‘Hermosura’ y ‘hermoso/a’ son vocablos preferidos en el léxico teresiano para designar la belleza, sea física, sea moral y espiritual. La Santa utiliza también otros: ‘gracia/gracioso’, ‘primor’, ‘lindo’, etc., pero con mucha menos frecuencia. ‘Bonito’ en su léxico no tiene la actual acepción de ‘bello/agradable’, sino que se mantiene como diminutivo de ‘bueno’, en contraposición al superlativo ‘bonísimo’. Ella no conoce el término ‘belleza’. Sólo en poesía usa el adjetivo ‘bello’ (Po 8 y 23).
Teresa posee fina sensibilidad estética, extensiva a toda la escala de la belleza. La encanta la belleza artística. De modo especial la pictórica y escultórica. Le gustan los cuadros bellos y devotos, y no soporta las imágenes religiosas feas o deformes. Es capaz de gastar los últimos maravedís que le quedan, en adquirir un par de cuadros religiosos expuestos en un bazar de Toledo. Se abandona a la admiración ante el famoso retablo de ‘las Cinco Villas’: ‘yo no he visto cosa mejor’ (F 14, 9). Hace pintar numerosas imágenes para su pobre convento de San José de Avila, a veces en diálogo con el pintor para orientar el dibujo.
Le gusta la música, hasta extasiarse oyendo a la hermana Isabel de Jesús cantar el ‘Véante mis ojos’ (R 15). Canto que le hace repetir en diversas ocasiones. Prueba de su fino gusto por la poesía es que, cuando conoce las liras del Cántico Espiritual de fray Juan de la Cruz, las hace copiar, las lleva consigo al convento de Medina y ‘pidió a las religiosas que se holgara se entretuviesen en ellas y las cantasen, y ansí se hizo, y desde entonces se han cantado y cantan’ (Memorias Historiales, I, D. 202, p. 170).
No es menos sensible a la belleza de la naturaleza, cosas y paisajes. Aspecto que podría condensarse en su dicho acerca de cosas que la impactan, como ‘ver campo, agua, flores…’ (V 9,5). Repetido en otro pasaje íntimo: ‘cuando veo alguna cosa hermosa, rica, como agua, campos, flores, olores, músicas…’ (R 1,11). En esa especie de armónico de cosas bellas, la que más sintoniza con su gusto estético es, sin duda, el agua. ‘Soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia’ (M 4,2,2). Así, ha mirado ‘el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara’ (V 20,28). O bien, ‘ver un agua muy clara que corre sobre cristal y reverbera en ella el sol’ (V 28,5). ‘De una fuente muy clara lo son todos los arroyicos que salen de ella’ (M 1,2,2). ‘…unas fontecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento la arena hacia arriba’ (V 30,19).
T parece menos sensible hacia la belleza animal, hecha excepción de las aves, que abundan en su mundo simbólico (águilas, palomas, gavilán, ave fénix…), y que hacen su delicia en la contemplación del paisaje. Cuenta una de sus compañeras en el viaje a Andalucía: ‘Aquel primer día llegamos a la siesta en una hermosa floresta, de donde apenas podíamos sacar a nuestra Madre, porque con la diversidad de flores y canto de mil pajarillos, toda se deshacía en alabanzas de Dios’ (María de san José, Libro de recreaciones, Recr. 9).
Con todo, Teresa ha sido, de por vida, mucho más sensible a la belleza humana: belleza física o espiritual de las personas. Desde la primera página de Vida (1,2), repara en la belleza moral y física de su madre: doña Beatriz ‘era de grandísima honestidad’ y ‘de harta hermosura’. Todavía en el atardecer de su vida, a Teresa la encanta la belleza de las niñas que excepcionalmente han entrado en sus Carmelos, Teresita e Isabelita. De la belleza infantil de esta última trazará una deliciosa semblanza en carta a María de san José, para disfrute de ésta, que no tiene la suerte de conocer a Isabel (‘la mi Bela’) y sí a Teresita (cta 175,6: del 9.1.1577).
En el relato de Vida, ella misma confesará, como uno de los excesos en que incurrió largos años, incluso tras las primeras jornadas de experiencia mística, el dejarse prendar por el porte de las personas bien parecidas o bien-hablantes (V 37, 4; cf 7,12).
Con todo y tras ese recorrido por los derroteros de su sensibilidad estética, el dato absolutamente novedoso y excepcional es que, al entrar ella en la experiencia mística, su sentido de la belleza se eleva a cotas difícilmente mensurables. Es éste uno de los aspectos coincidentes de su experiencia mística con la de fray Juan de la Cruz: aun con variedad de matices, uno y otro captan místicamente esa alta vibración estética. De suerte que en ellos la experiencia mística en cuanto tal no sólo fluye como amor y conocimiento, sino como sentido y disfrute de la belleza. De la belleza trascendente y de toda otra belleza creatural, terrestre o celeste.
De ahí brotará más de una vez la vena poética de ambos. Teresa compone su primer poema: ‘Oh Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras…’ Y el Santo, al final del Cántico: ‘Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado…’ O bien todo el poema ‘Por toda la hermosura / nunca yo me perderé…’
En la experiencia mística de Teresa, el hecho más persistente, más determinante y documentado, es la fascinación que en ella produce la Humanidad gloriosa de Jesús, ‘Hermosura que tiene en sí todas las hermosuras’ (C 22,6). ‘Este Señor… es la cosa más hermosa que se puede imaginar’ (C 26,3; cf M 6,7,5). Hermosura que es pura delicia: ‘la más hermosa y de mayor deleite que podría una persona imaginar, aunque viviese mil años’ (M 6, 9, 5).
El sumo asombro estético de ella se inicia con las primeras visiones de la Humanidad de Jesús: por primera vez ‘quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría yo encarecer… Sola la hermosura y blancura de una mano es sobre toda nuestra imaginación’ (V 28, 1.11). ‘Parecerá que no era menester mucho esfuerzo para ver unas manos y rostro tan hermoso. Sonlo tanto los cuerpos glorificados, que la gloria que trae consigo ver cosa tan sobrenatural hermosa desatina’ (28, 2). El efluvio de esa belleza del Señor es tal, que sin la mediación de ‘un arrobamiento o éxtasis… sería imposible sufrirla ningún sujeto’ (28,9). ‘Tan imprimida queda aquella majestad y hermosura, que no hay poderla olvidar’ (ib.). Y sigue, en ese mismo pasaje, una catarata de calificativos hiperbólicos que pugnan por traducir el impacto que en ella produjo ese primer encuentro con la belleza trascendente.
Años más tarde, ella misma hará una especie de diagramación de la curvatura producida en su sentido estético al pasar de la degustación de ‘las bellezas’ a la fascinación de ‘la Belleza’ trascendente. Lo escribe así:
‘De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo hoy día, porque para esto bastaba sola una vez, ¡cuánto más tantas como el Señor me hace esta merced!… Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase (la memoria); que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma…, todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía… Y tengo por imposible… podérmela nadie ocupar de suerte que, con un poquito de tornarme a ocupar de este Señor, no quede libre’ (V 37, 4).
Es decir, que a la experiencia de la belleza trascendente hermosura de Cristo no se le asigna un supremo peldaño en la escala de la belleza, sino que se la sitúa fuera de toda posible comparación. (A los pasajes citados sobre la belleza de Cristo, habría que añadir el precioso texto sobre la belleza de la Virgen, percibida también místicamente en una de las mariofanías más espléndidamente referidas por la Santa: V 33,14-15).
Queda pendiente la pregunta: ¿en qué consiste o cuáles son los ingredientes de esa belleza trascendente, en la apreciación y descripciones de Teresa? No es fácil la respuesta. Como a otros sectores de su experiencia mística, también a éste lo sitúa ella en la zona de lo inefable. Se limita a desglosar alguna que otra faceta. Comparando sus ‘visiones estéticas’ con los cuadros del Greco, se ha apuntado al factor ‘luz/luminosidad/resplandor’ de las descripciones de la Santa, para aproximarles la ‘luz pictórica’ de aquél. (Cf H. Hatzfeld, Estudios literarios sobre la mística española. Madrid 1968: capítulo 6º, ‘Textos teresianos aplicados a la interpretación del Greco’, p. 243-276).
Es cierto que, según Teresa, las experiencias místicas ‘visivas’ la introducen en una luz absolutamente nueva. Es ‘una luz, que sin ver luz, alumbra el entendimiento’ (V 27,3). ‘Excede a todo lo que acá se puede imaginar, aun sola la blancura y resplandor. No es resplandor que deslumbre, sino una blancura suave, y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa… Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una cosa deslustrada la claridad del sol…’ (28, 4-5). ‘Sola la hermosura y blancura de una mano es sobre toda nuestra imaginación…’ (28, 11). ‘Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de esta en que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando…, fuera imposible alcanzarla’ (M 6, 5, 7; cf V 38, 2 y 33, 14-15).
Luz, blancura, fulgor son, pues, índices lejanos de la belleza trascendente. Con todo, esa fúlgida irradiación es sólo una faceta de la belleza misma percibida y no descrita por Teresa.
T. Alvarez