El «gozo» es un fruto del Espíritu Santo concedido al «hombre nuevo» en Cristo, como contrapunto a las «apetencias de la carne». A quien se deja conducir por el mismo Espíritu (Gál 5,22). Sinónimo de alegría, deleite, consuelo, júbilo, etc., nos muestra en T las cotas más altas de su experiencia fruitiva en la inmersión mística trinitaria. El mensaje teresiano es un reflejo patente de ese «grito» (kraxein, que dice Pablo: Rom 8,16; Gál 4,6) con que el hijo de Dios «exclama», a una con el Espíritu de Cristo, ante el amor fontal del Padre.
Será justamente en sus Exclamaciones donde T alcance los tonos más agudos de su gozo-deleite en el Espíritu. En cuanto nos sea posible, vamos a seguir este canto al «goce místico» de la Santa, desde su hontanar profundo hasta sus manifestaciones cristológicas y pneumáticas. Simple profecía reservada a quienes engolfados en estos misterios, poseen la pregustación «ya aquí» de los bienes divinos y su promesa eterna en la esperanza.
1. En los deleites del Dios-Padre
Por naturaleza y destino, por creación y adopción divinas, estamos destinados a ser felices y a gozar de la fruición expansiva de las Tres Personas eternamente felices: «Considera el gran deleite y gran amor que tiene el Padre en conocer al Hijo, y el Hijo en conocer a su Padre, y la inflamación con que el Espíritu Santo se junta con ellos… Estas soberanas Personas se conocen, éstas se aman y unas con otras se deleitan» (E 7,2). Pero Dios tiene también sus «deleites con los hijos de los hombres» (Prov 8,31) y T se pregunta extrañada: «¿Fáltaos, Señor, con quién os deleitéis, que buscáis un gusanillo tan de mal olor como yo?» (E 7,1). La respuesta del Padre confirma y explica este misterio de participación condescendiente: «Aquella voz que se oyó cuando el Bautismo, dice que os deleitáis con vuestro Hijo (Lc 3,22). ¿Pues hemos de ser todos iguales, Señor? ¡Oh, qué grandísima misericordia y qué favor tan sin poderlo nosotras merecer!» (ib).
T sabe bien hasta qué punto Jesús es portavoz de la voluntad gozosa del Padre: «No te inquietes por nada; goza del bien que te ha sido dado, que es muy grande: mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama» (R 13). Misterio de la inhabitación trinitaria, del «excesivo amor» de cada Persona divina que tiene «imprimidas» (R 16,2) y como «esculpidas» en su alma (R 47). Al presente no se agota el deleite de los Tres, pero estas gracias despiertan en ella el anhelo de la posesión definitiva: «Son unas grandezas, que de nuevo desea el alma salir de este embarazo que hace el cuerpo para no gozar de ellas» (R 47).
La enjundia del deleite no está en saber si se goza en el cuerpo o en el alma, sino la convicción de que «era el alma capaz de gozar mucho» aun siendo incapaz de disfrutar totalmente de la felicidad increada. En otra Relación intenta explicarnos simbólicamente esta experiencia del Dios trinitario: «Como cuando una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma se enchía de aquella divinidad y, por cierta manera, gozaba en sí y tenía las tres Personas» (R 18). Experiencia de vida trinitaria, de efusión y comunión paterna con sumo gozo divino: «Parecíame que la Persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo, mostrándome lo que quería: Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen: ¿qué me puedes tú dar a Mí?» (R 25,2). Coloquio paterno-filial.
2. El gozo con Cristo Esposo
Jesús es el enviado del Padre por quien «nos vienen todos los bienes» (V 22,7). De forma especial nos participa «su» gozo (Jn 15,11) hasta colmar nuestra capacidad asombrosa de ser felices (Jn 16,21-22). T no terminaría nunca de ponderar su vivencia fruitiva en comunión con su Esposo: el gozo de sentirse «rescatada», de hallar «el tesoso escondido» del Reino, de alegrarse en su Resurrección pascual, de su presencia en la eucaristía y en la propia alma.
Cristo es quien la conduce hasta el Padre como «redimida» («Esta que me diste te doy»: R 15,3). Misterio insondable que la hace cantar: «vuestra soy, pues me redimisteis» (Po 2,3). Condensa así toda su experiencia del amor misericordioso con que Dios la «rodea» y «fuerza» para atraerla hacia Sí (V 8,12); los forcejeos del Amado que la gana hasta hacerle saborear el gozo del «agua viva»… Con una pedagogía acoplada a la necesidad humana («porque si no conocemos que recibimos no despertamos a amar»: V 10,4), el Señor la va granjeando con «gustos y regalos» (V 9,9), con detalles de consuelos que la convencen de que El «regálase allí, huélgase allí» (V 10,2). «Con regalos castigabais mis delitos», concluye Teresa en su repaso del enamoramiento (V 7,15).
Como expresión teresiana de este su deleite cristopático está el trasfondo de los misterios gozosos y gloriosos del Señor. Si es «esta Humanidad sacratísima, en quien su Majestad se deleita», por quien contentamos a Dios y de quien recibimos todo (V 22,6), cualquier empeño de gozo espiritual pasa por este «enamorarse mucho de su Sagrada Humanidad y… alegrarse con El de sus contentos y no olvidarle por ellos» (V 12,2).
En los momentos de «oración sabrosa» (V 22,4) el gozo del Espíritu se centra en la contemplación pascual del Señor. Nadie puede quitarle al alma «de estar con El después de resucitado» (V 22,6), saboreando cómo salió del sepulcro (V 26,4) y ponderando «el amor que el Señor nos tuvo y su resurrección», que es la que «nos mueve a gozo» (V 12,1).
Y en los estados supremos de esta relación, cuando ya el alma no se preocupa siquiera de «gozarme más, sino en hacer mi voluntad» (R 19), entonces siente la presencia silente y poderosa del «pax vobis» (Jn 20,19) en el mismo centro del alma, con un «grandísimo deleite… que no sé a qué lo comparar, sino que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo» (M 5,1,12; M 7,2,3). Saborea al mismo tiempo el gozo de la «joya dada» (V 10,5), el «gran tesoro» escondido (V 16,7), y la «gota de agua» que salta hasta la vida eterna (V 11,10-11). Y, como la mujer del evangelio que halla la moneda perdida, «querría dar voces en alabanzas el alma», que «no cabe en sí» [con] «un desasosiego sabroso… Aquí querría el alma que todos la viesen y entendiesen su gloria para alabanzas de Dios y que la ayudasen a ella, y darles parte de su gozo porque no puede tanto gozar» (V 16,3).
3. El gozo en el Espíritu
La conversión y conformación a Cristo es para T la obra de filigrana del Espíritu Santo. Por ser «Dador de vida» a El le corresponde guiar la voluntad de «contentarle en todo al Señor» (V 24,5). La Santa no desea otra cosa. Por eso invoca al «Consolador» presente en ella y obtiene su primera gracia mística de conversión a Cristo. Así nos recuerda «la gran merced» recibida al paladear orante el Veni Creator en la Pascua de Pentecostés: «Habiendo estado un día mucho en oración y suplicando al Señor me ayudase a contentarle en todo, comencé el himno; y estándole diciendo, vínome un arrobamiento tan súbito que casi me sacó de mí… Entendí estas palabras: Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles…Y así me hizo temor, aunque por otra parte gran consuelo que, en quitándoseme el temor que a mi parecer causó la novedad, me quedó» (V 24,5).
De esta primera gracia pentecostal vuelve a dar fe T veinte años más tarde, cuando en Beas hace voto de obediencia al P. Gracián. Era otro segundo día de Pascua del Espíritu Santo. Sentía cierta reticencia para dar este paso, pero el Espíritu deshace sus dudas y la fortalece para lo más perfecto: «Ni sé si merecí, mas gran cosa me parecía había hecho por el Espíritu Santo, al menos todo lo que supe. Y así quedé con gran satisfacción y alegría y lo he estado después acá» (R 40,8).
El Espíritu Santo cumple su misión de ahijarnos del Padre y de corformarnos con Cristo «enamorando» y «encendiendo» el fuego en nuestros corazones. El es «el Medianero entre el alma y Dios, y el que la mueve con tan ardientes deseos que la hace encender en fuego soberano, que tan cerca está» (Con 5,5). Y al Espíritu atribuye el vínculo de amor que nos «ata» con la Trinidad: «Que, por desbaratado que ande el pensamiento, entre tal Padre y tal Hijo forzado ha de estar el Espíritu Santo que enamore vuestra voluntad y os la ate con grandísismo amor, ya que no basta para esto tan gran interés» (C 27,7).
Por su acción llega la inhabitación divina a su culmen de simbiosis mística (M 7,1,6), transformando con su fuego al gusano en «mariposica» de hombre nuevo: «Entonces comienza a tener vida este gusano, cuando con el calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general que a todos da Dios y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia» (M 5,2,3).
4. Tonalidades del gozo espiritual
Todos los contenidos y formas de la fruición espiritual se inscriben en la vivencia teresiana, desde el inicio de su vida mística hasta su última expresión antes de morir: «Ya es llegada la hora de que salgamos de este destierro, y mi alma se goce contigo de lo que tanto he deseado» (Efrén-Otger, ST y su t., II/2, 803). No teoriza sobre matices filológicos si se detiene en conceptualizar sus goces íntimos. Se contenta con afirmar lo que «siente» su alma sin espejismos engañosos: «Que me favorezca dice su Majestad para entender por descanso lo que es descanso, y por deleite lo que es deleite. ¡Y una higa para todos los demonios!» (V 25,22).
Por complemento de cuanto es para ella la alegría, señalamos algunos matices expresivos de este gozo en el Espíritu.
Gozo inseparable del amor: Como aval de autenticidad y de gratuidad inmerecida: «El corazón que mucho ama no admite consejo ni consuelo sino del mismo que le llagó» (E 16,1). No existe motivación humana para este contento difuso, puro don del Espíritu: «Conoce que goza de lo que ama y no sabe cómo goza: es don del Señor de ella y del cielo y, en fin, da como Quien es» (C 25,2). Por eso los contentos divinos borran otros apetitos, como el amor auténtico libera de falsos amores: «es posible pasar el alma enamorada por su Esposo todos esos regalos y desmayos y muertes y aflicciones y deleites y gozos con El, después que ha dejado todos los del mundo por su amor» (Conc 1,6).
Gozo jubiloso en la oración: Aquí verifica T su vida y sus deseos de «contentar a Dios» (F 2,4) no sólo de palabra. En la oración halla el momento privilegiado para ejercitarse en «dar recreación a este Señor nuestro y así se venga muchas veces a este huerto [del alma] y a holgarse entre sus virtudes» (V 11,6). Y como «no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso donde El dice tiene sus deleites» (M 1,1,1), en el trato de amistad realizado en el «cielo pequeño de nuestra alma» (C 28,5) «nunca falta consolación» (C 20 tít). Expresión máxima de este agrado a Dios es la «alabanza» y «glorificación de Dios: el hacer todo para gloria y bien de su Iglesia» (C 3,6). Toda oración culmina en la obligada doxología de su jubiloso «amén, amén» (V 19,15).
Gozo contagioso: A pesar de ser el gozo espiritual una experiencia inefable e íntima, un «entrañarse con este sumo Bien» (E 17,11) en el más profundo silencio del alma con su Esposo (M 7,3,11), T insiste mucho en la condición incontenible, participativa y contagiosa del mismo. Su espíritu reedita la fiesta de la mujer que halló el «gran tesoro» (Lc 15,9=V 16,3.8) y la fiesta del Padre de las misericordias por el «hijo reencontrado y vuelto a casa» (Lc 15,22=M 6,6,10). Su alma «está que no cabe en sí, [con] desasosiego sabroso» que irrumpe en lírica poética de macarismos incontenibles: «Aquí querría el alma que todos viesen y entendiesen su gloria para alabanza de Dios, y que la ayudasen a ella y darles parte de su gozo porque no puede tanto gozar… Toda ella querría fuesen lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos, atinando siempre a contentar a Quien la tiene así… ¡Bendito seáis por siempre, Señor! ¡Alaben os todas las cosas por siempre!» (V 16,3-4).
Todos los escritos de T están plagados de elevaciones similares, de exclamaciones jubilosas y agradecidas a Dios, pues, a pesar de todo, «hay quien ame a tu Dios como El merece» (E 7,2). «Todo su contento provoca alabanzas de Dios» (M 6.6.10). El alma es incapaz de «disimular» su alegría, «que este gozo la tiene olvidada de sí y de todas las cosas, que no advierte ni acierta a hablar sino en lo que procede de su gozo, que son alabanzas de Dios» (M 6,6,12). Es como una reedición del «magníficat» mariano (E 7) o del «cántico de las criaturas» del Poverello: «Es un gozo tan excesivo del alma, que no querría gozarle a solas sino decirlo a todos para que le ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento. ¡Oh, qué de fiestas haría y qué de muestras, si pudiese, para que todos entendiesen su gozo! /…/ ¡Y ayúdennos todas las criaturas por los siglos de los siglos, amén, amén, amén!» (M 6,6,10.13).
Profecía del gozo pleno: T, como todos los santos que han hecho escuela en la alegría cristiana (Ex. Ap. Gaudete, p. 36), mueve su vivencia y mensaje entre el gozne del gozo poco encarecido y nunca perfectamente poseído aquí. Para su mejor entendimiento distingue entre la «ordinaria alegría» (F 27,12), en que se manifiesta «el gozo interior» (F 12,1), y el gustar del «gozo del alma cuando está así» en la «paga de esta vida» (Conc 4,7-8). Pero por mucho que ésta se adelante y se pondere su semejanza con la plena posesión del Bien Amado (V 10,3), por más que se compare con el gozo de la gloria (C 40,9), estamos ante una vivencia precaria. Sólo «en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra» (M 5,1,2). Por eso la fruición del alma aquí no es más que un simple aperitivo de «los tesoros que se han de gozar sin fin» (M 6,4,10). «Entrañada» y «embebida», «engolfada y absorta» por el «rocío deleitoso» (Conc 5,4), T no deja de pensar en el éxodo definitivo hacia la «tierra propia» (C 40,8), en la entrada de la nueva «ciudad de Jerusalén» (F 4,4).
Mientras esto llega, la esperanza sostiene la «agonía» (V 16,1) y la impresión de que el cuerpo ya no aguanta tanto gozo (V 17,1). El gozo del Espíritu se disfruta al presente sólo «a tiempos» (M 6,1,2) y «a sorbos» (V 22,5;C 30,6). Hay un ansia, deseos y envidia irreprimibles de «gozar del todo a su Bien» (E 13,1;V 29,14). Es el impulso teologal de la «gran esperanza de ir a gozar perpetuamente» (C 30,6), el gemido del Espíritu que clama por la plena redención del hombre y que hace exclamar: «ansiosa de verte, deseo morir» (Po 7,1). Por eso invoca T su traspaso final: «no se goza estando viva: ¡muerte, no me seas esquiva!» (Po 1,7). Recuerda la alegría de los santos «cuando les dijeron ¡Vamos!» (V 27,l9; F 16,3) y anhela la «posada de para siempre, para sin fin» (C 22,1). Un fin que viene a rescatar «la verdad de cuando niña», aquel «para siempre, siempre, siempre» (V 1,4). Sólo en esta perspectiva gloriosa, el disfrute de Dios tiene su último sentido: «¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos…! Descansa mi alma considerando el gozo que tendrá, si por vuestra misericordia le fuere concedido gozar de Vos» (E 4,1). Desde ese entonces del Espíritu que dice «ven», T acuerda el cántico de las misericordias divinas (M 7,1,1;V 14,10) y exclama como esposa enamorada: «Te gozarás con tu Amado, con gozo y deleite que no puede tener fin» (E 15,3). Alegría. Espíritu Santo.
BIBL. Díez, Miguel Angel, La alegría cristiana y el gozo del Espíritu desde la experiencia teresiana, en «Vida Religiosa» 53 (1982) 301-310; Paul M. de la Croix, Aux sources bibliques de la joie, en EtCarm, Bruges 1949,11-20.
Miguel Angel Díez