Siempre ha resultado difícil y comprometido escribir sobre Felipe II. Desde siempre su figura ha sido un ‘signo de contradicción’. Pocos personajes, como el llamado por muchos ‘rey prudente’, han sido tan contestados por otros. Ninguno ha sido tan satanizado o tan alabado. Para unos fue el verdadero genio del mal. Para otros un verdadero mito. La abundante historiografía sobre él está adscrita a dos grupos, la de quienes le han falseado abierta y calumniosamente y la de los que le han exaltado de forma reiterativa y acrítica. La urgente revisión de Felipe II ha tenido lugar en los tiempos más recientes, tomando ocasión de las celebraciones centenarias que se han ido sucediendo: del nacimiento en 1527, del comienzo del reinado 1557, de la terminación de El Escorial 1574, de la Armada Invencible 1588. De esta primera etapa de revisión histórica han quedado algunos nombres y sus estudios, todavía válidos a pesar de los avances que se han ido produciendo. Nombres conocidos son: León E. Halkin, W. T Walsh, Pfandl hasta 1938. También durante el siguiente decenio se publicaron estudios importantes, como los de J. March sobre la niñez y juventud de Felipe II; el de G. Marañón sobre Antonio Pérez, y la magistral investigación de F. Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen au temps de Philippe II. En 1958 aparecieron los dos volúmenes, XIX-y XX, de la Historia de España dirigida por M. Pidal, por L. F. de Retana, estudioso de por vida del tema y peregrino paciente por las fuentes documentales y la bibliografía existente hasta el momento. Aunque su admiración rendida causa la impresión de que escribe más una hagiografía que una historia crítica. En el Prólogo se apunta el siguiente pronóstico: ‘enjuiciar a Felipe II y a los hombres de su tiempo no será posible hasta dentro de algunos años, cuando se haya realizado una serie de investigaciones’ (Cayetano Alcázar Molima, p. XIX). Lo sucedido en los años que corren desde el decenio de los setenta parece que es el cumplimiento de ese augurio. Desde esos años han aparecido numerosos estudios monográficos de otros tantos acreditados investigadores españoles, como Alvar Ezquerra sobre la capitalidad en Madrid, Gómez Centurión, sobre la empresa de Inglaterra, Fernando Checa, sobre Felipe II y las artes, Luis Gil Fernández, sobre el humanismo español desde comienzos del XVI hasta el XIX. Autores extranjeros que han hecho sus aportaciones al tema son: J. Brown, D. Brading, N. Salomón, D. E. Vassgerg. Otras obras bien recibidas por la crítica han sido las de G. Parker edición española en 1984, y la más reciente de H. Kamen. La de éste repetida cuatro veces desde mayo de 1997 en que apareció la edición española. Aunque ha sido una constante la acogida favorable de los estudios foráneos, la causa está más que en otra alguna en la mejor utilización de las fuentes, en el sentido de haberse liberado de prejuicios y apasionamientos de otros momentos, como le sucedió al por otra parte tan acreditado L. P. Gachard.
El encuentro de Santa Teresa con Felipe II se explica desde la colocación de ésta y de las especiales circunstancias de su actividad. Teniendo también en cuenta la clara percepción del sentido de la realeza, de su rol y de sus funciones dentro de la realidad que se vivía en España. Y también desde el conocimiento del rey de los problemas religiosos y de su preocupación por la reforma. Desde esos datos se deriva el testimonio de Santa Teresa sobre el rey y su valoración del mismo. Se han conservado cuatro cartas dirigidas personalmente a él, aparte otras que se han perdido (F 27, 6). Un breve ensayo aparecido en 1900 del arcipreste de Madrid, Higinio Ciria Nasarre, se titula, Santa Teresa y Felipe II, y se presenta con el siguiente subtítulo, Concepto cabal de justo y piadoso que se forma del Rey prudente, leyendo las obras de Santa Teresa de Jesús. Se trata de una rareza bibliográfica, cuyo valor es únicamente significativo. El valor historiográfico está únicamente en el recuento pormenorizado de referencias o alusiones explícitas al rey, espigadas especialmente en las Fundaciones.
Las cuatro cartas autógrafas dirigidas por la Santa al rey están datadas el 11 de junio de 1573, 19 de julio de 1575, 13 de septiembre de 1577, 4 de diciembre del mismo año. Aparte la primera, cuyos motivos no se conocen, las otras fueron motivadas por asuntos puntuales y graves de la Reforma, como la situación provocada por las medidas del Capítulo General de Piacenza, la campaña de los Calzados y sus memoriales contra el P. Gracián y la prisión de los descalzos, San Juan de la Cruz y su compañero, Germán de S. Matías, en la noche del 3 al 4 de diciembre de 1577.
Estas cartas son un modelo peculiar de su correspondencia; siempre se han valorado como paradigma de estilo epistolar. En ellas la Santa se presenta a sí misma con su sentido de las cosas, en la apreciación de las circunstancias y en el uso de los medios que cree indispensables y más eficaces en ese momento. Ante todo tiene muy presente su derecho de acudir a quien ante todo y sobre todo representa la justicia, según correcta apreciación de la realeza y de su sentido, de acuerdo con la Sagrada Escritura y la tradición sobre el carácter providencial de la realeza. Una sola vez en las cartas al rey usa los títulos del protocolo ‘sacra, católica, cesárea, real majestad’, manteniéndose fiel a los usos establecidos y exigidos. La Santa no tenía, sin duda, precisa y clara noción del significado real y simbólico de cada término; era más bien fiel al respeto, veneración y obediencia, más que a otras depuradas intenciones en el cuadro de las que detalla C. Lisón Tolosana (La imagen del rey. Monarquía, realeza y poder ritual en la Casa de los Austrias,Madrid 1991), vigentes en esa época. La palabra majestad, que usa preferentemente para referirse a Jesucristo, no tenía en el lenguaje normal del pueblo castellano una tradición acreditada; el mismo Felipe II, a partir de 1580, desaconsejaba su uso. La Santa desecha la fórmula o el estereotipo en las tres cartas últimas dirigidas al rey. Su imagen sobre él está fuera de cualquier inspiración o dependencia. Trasmite lo que ella piensa y siente, tanto de su persona como de su poder y de su acción. Es ‘defensor y ayuda de la Iglesia’ (cta a Felipe II, 11.6.1573). Sobre todo le tiene como defensor de la Orden ‘el único amparo que tiene en la tierra’ (cta a Felipe II, 18.9.1577). Es la Virgen quien le ha escogido y tomado como amparo y remedio de la Orden (cta al mismo, 4.12.1577). Es instrumento para bien de la cristiandad que le necesita (cta 19.7.1577). El rey ‘está en lugar de Dios’ (ib). La Santa siente respeto y temor dirigiéndose al rey. Un temor reverencial expresado de diversas maneras -‘es razón que se le tema’ (V 37,5)-, a la vez que cae en cuenta y percibe las graves responsabilidades del gobierno. Por lo que no le importaría transferirle las ‘mercedes que Dios la ha hecho a ella’ (V 21, 2). Tiene seguro que Dios les ha marcado a los reyes de alguna forma (V 21, 3). La voluntad de Dios y la del rey se identifican para ella (cta al P. Jerónimo Gracián, fines de agosto de 1578).
Santa Teresa no solamente admira al rey; le quiere y reza por él. Se siente tan agradecida que no solamente lo encomienda ella, sino que todas las hermanas y siempre rogarán por él. Está convencida además de que la ayuda que ha prestado a la Orden será para ‘vuestra majestad mayor ganancia’ (cta 11.6.1573). La eficacia de la intervención del rey se convirtió en una experiencia decantada que la Santa fijó en otras muchas referencias de sus escritos. No alcanzó los dramáticos momentos para su obra que llegaron después de haber muerto. Pero también entonces las intervenciones del rey seguían siendo decisivas. La propia experiencia se convirtió en axioma, hasta cuando se trataba de que el Papa fuera favorable: ‘con unas letras que escriba el Rey a su embajador, gustaría de hacerlo’ (el Papa) (cta al P. Jerónimo Gracián 15.4.1578).
BIBL.Aguado, José María, Relaciones entre Santa Teresa y Felipe II,La Ciencia Tomista 36 (1927) 29-56.
A. Pacho