señalando cuánto mayor será «el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo»:
«Es así que muchas veces he considerado en esto [en las vehementes ansias de Cristo en la última cena], y sabiendo yo el tormento que pasa y ha pasado cierta alma que conozco, de ver ofender a nuestro Señor, tan insufridero que se quisiera mucho más morir que sufrirla, y pensando si una alma con tan poquísima caridad, comparada a la de Cristo, que se puede decir casi ninguna en esta comparación, sentía este tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo, y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran presentes y estaba siempre viendo las grandes ofensas que se hacían a su Padre? Sin duda creo yo que fueron muy mayores que las de su sacratísima Pasión» (M 5,2,14).
El misterio trinitario
El amor del Padre, el misterio de Cristo y de su Iglesia desembocan en el de la Santísima Trinidad. Este representa la cumbre de la profesión de fe de la Madre Teresa. Por gracia especial, alcanza una comprensión del misterio, que no hay quien la mueva de esta fe. Estaría dispuesta a disputar con todos los teólogos la verdad de este misterio (V 27,9). Cuanto menos lo entiende más lo cree (R 33).
El pasaje central, en el que se condensa su experiencia trinitaria, es el de las séptimas moradas. En él destaca la diferencia entre oír, creer y entender las palabras reveladoras del misterio:
«Se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas distintas… Entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista… Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (M 7,1,6-7).
4. El dinamismo teologal de la fe
Con esta expresión queremos referirnos a la fe como actitud personal de Teresa. Es la «fides qua» o virtud teologal, en la que se manifiesta tanto su arraigo en la fe como el núcleo de su credo. Es, en definitiva, su respuesta a la revelación de Dios, cerrando así el proceso iniciado en su búsqueda.
Respuesta a la revelación y sentido de la vida
La primera expresión del dinamismo teologal de la fe es su carácter de respuesta. Esta aparece, efectivamente, como la culminación de un proceso, que se inicia con la búsqueda del hombre («el hombre capaz de Dios»), al que sigue la revelación de Dios («Dios al encuentro del hombre»), y que termina con «la respuesta del hombre a Dios», expresada en la obediencia de la fe (cf CEC, cc. 1-3).
Desde esta perspectiva, el Catecismo define la fe como «la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido de su vida» (CEC 26).
Teresa experimenta los primeros pasos de su fe precisamente como una luz, que viene a redimensionar toda su existencia: «[Tenía] una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos» (V 5,2; cf 21,7). Gracias a la luz de la fe, comprende «la vanidad del mundo» (Conc 4,3), y su vida adquiere un sentido trascendente, vivido en tensión hacia el encuentro con el Señor.
La respuesta de la fe es un don de Dios, regalo de su gracia: «No hay [razón] para que Dios nos haga tan gran merced, sino sola su bondad» (V 15,7). «Esto es cosa muy conocida, el conocimiento que da Dios para que conozcamos que ningún bien tenemos de nosotros, y mientras mayores mercedes, más» (V 15,14).
Quiere decir esto que la fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios, como explica la teología y ratifica este texto del Concilio Vaticano II: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirije a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (DV 5).
La formación en la fe: verdades de fe
Uno de los requisitos intrínsecos a la virtud teologal de la fe es el conocimiento y la formación en esa misma fe. Santa Teresa lo siente como una exigencia radical, nada común en su época y menos entre mujeres. Ella quiere ir fundada siempre en la verdad: la verdad de las Escrituras, la verdad de lo que enseña la Iglesia. Por eso busca el asesoramiento de los teólogos y de los que tienen letras: «Siempre he procurado buscar quien me dé luz» (V 10,8).
Son muy conocidos los pasajes en que hace su apología de los letrados (V 13,17-21; 28,6; R 3,7; C 3,2; M 5,1,7) y el sentido que tienen las letras para la vida espiritual:
«Espíritu que no vaya comenzado en verdad yo más le querría sin oración; y es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz y, llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos: de devociones a bobas nos libre Dios» (V 13,16).
Llama la atención la preocupación de Teresa por su formación religiosa y la de sus hijas. No es algo coyuntural; responde a la naturaleza misma de la fe cristiana, tal como ella la percibe. Sus principios esenciales no brotan de las exigencias naturales, sino de la revelación divina positiva. Este carácter positivo de la fe impone un deber primario: enterarse de su contenido. Este conocimiento no puede ser sustituido por la sola buena intención.
En el cristianismo la recta comprensión de las verdades de fe es tan fundamental como la buena intención: «¡Si hubiese de decir los yerros que he visto suceder fiando en la buena intención!» (V 13,10). La falta de formación religiosa es la causa primordial de muchas incoherencias de la fe. Por eso la Santa, refiriéndose a esta ignorancia, dice que «de devociones a bobas nos libre Dios» (V 13,16). «Cuando digo credo, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo» (C 24,2).
Dentro del cultivo y formación de la fe, que Teresa de Jesús busca por todos los medios, hay que señalar las «grandes verdades», que el Señor le revela a través de su experiencia mística. Desde que Jesús se convierte en su libro vivo (V 26,5), es Él quien la va amaestrando sobre las grandes verdades de su vida:
Quiere «hacer Dios que entienda el alma lo que El quiere y grandes verdades y misterios» (V 27,6). «El Señor la da a entender secretos y grandezas suyas» (V 27,12). «Muestra Su Majestad estas verdades de manera, que quedan tan impresas que se ve claro no lo pudiéramos por nosotros de aquella manera en tan breve tiempo adquirir» (V 38,4). Una palabra de las que el Señor le dice, «trae consigo esculpida una verdad que no la podemos negar» (V 38,16). Y refiriéndose a la humildad dice: «Entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad» (V 40,3).
La maduración en la fe: vida de fe
El dinamismo y crecimiento en la fe no se da sólo por el conocimiento de las verdades de fe, sino también y muy particularmente por una adhesión plena a Dios, en el encuentro personal con Él. Es un crecimiento no en extensión, por el que se llega a conocer un número cada vez mayor de verdades, sino en intensidad, por el que uno se adhiere más plena y profundamente al misterio personal de Dios.
Este crecimiento en la fe sigue normalmente un proceso de purificación, que aparece descrito en san Juan de la Cruz en su conocida «noche oscura» (la «noche de la fe»), pero que en santa Teresa está más difuminado. Y es que en ella la purificación de la fe va unida a la purificación de la oración, en la que se expresa y desarrolla la fe. Para Teresa de Jesús la fe es el encuentro personal con Dios, que se vive en y por medio de la oración. El proceso de maduración de la fe coincide con el proceso de maduración de la oración.
Esta vinculación entre fe y oración es intrínseca a su misma naturaleza. Se ora como se cree y se cree como se ora: «Lex orandi, lex credendi». La oración es expresión de fe. Así la presenta el Catecismo: «Este Misterio [el Misterio de la fe] exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración» (CEC 2558).
En Teresa de Jesús la relación entre fe y oración es consecuencia de su misma definición de la oración, como «trato de amistad» (V 8,5), esto es, como «relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero». Es «trato de personas», mucho más y antes que «trato de negocios»; es fundamentalmente «estar con El». No es algo directamente funcional, sino una realidad primordialmente comunional. La expresión más fuerte de esta comunión para la Santa es el encuentro personal con Cristo y con el misterio trinitario.
Actitud teologal: «fe viva»
La fe engloba toda la vida de Teresa. Lo mismo que la oración, en la que se expresa. Y así como ésta no se da aislada de su quehacer ordinario, como un recoleto parque religioso, al margen de los acontecimientos, lo mismo la fe. La oración teresiana a Dios brota de la vida y retorna a la vida; es un continuo fluir entre Dios y la vida, la vida y Dios. La mejor expresión de esta interrelación es su insistencia en cómo «Marta y María han de andar juntas» (M 7,4,12).
Este ensamblaje entre fe y vida, entre oración y compromiso, aparece en ella como una actitud teologal, que la lleva a descubrir a Dios en todas las cosas y que se expresa en la oración contemplativa, centro de su pedagogía sobre la oración (Camino de Perfección, cc. 25-26 y 31-32). Es una mirada de fe y una entrega confiada a la voluntad amorosa del Padre.
Esta mirada de fe y de entrega confiada es la manifestación de la fe viva, de que habla san Pablo (Rom 1,5; Gál 5,6), fórmula que repite con distintas modulaciones Santa Teresa, como criterio supremo de comportamiento (cf Concordancias: Fe). Ese «avivar la fe» (V 27,17) o tener «fe viva» (V 19,5; 27,9; 42,2; C 34,6) es reconocer a Dios en todo y hacer su voluntad. A los que «no tienen fe viva» Dios no les habla (Conc 1,11). Y ocurre que cuando «está tan muerta la fe…, queremos más lo que vemos que lo que ella nos dice» (M 2,1,5).
La «fe viva» representa, en definitiva, una especie de connaturalidad o de enraizamiento del creyente en la fe, de modo análogo a como se está arraigados en los principios naturales. Significa la plena asimilación de los criterios de fe y de su escala de valores, de modo que no sean solamente objeto de conocimiento, sino de convencimiento que motiva hondamente la vida. Es la culminación del proceso de maduración de la fe.
BIBL. Ana M.ª López, La experiencia de fe en Santa Teresa, en «Studium Legionense» 23 (1982), 9-52.
Ciro García