En los comienzos del siglo XVI los franciscanos habían escrito ya una historia de tres siglos. Desde los mismos comienzos la Península Ibérica fue una parcela privilegiada para el arrollador movimiento desencadenado por el Poverello. La presencia franciscana en España desde los orígenes está relacionada con la presencia física del Santo. En 1217, cuando se hace la primera división de provincias se anota ya la de España. En 1232 había tres: Santiago, Aragón y Castilla. La llegada de los mendicantes, especialmente de los franciscanos fue una irrupción de espíritu nuevo que alcanzó hasta los últimos pliegues de una sociedad ansiosa de un nuevo aliento religioso. Fueron ellos los que más extensa y profundamente se fundieron con el pueblo mediante un apostolado directo, variado e intensísimo: sacramental, predicación, dirección y acompañamiento espiritual. Los fieles se les entregaron y les aceptaron como guías e inspiradores, comenzando por los mismos reyes, quienes no solamente les confiaron su conciencia sino que los convirtieron también en consejeros. Las crisis internas en la Orden se produjeron por causas diversas internas y externas. Entre las primeras la dialéctica pobreza total conventual. Entre las segundas no fue la menor la peste negra de la mitad del siglo XIV, que provocó un trastorno general en todos los aspectos, pero afectó de una manera más severa a las órdenes religiosas, sobre todo, causando profunda reviviscencia desde las raíces de las propias instituciones. A fines del siglo XIV los franciscanos habían remontado la catástrofe en el número. La Provincia de Castilla contaba con 8 custodias y cuarenta y cuatro conventos. Es en Castilla donde surgió el movimiento de restauración con más fuerza y en diversas presentaciones de la conocida fórmula de la ‘observancia’ que alcanzó su propia organización y consistencia durante el siglo XV, hasta llegar a la plenitud en los inicios del siglo XVI. Se impuso al grupo tradicional de los conventuales, y provocó la división de la Orden, contra la que tanto se había luchado, en 1517.
En ese movimiento renovador se hizo presente una constelación de insignes franciscanos, entre los que sobresalen los tres ‘Pedros’: de Villacreces, de Santoyo y S. P. Regalado, y otros como Lope de Salinas, Juan de la Puebla, Juan de Guadalupe. Dentro de la saga de reformadores el cardenal Cisneros, por su influyente y decisiva colocación, realizó una profunda reforma de la Orden en el contexto general de la reforma de la Iglesia impulsada por los Reyes Católicos. También en Italia surgió un movimiento semejante en intensidad, vigor y extensión, especialmente el acaudillado por S. Bernardino de Siena y su grupo de colaboradores, que consiguió contagiar sus ideales a otros tres insignes apóstoles que con él forman el triunvirato de la Observancia: Alberto de Serteano, Jacobo de la Marca y S. Juan de Capistrano. El éxito del movimiento, pese a las ambigüedades y otros riesgos, fue impresionante. A fines del siglo XVI los observantes, según datos aproximativos, alcanzaban los treinta mil contra veinte mil observantes en mil quinientos conventos.
A pesar de las tensiones internas y las divergencias el franciscanismo alcanzó un éxito superior en los siglos siguientes. En una estadística ya fiable de 1762, los franciscanos de los distintos grupos eran 77.000.
En el humus de la observancia nació otra reforma, los descalzos alcantarinos, porque a los primeros se adhirió S. Pedro de Alcántara, el enlace privilegiado de santa Teresa con una peculiar fórmula de franciscanismo. La última y exitosa reforma franciscana, la capuchina, nacida en 1528, retrasó su llegada a España hasta 1578, aunque a partir de esa fecha su éxito fue espectacular, pero cae fuera de la cronología teresiana.
A pesar de las tensiones, de las luchas internas, de las dificultades e incomprensiones de vario signo dentro de la gran familia franciscana, el hecho de su presencia es una expresión de plenitud, de pléroma espiritual vivificante en amplísimos sectores de fieles de toda España y fuera, en las nuevas tierras de evangelización. Con justicia se ha apuntado que los diversos conventos franciscanos fueron centros de irradiación espiritual tan intensa como pocas veces se ha conocido. Los años que van de 1492 a 1520 marcan el espacio de verdadera plenitud. En un primer momento según una línea de pronunciado ascetismo, que luego dio paso a la primera gran floración de escritores místicos en la edad de oro de la mística española, que es todo el siglo XVI.
San Francisco y santa Clara fueron dos paradigmas para santa Teresa. Su encuentro con los franciscanos ocupa una página de su biografía como fundadora, y especialmente su biografía interior.
Algunos incidentes con los franciscanos no fueron ciertamente gratos con ocasión de algunos roces en las fundaciones: ‘No me va bien con los frailes franciscanos, que compramos una casa harto a nuestro propósito, y es algo cerca de ellos y hannos puesto pleito’ (cta a D. Teutonio de Braganza, fines de junio de 1574). Pero hubo otros franciscanos, como el P. Alonso Maldonado (F 1,4) cuyo encuentro y sus impresiones evangelizadoras en Nueva España causaron tan fuerte impresión en la Santa. También ocupa lugar de privilegio en la historia interior de la Santa S. Pedro de Alcántara cuyo encuentro ayudó a superar las primeras dificultades de su vida mística, y cuyo magisterio le resultó tan convincente porque repetía su propia experiencia. Le tenía por santo, y sobre él escribió una de las más bellas memorias que un santo haya escrito de otro (V 27, 16-20). Le califica abiertamente de santo (V 40, 8; M IV, 3-4). Le vio subir al cielo sin pasar por el purgatorio (V 38, 32). La presencia de autores espirituales que la han ayudado es testificada por ella misma, como el Tercer abecedario de Francisco de Osuna (V 4, 7), Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo (V 23,12). Alcántara, Pedro. Maldonado, Alonso de.
A. Pacho