Cuando Teresa nos habla de la iniciación espiritual, de los comienzos del camino del espíritu, lo primero que hace es reflejar su experiencia personal, enriquecida, eso sí por lo que ha visto a su alrededor y por el conocimiento profundo que ha llegado a tener de las almas y de su itinerario espiritual, pero tan asimilada que al fin forma parte inseparable de su bagaje y sabiduría y experiencia personal.
A) Iniciación cristiana
Y así lo primero que resalta Teresa al reavivar los recuerdos de su infancia, es la importancia de la formación cristiana de los primeros años. El libro de su Vida se inicia con esta reflexión afortunada: «el tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser buena» (V 1,1). «Ayudábame,añade, no ver en mis padres favor sino para la virtud; tenían muchas» (ib). Y enumera las que ha visto en ambos, y que serán siempre como una especie de reclamo de la sangre para revivir esos ejemplos.
Más aún, recuerda los medios usados por su madre, responsable más inmediato de su iniciación cristiana. Estos medios fueron el despertarle a la piedad sincera en el rezar, a tener confianza y devoción a la Virgen y algunos santos, y las buenas lecturas. Dos exigencias complementarias en las que la madre va delante con el ejemplo: la formación intelectual, de búsqueda de la verdad, y la actitud vital, de relación confiada con Dios, en la oración. Con este estímulo, T proseguirá por su cuenta, la lectura de las vidas de los santos, de los mártires, en compañía de Rodrigo aprendiendo ya lo relativo y pobre de todo lo humano frente a lo trascendente y eterno de Dios, que le lleva a aquella comprensión sagaz de que lo de Dios, es para siempre,siempre,siempre, frente a lo caduco y pasajero que es lo humano. Y este es el gran dogma que centra toda su vida espiritual, todo su itinerario hacia Dios, que culmina en la Unión con El, partiendo de lo que podría parecer sólo un juego de niños, pero que le ha servido para que quedase desde la niñez, «imprimido el camino de la verdad». A este dogma fundante ella lo ha definido con una expresión feliz y certera: «la verdad de cuando niña» (V 3,5).
Estos buenos principios se tambalearán, enseguida, al correr un riesgo que siempre amenaza al que comienza: el contagio del entorno. Pronto le llegó a ella la ocasión. Un ambiente más relajado en casa tras la muerte de la madre, y las compañías más frívolas de los primos, hicieron el resto. «Espántame algunas veces, dirá, el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello, no lo podría creer, en especial en tiempos de mocedad debe ser mayor el mal que hace» (V 2,4). Tanto fue, según ella, que «de tal manera le mudó esa conversación que de natural y alma virtuoso no me dejó casi ninguna» (id), por lo que acaba aconsejando a los padres que cuiden las compañías de sus hijos.
Una nueva experiencia va a confirmar su presentimiento: el ingreso en las Agustinas de Gracia, adonde la lleva su padre para remedio de aquella situación, que intuye peligrosa para Teresa. Y si bien los primeros días se encuentra afectada, pronto se siente a gusto y experimenta el bien de las buenas compañías. Como será de la monja responsable de las jóvenes: doña María de Briceño que, con su conversación, reaviva en T el pensamiento y el deseo de las cosas eternas, que será el punto de partida para su inquietud vocacional.
Luego, la breve estancia en casa de su tío D. Pedro, las lecturas que hace por complacerle, su estimulante compañía, la oración personal intensificada, le llevan a advertir de nuevo la fugacidad y vanidad de todo lo humano frente a la consistencia de Dios, que le lleva a revivir «la verdad de cuando niña».
Y al calor de estas vivencias y sentimientos se fragua su decisión de entrar monja, que ya no basta a impedir la negativa de su propio padre. Y fiel a su destino de no hacer nunca las cosas ni a solas, ni a medias arrastra a su hermano Antonio que le acompaña en la huida, haciendo más soportable, por compartido, el dolor por el abandono de la casa y el padre (V 4,1).
Pronto hará otro descubrimiento clave, que ella convierte en palabra de aliento para cualquiera que haya de iniciar el camino espiritual. Y es cómo «el Señor favorece a los que se hacen fuerza para servirle» (V 5,2). En definitiva, cómo Dios paga con creces todo lo que el hombre se decide a hacer por El, ya movido por su misma gracia. Y cómo no hay que acobardarse nunca, por difícil que parezca lo que aguarda. Por ello, T aconseja que «cuando una buena inspiración acomete muchas veces, no se deje, por miedo de poner por obra, que si va desnudamente, por sólo Dios, no sucederá mal» (ib).
El ingreso en la vida religiosa supone, para T un período de iniciación espiritual que ocupará su noviciado y sus primeros años. Ha de conocer la vida religiosa, ahondar en sus exigencias básicas, y en cuanto pide, a la vez, la vida carmelitana: la escucha y acogida de la palabra de Dios, su meditación día y noche, a que le invita la Regla. y que se convierte en su primer afán, inducida por los libros que lee con avidez, como siempre.
La generosidad de su entrega choca pronto, sin embargo, con las dificultades que genera la vida de la Encarnación. Y en esa tensión y lucha entre la llamada de Dios a una intimidad mayor y el reclamo de amistades y visitas pasará nada menos que 18 años, hasta que llegue su llamada conversión.
Y es entonces cuando hace, también, otro descubrimiento que pasa desde su experiencia al acerbo de su sabiduría. Y es que todo el que comienza un camino espiritual, debe buscar dos ayudas necesarias: la de un director que ayude a esclarecer la voluntad de Dios, y la de unos amigos, compañeros de camino, que con su entrega respalden y faciliten la propia (V 7,20). «Todo el remedio de un alma está en tratar con amigos de Dios» (V 23,4), dirá ella.
Luego, no conforme con el cupo de amigos, buscará el de los hermanos con quienes convivir a diario, compartiendo ese ideal de la amistad con Dios. Y funda el convento de San José, y tras él los demás conventos. Comenzando entonces un nuevo quehacer que conviene resaltar, y es que ella misma se convierte en maestra de vida espiritual.
B) Teresa maestra y guía espiritual
Teresa tenía, por natural, una ascendencia contagiosa con todos los que estaban a su lado, que fácilmente se rendían a su liderazgo. Lo hicieron sus hermanos en la infancia y los primos en la adolescencia. Lo hizo en la juventud el cura de Becedas, y un grupo de monjas, de amigos, y su propio padre, desde que ella es monja en la Encarnación.
Pero es al fundar el convento de San José cuando se convierte en maestra y guía espiritual. Lo será del grupito de las cuatro primitivas, a las que modela amorosamente según al ideal soñado de una vida sencilla, pero austera, entregada en soledad a Dios y al servicio de la Iglesia mediante su oración.
Y como la fuerza de su espíritu era demasiado impulsiva para ceñirse a un solo lugar y a un simple grupo reducido de personas, vino por fuerza la expansión de su carisma y nacieron otros 16 conventos, que ampliaron su magisterio. Y tuvo que escribir para orientación de todas el Camino de Perfección, donde traza las líneas maestras de la vida carmelitano teresiana. En él orienta la creación misma de la comunidad: «aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar» (C 4,7). Luego habla de las exigencias de otras virtudes básicas, como el desasimiento y la humildad (c 8-18) para poder llegar a ser almas de oración, aunque no todas lleguen a ser contemplativas (C 19-42).
El libro del Camino es en sí mismo todo un manual de pedagogía teresiana, que acredita las dotes singulares de Teresa como formadora, con consignas preciosas llenas de humanismo y sentido común, acerca de las cualidades de las postulantes y la debida paciencia y comprensión que merece la singularidad de cada una. Inculca la virtud sobre el rigor, lo íntimo sobre lo externo. Y el llevar el alma con suavidad y no a fuerza de brazos, que decía ella (V 5,6), viviendo siempre con alegría, con anchura y libertad de espíritu, como corresponde a los hijos de Dios.
No satisfecha con fundar conventos de monjas, querrá fundar tambien de frailes, que al mismo espíritu de oración y sencillez, unan el celo apostólico y puedan servir de guías a sus monjas, Pero el magisterio teresiano no se reduce ni se agota en sus hijos y seguidores. Alcanzó entonces, y ahora, a cuantos se acercan a su figura y su doctrina. Así, antes de que escribiera el Camino, había escrito su Autobiografía, en la que amén de un relato de su vida, en busca de luz, incluye un tratado de vida espiritual capítulos 11 al 23 sobre la oración, y cuatro modos de regar el huerto de nuestra alma para que prosperen las flores que allí ha plantado el Señor. En particular los capítulos 11 al 13, son un manual para principiantes, en el que invita a todos a iniciar este camino de la oración, que es «determinarnos a seguir …al que tanto nos amó» (V 13,1), advirtiendo que es a los principios donde está el mayor trabajo (11,3), por lo que no hay que desanimarse, sino perseverar, recogiendo los sentidos, buscando la soledad, sirviéndonos de libros para la meditación, a pesar de las dificultades, e incluso de la propia sequedad, que es el no poder sacar agua del pozo para regar, porque está seco. Hacerlo así, es como ayudar a Cristo a llevar la cruz, no dejándole caer, en la certeza de que «tiempo vendrá en que se lo pague por junto» (V 11,10). Evitando, eso sí, el hacer de la oración un simple acto discursivo, para llegar más bien al impulso amoroso que mueva la voluntad a una entrega más efectiva a Dios y al prójimo.
Posteriormente, en la plenitud de la vida, T escribirá el Castillo Interior, guía inmejorable para llevar a las almas a la unión con Dios. Es la obra que consagra su magisterio, abierto y útil para todos los cristianos. Basta advertir que para encontrarse con Dios no hay que ir a buscarle lejos, El está en nuestra propia intimidad, pues el alma de cada uno es como un castillo donde Dios vive complacido. Y desde allí nos llama a entrar cada vez más dentro de nosotros y saborear su presencia.
También en esta obra ofrece T una iluminación a los que inician el camino espiritual. Las tres primeras moradas son aquellas a las que el hombre puede acceder por sí mismo, ayudado por la gracia claro está. Basta para ello superar la cerca del castillo, dejando fuera las sabandijas y cosas «ponzoñosas», que equivalen al pecado, y desear y buscar la vida de gracia, la relación con Dios en la propia intimidad. La puerta del castillo es la oración, y quien entra, y persevera, irá poco a poco logrando las virtudes, disponiéndose así, como el Beatus vir del salmo para que Dios le lleve, si es su voluntad, hasta la última morada, donde se consuma la Unión, el Matrimonio espiritual, que ha saboreado Teresa y los místicos.
Ninguna de estas tres obras mayores, como es obvio, está dirigida expresamente a los principiantes, ni se limita a ellos. Entre otras razones, porque según T y en razón del deseable progreso y crecimiento, nadie debe quedarse sólo en los principios. Ella nos habla más bien de una meta hacia la que hay que caminar sin detenerse. Pero es claro que mal podrá llegar quien nunca se decide a comenzar el camino, o quien lleve al comenzarlo actitudes equivocadas o viciosas. Vamos por ello a resumir su pensamiento resaltando las principales consignas que ella ofrece a quienes han de iniciar el camino de la oración, que es al fin el de la gracia y la vida cristiana.
C) Ideario sobre la iniciación espiritual
Procure amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo (V 7,20).
Buscar quien nos dé luz (V 14,8). Es muy necesario el maestro si es experimentado (13,14). Y así tener a quién acudir para no hacer en nada nuestra voluntad (M 3,2,12).
Toda la pretensión de quien comienza ha de ser trabajar y determinarse a conformar su voluntad con la de Dios (V 11,2; M 2,8).
No os desaniméis, si alguna vez cayereis (M 2,9).
Una gran determinación de antes perder la vida que volver atrás (M 2,6). Si persevera, no se niega Dios a nadie (V 11,4).
Importa mucho comenzar con libertad y determinación (V 11,15).
Echar fuera el temor servil. No traer el alma arrastrada, sino llevarla con suavidad. Andar con alegría y libertad (13,1).
Tener confianza y no apocar los deseos (V 13,2) animarse a grandes cosas.
Entrar dentro, conocer la hermosura del alma. La puerta es la oración (M 1,1,6).
Si la dificultad para hacerla nace del natural, de indisposición pasajera, no forzar el espíritu, cambiar la hora, dejarla de momento, dedicarse a obras de caridad, irse al campo, etc.
Atender las necesidades del cuerpo para que sirva al alma de mejor gana (V 11,15). No ha de ser a fuerza de brazos el recogerse, sino con suavidad (M 2,10).
Recoger los sentidos, buscar la soledad, pensar en su vida, arrepentirse de sus pecados. Esto del conocimiento propio jamás se ha de dejar (V 13,14). Para que el propio conocimiento no se haga ratero y cobarde, volver los ojos a la grandeza de Dios (M 2,11).
Tornando a los que discurren, digo que no se les vaya todo el tiempo en esto, callado el entendimiento, mire que le mira (el Señor) y le acompañe y hable y pida y se humille (V 13,22).
Meditar en la vida de Cristo (V 11,9), abrazando la cruz desde el principio (ib 15). No dejar la meditación de la pasión y vida de Cristo, que es de donde nos ha venido y viene todo el bien (V 12,13).
Representarse delante de Cristo y enamorarse mucho de su sagrada Humanidad… hablarle, pedirle, quejársele, alegrarse con El. Sin oraciones compuestas. (V 13,11,22).
De sequedades y distracciones, nadie se aflija (11,7).
No quiera acá su reino (los consuelos) ni deje jamás la oración (11,10). El que no repara en consuelos o desconsuelos tiene andado gran parte del camino (11,13).
El amor de Dios no consiste en ternuras, sino en servir con justicia, fortaleza de ánimo y humildad.
Una hora de gusto que luego Dios da, paga con creces todas las pasadas de congoja (11,11).
Tres cosas son necesarias para llevar vida de oración, la una es amor de unas con otras, otra desasimiento de todo lo criado, y la otra, verdadera humildad, que aunque la digo a la postre es la principal y las abraza a todas (C 4,4).
Evitar hacer comparaciones para no desanimarse (V 11,12).
Reprimir los deseos de aprovechar a otros (V 12,12).
Dejémonos de celos indiscretos, que nos pueden hacer mucho daño (M 1,2,17).
Miremos nuestras faltas y dejemos las ajenas (M 3,2,13).
Mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes pecados (13,10). Camino espiritual. Grados de oración.
BIBL. Edith Stein, Una maestra en la formación y educación: Teresa de Jesús, Obras Selectas. Burgos,1997 pp. 57-86.
P. Alfonso Ruiz