1. Terminología
La terminología teresiana sobre la gracia es muy rica y variada. No se limita al término «gracia», sino que comprende otros muchos. Destacan los siguientes: merced/es (bienes, beneficios, regalos), gracia/s, misericordia/s (bondad, perdón), favor/es, auxilio, natural-sobrenatural. El orden señalado es numérico; está en proporción a la frecuencia de su uso, de más a menos.
Gracias a la informatización (A. Fortes, Léxico de Santa Teresa, Burgos 1997), hoy podemos saber con exactitud el número de veces que emplea cada uno de los vocablos. Pero, teniendo en cuenta las distintas acepciones (no siempre teológicas) que les da, sólo podemos establecer el número aproximado. Los agrupamos en tres series por orden numérico: 1ª/ merced (426), mercedes (381), bienes (117), regalos (102), beneficios (8); 2ª/ gracia (412), gracias (79); 3ª/ misericordia (170), misericordias (17), bondad (107), perdón (7); 4ª/ favor (158), favores (13), auxilio (3); 5ª/ natural (157), sobrenatural (38), sobrenaturales (21).
Para una teología de la gracia en Santa Teresa es necesario el estudio de todos estos términos.
a. Descripción general
Si bien todos expresan la misma realidad central de la gracia divina, que es la comunicación personal de Dios que nos renueva interiormente, cada uno tiene una connotación particular:
El término fundamental es «gracia», que para la Santa significa primordialmente la presencia sobrenatural de Dios en el alma («presencia por gracia»). Su descubrimiento marca los comienzos de su itinerario espiritual. Es el ámbito «sobrenatural» en el que se desarrolla toda su vida. Comprende también la transformación interior, que da lugar a una nueva vida («estado de gracia»).
Los términos «merced» y «mercedes» de Dios, con sus equivalentes, «bienes», «regalos» y «beneficios», designan predominantemente la intervención personal de Dios en la vida de Teresa, con una triple serie de gracias: gracias de salvación, que la ponen en camino hacia Él; gracias de comunión, que recibe en su intensa vida de oración; gracias místicas, que experimenta en la cumbre de su vida espiritual.
Los términos «misericordia», con sus equivalentes «bondad» y «perdón», dicen relación a la gracia de la conversión, al perdón de los pecados y a la confianza en el Señor. «La misericordia de Dios nunca falta a los que en él esperan» (M 6,1,13). En Teresa resplandece particularmente sobre el trasfondo de su ruindad.
El término «favor» de Dios («favores» se usa pocas veces y en sentido diverso) responde a la idea de gracia como auxilio divino o ayuda interior para hacer el bien y progresar en el camino de la virtud y de la oración. Este no falta nunca en el camino ordinario. La Santa lo denomina auxilio general. Pero no basta en el camino contemplativo, sino que es necesaria una nueva merced divina o gracia sobrenatural, que la denomina auxilio particular.
El término «natural», empleado casi siempre en sentido sustantivo, designa la debilidad de la condición humana o la flaqueza de nuestra naturaleza: «se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor» (V 2,3). El remedio a esta situación es el «favor» de Dios, el auxilio de su gracia. «Sobrenatural» (en sentido adjetivo) lo usa ordinariamente para designar la oración contemplativa y la unión mística: «El alma no puede por sí llegar a este estado, porque es todo obra sobrenatural que el Señor obra en ella» (V 22,1).
b. Lectura teológica
De esta descripción general se desprenden algunos datos, que son básicos para la articulación de una teología teresiana de la gracia. Su concepción está lejos del hieratismo escolar. Para ella la gracia tiene siempre una connotación personal. No es un «aliquid in anima» o una realidad estática, sino una realidad eminentemente personal y dinámica. En otros términos, es una propiedad inseparable de la persona: tanto de la persona que comunica su gracia (Dios que se comunica = gracia increada), como de la persona que la recibe (el hombre transformado por esa comunicación = gracia creada).
Toda la vida de Teresa está envuelta en esta realidad personal de la gracia divina. Nada de ella se entiende, si no es dentro de este ámbito divino. Su vida no es otra cosa que una relación personal con Dios, vivida intensamente en su camino de oración, hasta la plena unión con El. Tanto su itinerario espiritual como los misterios de vida cristiana en los que se fundamenta, aparecen siempre tamizados por esta relación personal, que constituye su experiencia mística, factor determinante de su vida y de su doctrina.
Los términos descritos convergen todos en el mismo punto: la realidad personal de la acción y comunicación divina (la gracia), que va moldeando y transformando su existencia. Es una realidad omnipresente en su vida. De ella nos habla santa Teresa en todas sus páginas, con una reiteración que hoy puede resultarnos excesiva, pero que pone de manifiesto el ámbito sobrenatural y de gracia en que se mueve. La misma variedad de términos para describir esta realidad y la frecuencia de su uso lo confirman.
A este respecto, es importante destacar que, si bien los términos descritos aparecen abundantemente en todas sus obras, la mayor parte de ellos aparecen en su Autobiografía. Esto pone de manifiesto hasta qué punto Teresa de Jesús, al echar una mirada retrospectiva a su vida, la considera toda ella obra de la gracia y nos da su interpretación en clave soteriológica. Es un canto a las misericordias de Dios. Por eso, consideramos que esta clave es fundamental para comprender tanto su vida como su doctrina.
Es lo que intentamos hacer en los siguientes apartados, articulando los contenidos de los vocablos señalados en torno a estos puntos: la acción salvadora de Dios en su vida, el descubrimiento de la presencia divina, la transformación por la gracia o cristificación, el crecimiento en la vida de gracia, el sentido del sobrenatural.
2. La acción salvadora de Dios
Cuando Santa Teresa comienza el relato de su vida, una de sus primeras experiencias evocada y descrita con fuertes trazos es la intervención salvadora de Dios en ella, que se valió de todos los medios y la hizo grandes mercedes, para librarla del infierno, perdonar todas sus culpas y ponerla en camino de salvación.
a. Las «mercedes» de Dios y su «ruin vida»
Desde el principio, es consciente de «las mercedes que el Señor [le] ha hecho», frente a sus «grandes pecados y ruin vida» (V Intr. 1). Si bien el Señor le había dado abundantes «gracias de naturaleza», confiesa que de todas se comenzó «a ayudar para ofenderle» (V 1,8). Fue así «perdiendo las mercedes que el Señor le había hecho» (V 7, tít.).
Entre estas mercedes, destacan las que recibió en el período de su enfermedad en casa de su tío: «Comenzóme Su Majestad a hacer tantas mercedes en los principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí (que era casi nueve meses en esta soledad…), comenzó el Señor a regalarme tanto…» (V 4,7).
Su entrada en religión había marcado el comienzo de estas mercedes: «Cómo la ayudó el Señor para forzarse a sí misma para tomar hábito» (V 4, tít.), y «las grandes mercedes que me comenzasteis a hacer» (V 4,4): «Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia» (V 4,10).
Pero, pasados los primeros fervores religiosos, la Santa entra en un período oscuro, en una especie de atonía espiritual, de la que le costará salir, hasta que el Señor obra en ella la conversión.
En el fondo de esta crisis está la tensión entre su trato con Dios y su trato con el mundo. Reconoce la libertad que para esto se daba en el monasterio de la Encarnación, debido al poco «encerramiento», aunque a ella no la justifica:
«No estar en monasterio encerrado» y «la libertad que las que eran buenas podían tener con bondad…, para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, si con tantos remedios y medios el Señor con muy particulares mercedes suyas no me hubiera sacado de este peligro» (V 7,3).
Se comprende así su exclamación patética y llena de agradecimiento, parecida a la del apóstol san Pablo (Rom 7,24-25):
«¡Oh Señor de mi alma! ¡Cómo podré encarecer las mercedes que en estos años me hicisteis! ¡Y cómo en el tiempo que yo más os ofendía, en breve me disponíais con un grandísimo arrepentimiento para que gustase de vuestros regalos y mercedes!… Con regalos grandes castigábais mis delitos» (V 7,19).
b. Las «misericordias» divinas frente a sus «grandes culpas»
La toma de conciencia de las mercedes recibidas aviva en Teresa el sentido de sus culpas, a cuya luz replandece «la muchedumbre de las misericordias» de Dios. Hay dos hechos centrales, en torno a los cuales gira esta experiencia.
El primero es el sentimiento de la «gran dignidad» que el Señor le había hecho con la profesión religiosa (1537), tomándola como esposa, y lo mal que «había de usar de ella» «casi veinte años que usé mal de esta merced». El balance final de estos años oscuros se cierra con un saldo a favor de la misericordia divina:
«Muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias. ¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzasteis a hacer?» (V 4,3-4).
El otro hecho central es el de su conversión (1554), que ella narra como el triunfo de la miseridordia divina sobre sus faltas. Por eso pone especial empeño en que éstas se conozcan: «para que se entienda mi maldad y la gran bondad de Dios y cuán merecido tenía el infierno por tan grande ingratitud» (V 7,9); «para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud» (V 8,3).
Esta constatación de la actuación misericordiosa de Dios en su vida, pese a su resistencia interior, la eleva a categoría salvífica universal, válida para todos: «Pues si a cosa tan ruin como yo tanto tiempo sufrió el Señor…, ¿qué persona, por malo que sea, podrá temer?… Ni ¿quién podrá desconfiar, pues a mí tanto me sufrió?» (V 8,8).
Y llega a formular este principio soteriológico, realmente atrevido, que si no estuviese respaldado por la proclamación de Jesús en el Evangelio, sería provocativo: «Mientras mayor mal, más resplandece el gran bien de vuestras misericoridas. ¡Y con cuánta razón las puedo yo para siempre cantar!» (V 14,10).
Esta experiencia de la misericordia de Dios inspira su pedagogía sobre la oración, al glosar la última petición del Padrenuestro, previniendo contra algunas tentaciones: «Atajad el pensamiento de vuestra miseria lo más que pudiereis, y ponedle en la misericordia de Dios y en lo que nos ama y padeció por nosotros» (C 39,3).
En las Sextas Moradas, ante la experiencia purificadora del recuerdo de los pecados, exhorta vivamente a confiar en la misericordia de Dios, que «nunca falta a los que en él esperan» (M 6,1,13), y trata de transmitir seguridad: «No ande el alma espantada, sino confiada en la misericordia del Señor» (M 6,3,17).
3. Descubrimiento de la presencia divina en el alma
La acción salvadora de Dios, descrita como «mercedes» y actuaciones de su «misericordia», culmina en la presencia divina en el alma. Son distintas manifestaciones de la gracia, que actúa en la vida de Teresa. La primera es la gracia como auxilio divino (exterior e interior); la segunda, la gracia como perdón de los pecados; la tercera, la gracia como comunicación personal de Dios, que se hace presente en el alma.
a. Una presencia sobrenatural por gracia
Teresa de Jesús llega al descubrimiento de esta presencia divina, a través de una gracia mística, que le revela el sentido de la presencia de Dios por inmensidad en todas las cosas y su presencia por gracia en el justo.
Esta experiencia contemplativa aparece precedida por un proceso de interiorización y una serie de gracias de oración, que suscitan en ella el sentimiento de la presencia divina: «Acaecíame… venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí y yo toda engolfada en El» (V 10,1).
Sin embargo, nos confiesa que ella ignoraba al principio el sentido verdadero de esta presencia, hasta que Dios la introdujo en ella de lleno:
«Acaecióme a mí una ignorancia al principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas. Y como me parecía estar tan presente, parecíame imposible. Dejar de creer que estaba allí no podía, por parecerme casi claro había entendido estar allí su misma presencia. Los que no tenían letras me decían que estaba sólo por gracia. Yo no lo podía creer; porque, como digo, parecíame estar presente, y así andaba con pena. Un gran letrado de la Orden del glorioso Santo Domingo me quitó de esta duda, que me dijo estar presente, y cómo se comunicaba con nosotros, que me consoló harto» (V 18,15 = M 5 1,10).
Los comentaristas teresianos se han preguntado si el contenido de la experiencia es una presencia natural (de inmensidad) o sobrenatural (de gracia). Tomás Alvarez dice que se trata de la especial presencia de Dios en ella, presencia sobrenatural, que la Santa percibe como distinta de la presencia divina natural de inmensidad (T. Alvarez, Estudios Teresianos, III, 123). Del mismo parecer es M. García Ordás, aunque advierte atinadamente que la Santa tiene una noción incompleta y pobre de la presencia sobrenatural por gracia. Piensa que es sólo intencional y afectiva. De ahí su dificultad. Su experiencia está pidiendo una presencia real de Dios en ella, que se comunica personalmente (M. García Ordás, La persona divina en la espiritualidad de Santa Teresa, Roma 1967, pp.68-69).
Este descubrimiento va seguido de otros dos, que son: la presencia de Cristo cabe sí (1560) y la presencia de la Trinidad por dentro, en el castillo del alma (1571). Estas tres experiencias marcan su itinerario espiritual.
b. Fundamento de su pedagogía sobre la oración y de la alegoría del Castillo Interior
La percepción de la presencia divina en el alma es el fundamento de su pedagogía sobre la oración, que consiste en educar para el descubrimiento de esa presencia, a través de un proceso de interiorización, que expone particularmente en Camino. Se puede decir que toda su exposición gira en torno a la convicción de la presencia de Dios que se comunica al alma. Para hablar con él, basta ponerse en su presencia (C 26,1); no es preciso «ir al cielo», ni «hablar a voces» (C 28,2).
«Está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con El, y no a voces, porque está ya tan cerca que en meneando los labios la entiende» (V 14,5).
Asimismo, la realidad de la presencia divina es el fundamento de Moradas, que concibe el alma como «un castillo todo de un diamante o muy claro cristal», con «muchas moradas», que «en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (M 1, 1,1 y 3). A partir de esta descripción, propone la vida espiritual como un proceso de interiorización, que, a través de gracias místicas y de una lenta purificación, llega a la unión perfecta con El y capacita al alma para obrar apostólicamente con todas sus energías (M 7, 4,14).
4. Transformación por la gracia y vida nueva en Cristo
Teresa, al reanudar el relato de su autobiografía tras el breve paréntesis de los grados de oración, que sigue a su conversión, confiesa: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí» (V 23,1).
a. «Otra vida nueva»: dimensión pascual
La novedad de esta vida es sencillamente la vida de gracia. La soteriología cristiana la describe como una transformación radical, que afecta al hombre en lo más íntimo de su ser, como un nuevo nacimiento (Jn 1,13; 3,3-7) o una nueva criatura en Cristo Jesús (Gál 6,15; 2Cor 5,17). La gracia, que nos viene por Cristo y nos configura con él, tiene un sentido esencialmente cristológico, que aparece particularmente acentuado por Teresa de Jesús.
Haciéndose eco de las palabras de san Pablo («Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí»: Gál 2,20), escribe: «Que no vivo yo ya, sino que Vos Criador mío, vivís en mí» (V 6,8). En parecidos términos se expresa en una de las Relaciones, paralela al relato de Vida: «Viénenme días que me acuerdo infinitas veces de lo que dice San Pablo…, que ni me parece vivo yo, ni hablo ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza» (R 3,10).
La vida nueva es la participación en el misterio pascual de Jesucristo. Teresa la explica con la imagen del gusano de seda, que muere y de él sale una palomica. De gusano «grande y feo» se transforma en «una mariposica blanca, muy graciosa» (M 5, 2,2). Esta metamorfosis es la imagen del misterio pascual, de muerte y resurrección, origen del hombre nuevo en Cristo, que se expresa en la dialéctica paulina del «morir» para «vivir». Es la expresión plástica del misterio pascual de muerte y vida del cristiano, que tiene lugar por la regeneración bautismal:
«Pues crecido este gusano…, comienza a labrar la seda y edificar la casa adonde ha de morir. Esta casa querría dar a entender aquí que es Cristo» (M 5, 2,4).
Así explica el sentido de las palabras del Apóstol a los colosenses (Col 3,3-4), que cita como colofón:
«En una parte me parece he leído u oído que nuestra vida está escondida en Cristo, o en Dios, que todo es uno, o que nuestra vida es Cristo» (Ib).
Así, dice ella, «sale una alma de aquí, de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con El» (M 5, 2, 7). Entiende «ya por experiencia cómo ayuda el Señor y transforma un alma, que no parece ella ni su figura» (M 5, 2,8).
La culminación de esta vida se describe en las Séptimas Moradas como un eco de las palabras de san Pablo, para quien «la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Fip 1,21), cuando afirma: «Así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla que hemos dicho, muere, y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo» (M 7, 2,5).
b. «Estado de gracia»: dimensión antropológica
La nueva vida en Cristo, dentro de la perspectiva antropológica cristiana, comprende el perdón de los pecados por la justificación del pecador y la santificación y renovación interior por la infusión de la gracia. Se denomina «estado de gracia» (M 1, 2,2). Santa Teresa lo contrapone al «estado de pecado», que describe en el capítulo segundo de las Primeras Moradas.
El pecado destruye la imagen resplandeciente de Dios en el castillo interior del alma. Su alegoría del Castillo Interior, que quiere significar la presencia de Dios en su mismo centro, «adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (M 1, 2,3), cae totalmente por tierra. Por eso se ve obligada a prevenir sobre las consecuencias del pecado mortal, antes de pasar adelante:
«No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más. No queráis más saber de que, con estarse el mismo sol que le daba tanto resplandor y hermosura todavía en el centro de su alma, es como si allí no estuviese para participar de El… Ninguna cosa le aprovecha…; y todas las buenas obras son de ningún fruto para alcanzar gloria… En fin, el intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle [a Dios], sino hacer placer al demonio, que como es las mismas tinieblas, así la pobre alma queda hecha una misma tiniebla» (M 1, 2,1).
Esta descripción plástica del pecado está reforzada por la visión que le mostró el Señor «cómo estaba el alma que está en gracia» y «cómo está el alma que está en pecado» (R 24). De esta experiencia brotó en ella el horror al pecado, el dolor por las almas que se pierden y el deseo de trabajar por su salvación. De ahí su grito patético: «¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este cristal? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz» (M 1, 2,4).
En las Moradas séptimas vuelve a hablar del pecado y del alma que no está en gracia, de su esclavitud y de su ceguera, pese a que el Señor está en ella dándole el ser:
«De la que no está en gracia, yo os lo confieso, y no por falta de Sol de Justicia, que está en ella dándole el ser; sino por no ser ella capaz de recibir la luz…; que estas desventuradas almas es así que están como en una cárcel oscura, atadas de pies y manos para hacer ningún bien que les aproveche para merecer, y ciegas y mudas» (M 7,1,3).
La gracia libera de este estado de alienación y de muerte. Si el pecado es esclavitud, oscuridad, noche, muerte, la gracia es libertad, luz, belleza, vida. La Santa explica esta realidad con diversas imágenes: agua, fuente, jardín, flores, brasero, perfumes…
Ante todo, la gracia es la fuente de agua clara, que fecunda su vida: «Porque así como de una fuente muy clara, lo son todos los arroyicos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de aquí le viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esa fuente de vida, adonde el alma está como un árbol plantado en ella» (M 1, 2,2).
El simbolismo del agua en la Santa es uno de los más ricos para explicar el misterio de la gracia. La gracia es la fuente de «agua viva» que salta hasta la vida eterna (Jn 4,15), de la que pide al Señor que le dé a beber (V 30,19; F 31,46; Conc 7). Los cuatro modos de regar el huerto, correspondientes a los cuatro grados de oración (V 11,7), presentan la gracia como el agua viva prometida por el Señor a la Samaritana (M 6,11,5).
Al principio, la corriente surge suavemente: «Es como unas fuentecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento la arena hacia arriba… Siempre está buyendo el amor y pensando qué hará» (V 30,19). Luego el surtidor se hace torrente, como dos pilones que se hinchen de agua de diferentes maneras (M 4,2,2-3) y colman al alma «con grandísima paz y quietud y suavidad» (M 4,2,4). El surtidor y el torrente se convierten en mar: «No parece sino que aquel pilar de agua…, aquí desató este gran Dios, que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir la mar de sus términos, los manantiales por donde venía este pilar del agua» (M 6,5,3). Las olas se agrandan y mueven impetuosas la navecilla del alma. Dios ha terminado por absorberla en su océano (M 7,2,7; 3,15).
c. La gracia interior: dimensión experiencial
Abordamos aquí un problema delicado, pero fundamental en la teología de la gracia de Teresa de Jesús: su experiencia. «¿Existe en Sta. Teresa se pregunta Tomás Alvarez una experiencia directa y expresa de la gracia de la justificación?» (T. Alvarez, Estudios Teresianos, III, p. 157).
En su opinión, la Santa tiene una percepción clara de la gracia como realidad interior, que transforma el alma de raíz, desde los «tuétanos» (M 5,1,6; Conc 4,2), dejándola «sellada» (M 5,2,12) o «esculpida» (V 22,4; 40,5.10; M 7,2,8), «imprimiendo» su cuño en las potencias (V 27,5; 28,9), estampando en lo más hondo del alma la presencia de Dios (V 28,8; 38,17; M 5,1,5; 6,1,1), del mismo Dios Trino (R 6,9; 16; 47; M 7,1,6-7), los misterios de Cristo (V 13,13; M 6,7,9.11), su gloria y su belleza (V 37,4; M 6,9,3) y las «verdades» divinas (V 38,4.18; M 6,3,7; 6,4,6; 6,5,11; 6,10,2). Es la gracia, en fin, que la hace partícipe de la naturaleza divina (2Pe 1,4):
«Porque la gracia de Dios ha podido tanto que te ha hecho particionera de su divina naturaleza con tanta perfección que ya no puedas ni desees poder olvidarte del sumo bien ni dejar de gozarle junto con su amor» (E 17,5).
Tiene, asimismo, percepción directa del alma justa, que está en gracia en contraste con el alma en pecado (R 16,1; 24; 28). El alma en gracia está habitada por la Trinidad (R 6,9; 33,1). Pero esta comunicación no se produce cuando el alma está en pecado (R 57). Distingue, en fin, la belleza fundamental del alma en cuanto imagen de Dios y en cuanto dotada de nueva belleza sobrenatural (M 1,1,1; 7,1,1; 7,4,22; R 29,1.3; 54; M 5,2.2.7).
Llega también, según el P. Tomás Alvarez, a una percepción de la infusión de la gracia como «constante influjo sobrenatural» de Dios en el alma, que se hace particularmente fuerte a partir de la segunda agua (primeras experiencias místicas) y de las sextas moradas. He aquí un testimonio cualificado:
«Dásele ya un poco de noticia de los gustos de la gloria…, porque comienza Su Majestad a comunicarse a esta alma y quiere que sienta ella cómo se le comunica… Quiere Dios por su grandeza que entienda esta alma que está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con El, y no a voces, porque está ya tan cerca que en meneando los labios la entiende […] Quiere este Emperador y Señor nuestro que entendamos aquí que nos entiende, y lo que hace su presencia, y que quiere particularmente comenzar a obrar en el alma» (V 14,5-6).
Finalmente, se plantea el problema de la certeza de la gracia. El Concilio de Trento afirma que «nadie puede saber con certeza de fe, en la que es imposible el error, que ha conseguido la gracia» (DzS 1534). Si bien se rechaza un tipo de certeza estrictamente dicha, no se descarta una certeza moral, basada en determinados signos. Para Teresa de Jesús este signo es el amor de Dios: si estamos ciertos de tener ese amor, «lo estaremos de que estamos en gracia» (C 40,2). La teología actual habla de una certeza afectiva o experiencial, de carácter sobrenatural, que es a la que llega la Santa.
En los años de sus grandes crisis iniciales (1556-1560), Teresa se siente, a veces, afligida por no saber «si estaba en gracia» (V 34,10). Pero, superadas estas crisis, «la Santa afirma Tomás Alvarez llega a la certeza plena del contenido sobrenatural de sus altas experiencias, no sólo momentáneamente mientras está bajo la actual infusión mística, sino habitual y establemente. Por ese mismo camino llega a la certeza del propio estado de gracia. Pero esta seguridad titubea y quizá llega a disolverse frente a los embates de los teólogos que le oponen una decisión del Concilio de Trento, de eficacia fortísima en el ánimo de la Santa. De ahí sus dudas e incertidumbres acerca de la compatibilidad de las altas gracias místicas con el estado de pecado» (ib p. 158).
5. Crecimiento en la nueva vida
a. El dinamismo de la gracia
Teresa de Jesús no habla de la gracia en abstracto. A la luz de estas imágenes, aparece como algo vivo, lleno de frescor y de dinamismo interior, que vivifica, ilumina y recrea todo cuanto se deja alcanzar por su radio de acción. Es el dinamismo de la gracia, que marca el itinerario espiritual y que se caracteriza por la progresiva configuración con Cristo.
En este sentido, hay que destacar la fuerza renovadora del encuentro con Cristo y la exhortación a seguir renovándose. Como San Pablo, que a partir del nuevo ser en Cristo exhorta al cristiano a despojarse del hombre viejo y a revestirse del hombre nuevo (Col 2,11-12; 3,1-15), también la Santa exhorta a sus hijas al desasimiento de las cosas criadas por la oración y las obras de penitencia:
«¡Muera, muera este gusano, como lo hace en acabando de hacer para lo que fue criado!, y veréis cómo vemos a Dios y nos vemos tan metidas en su grandeza como lo está este gusanillo en este capucho» (M 5,2,6).
La imagen que mejor explica esta realidad cristiana es la del simbolismo nupcial, que tiene su fundamento en la misma realidad bautismal: «Nosotras estamos desposadas dice a sus monjas y todas las almas por el bautismo» (CE 38,1). A partir de aquí, comienza el camino hacia la unión bajo la marcha nupcial. El alma se identifica con la novia del Cantar, que es conducida solemnemente a la sala del festín. La gracia es su traje de bodas (M 5,1,12).
La imagen nupcial culmina en el matrimonio espiritual, descrito en las Séptimas Moradas:
«Esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es esta séptima; porque así como la tiene en el cielo, debe tener en el alma una estancia adonde sólo Su Majestad mora» (M 7,1,3).
A la luz de la imagen nupcial, alcanza su pleno desarrollo el simbolismo pascual del gusano de seda, transformado en «mariposilla» que se abrasa y consume en el sol que arde en el centro del alma. De gusano feo, que se arrastraba lleno de suciedad por el lodo, llegó a ser algo tan primoroso por «el calor del Espíritu Santo» y el auxilio de la gracia (M 5,2,3). El gusano se transforma en mariposa de lindos colores, que surca los aires y, al consumirse en la luz esplendorosa de Cristo, resucita en ave fénix (M 6,4,3): «Ahora, pues, decimos que esta mariposica ya murió, con grandísima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo» (M 7,3,1).
b. Colaboración con la gracia
La soteriología cristiana proclama la primacía absoluta de la gracia en orden a la salvación. Es la tesis paulina de la justificación por la fe, no por las obras de la ley (Rom 3,21-22; Gál 1,17). La experiencia teresiana de la gracia, que hemos descrito, es la mejor testificación de esta verdad soteriológica.
Pero Dios no nos trata como leños muertos, sino que pide una respuesta libre y decidida; una «determinada determinación» (C 21,2). La acción salvadora de Dios respeta nuestra libertad. «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Te creó, pues, sin tú saberlo; pero sólo te salva con el consentimiento de tu voluntad» (San Agustín).
La afirmación de la primacía absoluta de la gracia y la necesidad de colaborar con ella generan una tensión, que cada uno ha de aprender a resolver en su vida cristiana y hacer su propia síntesis. Es la tensión entre fe y obras, de que habla el Apóstol, presente en toda la historia del cristianismo.
¿Cómo resuelve santa Teresa este problema? Su respuesta se inspira directamente en la soteriología paulina, que se funda en una experiencia del misterio de Cristo, como Mediador y Redentor: «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (V 22,7). Tiene, además, como dice Tomás Alvarez «nítida percepción de los méritos de Cristo, comunicados a su alma como dotación personal o como haberes sobrenaturales transferidos del Señor a ella» (T. Alvarez, Estudios Teresianos, III, p. 159) (cf R 51; M 6,5,6).
Este dato nos ofrece el primer elemento de la respuesta. Su vida de gracia es el permanente influjo de Cristo en ella, como «la cabeza en los miembros» (Ef 4,15) y como «la vid en los sarmientos» (Jn 15,5), tal como expone bellamente el c. 16 del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento (1547). Así lo experimenta ella de hecho.
A partir de esta experiencia soteriológica, llega la Santa a la síntesis de los dos elementos «fe y obras»: «[Sin mirar e imitar a Cristo] no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio; porque la fe sin ellas y sin ir llegadas al valor de los merecimientos de Jesucristo, bien nuestro, ¿qué valor pueden tener?» (M 2,5,6).
A la misma síntesis llega también a través del desarrollo de la alegoría del gusano de seda. Cristo es el capullo en que se sepulta y transforma el gusano; al mismo tiempo, esta transformación es el resultado del «trabajillo» de éste:
«No habremos acabado de hacer en esto todo lo que podemos, cuando este trabajillo, que no es nada, junte Dios con su grandeza y le dé tan gran valor que el mismo Señor sea el premio de esta obra. Y así como ha sido el que ha puesto la mayor costa, así quiere juntar nuestros trabajillos con los grandes que padeció Su Majestad y que todo sea una cosa» (M 5,2,5).
Viene a confirmar esta síntesis del binomio «fe y obras» el testimonio de una experiencia mística: «Estando yo una vez deseando de hacer algo en servicio de nuestro Señor, pensé qué apocadamente podía yo servirle, y dije entre mí: ¿Para qué Señor, queréis Vos mis obras? Díjome: Para ver tu voluntad, hija» (R 52).
c. «Con el favor de Dios»: La iniciativa divina
La colaboración con la gracia, expresada en el binomio «fe y obras», no hay que entenderla como una especie de sinergismo de la gracia y de las obras humanas, como si éstas se produjesen independientemente de aquélla, o como si la salvación fuese el resultado de la suma por igual de estas dos fuerzas: la de la gracia y la de las obras. Esta era la tesis del semipelagianismo, combatida en los primeros siglos del cristianismo y que ha reverdecido en la historia bajo determinadas formas de rigorismo y de vida cristiana. La afirmación correcta es que la misma colaboración humana de las obras está suscitada y mantenida por la gracia divina. La síntesis teresiana «fe y obras» así lo confirma admirablemente.
La gracia de Dios precede siempre el querer y el obrar del hombre y los acompaña: «Pues Dios es quien activa en vosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor» (Fip 2,13). Este es también el sentido de la oración litúrgica, que implora la gracia divina, en la que tienen su origen como en su fuente las obras buenas, para que las acompañe y lleve a término. Toda la vida cristiana es gracia, existencia regalada, alabanza a Dios.
Teresa de Jesús llega a una percepción clara de esta verdad soteriológica, expuesta bajo la fórmula «con el favor de Dios», que usa como acepción de gracia. Se repite como un ritornelo en todas sus páginas. Indica un conjunto de auxilios interiores y exteriores de la gracia para toda obra buena, que sólo puede hacerse con el favor de Dios, pues «sin éste ya se sabe no podemos tener un buen pensamiento» (V 11,9).
Invoca el favor de Dios, concretamente, en los comienzos de su vida espiritual, para «huir de las ocasiones» (V 4,9) y «apartarse de los peligros» (V 8,11). Es necesario para emprender el camino de la oración («sacar agua del pozo»: V 11,9) y tener ánimo para cosas grandes: «Es imposible conforme a nuestra naturaleza a mi parecer tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios» (V 10,6; V 13,2). A «los que comienzan a ser siervos del amor» (V 11,1), «póneles tantos peligros y dificultades delante, que no es menester poco ánimo para no tornar atrás, sino muy mucho y mucho favor de Dios» (V 11,4).
Asimismo, es necesario el favor de Dios para progresar en la virtud (V 13,10; C 4,10), en el desprecio del mundo (V 13,4), en el desasimiento (V 21,8; C 15,7); para seguir el camino emprendido de oración (V 16,8), hasta llegar a beber el agua viva de la contemplación (C 16,6.8; C 19); para ser fiel a las mercedes recibidas (V 18,4); para perseverar en la gracia (V 31,19; 37,3; M 6,5,12; 8,6; 10,3); en fin, para ser santos:
«Dios nos libre, hermanas, cuando algo hiciéremos no perfecto decir: no somos ángeles, no somos santas. Mirad que, aunque no lo somos, es gran bien pensar, si nos esforzamos, lo podríamos ser, dándonos Dios la mano; y no hayáis miedo que quede por El, si no queda por nosotras. Y pues no venimos aquí a otra cosa, manos a labor, como dicen: no entendamos cosa en que se sirve más el Señor, que no presumamos salir con ella con su favor. Esta presunción querría yo en esta casa, que hace siempre crecer la humildad: tener una santa osadía, que Dios ayuda a los fuertes y no es aceptador de personas» (C 16,12).
En el último tramo del itinerario espiritual, el favor de Dios se intensifica y se convierte en auxilio especial, que se concreta en «favores» (M 6,3,17), «mercedes, «regalos», «bienes sobrenaturales»… Son gracias místicas, que caracterizan el estado de unión contemplativa y que no pueden alcanzarse con el sólo favor ordinario de Dios: «El alma no puede por sí llegar a este estado, porque es todo obra sobrenatural que el Señor obra en ella» (V 22,1). Se necesita una gracia o auxilio especial, que Teresa llama «sobrenatural» (Sobrenatural).
Concluyendo, queremos destacar la importancia de la gracia en la experiencia teresiana y en la soteriología cristiana. Teresa es un testimonio cualificado de la economía de la gracia dentro de la Iglesia. Ciertamente, no habla de ella como teólogo, aunque no desconoce las cuestiones más candentes de su tiempo. Habla desde la maravillosa experiencia, que Dios hizo con ella. Fue, ante todo, «un testigo excepcional de la realidad de los valores sobrenaturales existentes en el alma propia y en la de todo justificado» (T. Alvarez, Estudios Teresianos III, p. 170). Esta es su gran aportación a la soteriología cristiana, que ratifica al teólogo en la verdad de su reflexión y le infunde un nuevo aliento de vida. Confirmación en gracia. Sobrenatural.
BIBL. T. Alvarez, Santa Teresa de Jesús contemplativa, en «Estudios Teresianos», III, pp. 154-163, («El misterio de la gracia»); F. Domínguez Reboiras, «El amor vivo de Dios». Apuntes para una teología de la gracia desde los escritos de Santa Teresa de Jesús», en «Compostellanum» 15 (1970), 5-59; S. Castro, La vida y la luz, la muerte y las tinieblas. Gracia y pecado, en «Temas Teresianos», Avila 1987, pp. 147-154.
Ciro García