La competencia recíproca en el amor de los enamorados es un tópico en la literatura amorosa. Es también una normal ‘pretensión de igualdad o de superación’ en los amantes mismos. Cuando esa ‘pretensión de igualdad de amor’ se eleva a la relación amorosa entre el hombre y Dios parece rayar en insolencia. Y, sin embargo, esa pretensión de amor igualado, incluso infinito, florece normalmente en el místico. Nadie, quizá, la glosó con tanta intensidad y apasionamiento como san Juan de la Cruz en sus dos obras místicas, el Cántico espiritual (28,1; 38,3) y la Llama de amor viva (3,78-85). Santa Teresa no parece haber tratado el tema a escala doctrinal. Pero en ella poseemos una doble documentación lírica de ese motivo amatorio: una vez en su poemario; la otra en su autobiografía.
a) A la igualdad de amor dedicó ella el poema n. 4, que suele llevar por título ‘Coloquio amoroso’ y que poetiza una especie de reto humano al amor divino. El poema irrumpe: ‘Si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo, / decidme ¿en qué me detengo / o Vos en qué os detenéis?’ Sigue un movido coloquio entre el amante divino y el enamorado humano: ‘Alma, ¿qué quieres de mí? / Dios mío, no más que verte. / ¿Y qué temes más de ti? / Lo que más temo es perderte’. Las dos siguientes estrofas se remansan en el ‘deseo de amar y más amar’ (estrofa 3ª), que culmina en súplica de más amor (estrofa 4ª). El poema sigue una especie de ritmo descendente: desde la explosión amorosa, a la indigencia suplicante de más amor. Pero la clave lírica reside en el interrogante inicial: ¿me amas tanto cuanto te amo yo? Es, sin duda, uno de los poemas teresianos más logrados.
b) El texto autobiográfico no es narrativo ni expositivo, a la manera de los comentarios de san Juan de la Cruz, sino exclamativo e imprecatorio, pero tan patético como el precedente poema e igualmente provocativo en el reclamo de amor. Teresa lo escribe en un contexto que ha comenzado celebrando la belleza del Amado Cristo: ‘De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura…’ (V 37,3), y que luego se sumerge en la admiración de su majestad y trascendencia (ib n. 5). Es en ese preciso punto donde ella se permite una explosión amorosa, provocativa del amor de su Señor, pero que ella misma, al final, tildará de desatino como en otras ocasiones. Es preciso reproducir íntegro su texto, sin ulterior comentario:
‘Es cierto que yo me he regalado hoy con el Señor y atrevido a quejarme de Su Majestad, y le he dicho: ‘¿cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida, y que por amor de Vos paso por ello, y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer y dormir y negociar y tratar con todos, y todo lo paso por amor de Vos…, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos os me escondáis? ¿Cómo se compadece esto en vuestra misericordia? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis? Creo yo, Señor, que si fuera posible esconderme yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufrierais; mas estáisos Vos conmigo, y veisme siempre. ¡No se sufre esto, Señor mío! Suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama’ (V 37,8).
T. A.