Para santa Teresa, como para todo cristiano consciente de su fe, Jesús es el centro orbital de su vida nueva y de toda la propia historia de salvación. Él es también el centro nuclear de su pensamiento y su magisterio espiritual. En cierto modo, T revive la escena evangélica. Como san Pablo, también ella se ha encontrado con el Resucitado, y éste le ha cambiado la vida y le ha conferido una misión. Puede asegurar, como el Apóstol, que ‘ya’ no es ella quien vive, sino que Cristo Jesús vive en ella. Está convencida de que todo en ella deriva del hecho de que ‘Él la ha amado’ (‘dilexit me’), y que a ese amor corresponde ella con amor esponsal. Amarlo es seguirlo, servirlo, configurarse con El, para anunciarlo, dándole gracias y bendiciendo su nombre. Hito final del seguimiento de Jesús y de toda la vida de T será la ‘unión con el crucificado resucitado’, en espera de la hora de verlo sin velos: ‘hora es ya de que nos veamos’, será su postrera invocación en el lecho de muerte.
Para sintetizar, en lo posible, la palabra de T sobre Jesucristo, seguiremos este recorrido: 1/ base evangélica de su experiencia cristológica; 2/ su empalme con la piedad popular; 3/ experiencia que ella tiene del misterio de Jesús; 4/ su anuncio de Jesús, es decir, su pequeño evangelio del Señor; 5/ el problema, doctrinal y práctico, de la Humanidad del Señor en el proceso de la vida espiritual del cristiano. (La presencia de Jesús en el Evangelio y en la Iglesia son aspectos que remitimos a los artículos respectivos del Diccionario).
1. La base evangélica
También a ella, como a todo cristiano, Jesús se le ha revelado desde la Palabra bíblica. Concretamente desde los Evangelios y desde ‘el evangelio’ de Pablo (1 Thes 1,5; 2,4). Es copioso el número de pasajes evangélicos referentes a la persona de Jesús, citados en los escritos teresianos: más de dos centenares. Lo específico en el caso de T es que ella no reporta esos textos a la manera erudita, yendo a buscarlos en el libro bíblico. Son siempre palabras evangélicas que han pasado a su propia interioridad. En su condición de creyente ‘mística’, ha incorporado a su vivencia y experiencia las palabras de Jesús: son éstas las que van perfilando su imagen o su idea personal del Señor, van sedimentando y determinando su relación personal con él. De hecho, ella experimenta que Jesús es, realmente, el Señor, la luz, la hermosura, el camino, el esposo de las parábolas, la majestad de la divinidad, la vida de que vive el creyente y de la que vivirá de verdad más allá de la muerte…
a) Le han interesado, ante todo, las palabras que Jesús dice de sí mismo. Probablemente la más fuerte y determinante es el ‘Yo soy’ de Jesús. En momentos cruciales de la vida de T, él mismo le ha repetido su palabra de Resucitado: ‘Yo soy, no hayas miedo’. El ‘yo soy’ de Jesús se repite a lo largo de toda la vida mística de T: V 25,18 (‘Yo soy y no te desampararé, no temas’); V 30,14; M 6,3,5; 6,8,3; R 4,16; 15,6; F 31,4. También es constante la invitación a superar los miedos de la vida: ‘hija, no hayas miedo’, V 30,14; R 26,1; 35,1; 53,1; 55. Oyendo esas palabras, experimenta la fuerza mistagógica de la palabra del Señor: ‘sus palabras son obras’, repetirá con insistencia. Estaba ella ‘en gran fatiga’ cuando escucha por vez primera el ‘yo soy’, y ‘solas estas palabras bastaban para quitármela y quietarme del todo’ (V 25,18). Y prosigue: ‘Heme aquí, con solas estas palabras sosegada, con fortaleza, con ánimo, con seguridad, con una quietud y luz, que en un punto vi mi alma hecha otra, y me parece que con todo el mundo disputara que era Dios. ¡Oh qué buen Dios! ¡Oh qué buen Señor y qué poderoso! No sólo da el consejo sino el remedio. Sus palabras son obras’ (V 25,18). ‘¿No sabes que soy poderoso, de qué temes?’ (V 36,16). ‘Yo soy fiel’ (R 28,1: palabras que son eco del Apocalipsis 1,5; 19,11). Calan también en su experiencia otras palabras: que Él es ‘el camino’. Que ‘nadie va al Padre sino por Él’. Que ‘quien lo ve a Él ve al Padre’ (M 2,1,11; 6,7,6). Desde muy joven la ha impactado la escena de Getsemaní, hasta revivirla personalmente, como si ella pudiera enjugar el sudor y sangre de su rostro. Ahí, la palabra de Jesús sobre la propia alma: ‘triste está mi ánima hasta la muerte’ (Conc 3,11).
A Jesús le dice el Padre palabras de amor: ‘que en él tiene su complacencia’ (E 7,1). Y que a su vez Jesús le habla como hijo, y nos enseña a llamarlo ‘Padre’ como él lo hace, iniciándonos en su sentido filial (C 27,1). Pero a T la sorprende especialmente el misterio de la relación de Jesús con el Padre, especialmente en lo que se refiere a la humillación de aquél en la Pasión y en la Eucaristía. Más de una vez se atreverá a interrogar al Padre: ‘Mas Vos, Padre Eterno, ¿cómo lo consentisteis?… ¿Cómo puede vuestra Piedad cada día, cada día, verle hacer injurias?’ (C 33,3; 34,3; 3, 8).
b) Entre los gestos de Jesús referidos por los evangelistas y asumidos por ella, no es fácil elegir los más representativos. Podrían ser: la invitación de Jesús ‘venid a mí todos los que trabajáis y estáis cansados, que yo os consolaré’ (E 8), o bien, ‘venid a mí todos los que tenéis sed, que yo os daré de beber’ (E 9). Jesús que da la paz a pecadores como la Magdalena (M 7,2,7), o que ora por los discípulos y le dice al Padre ‘yo estoy en ellos’ (M 7,2,7). O la llamada fundamental de Jesús a todo seguidor suyo: ‘toma tu cruz y sígueme’ (V 15,13). Desde los comienzos de su vida espiritual la había impresionado la afirmación de Jesús, ‘muchos son los llamados, y pocos los escogidos’ (V 3,1). Pero se le grabarán de modo especial las palabras evangélicas que desde lo hondo de su experiencia mística, percibe repetidas por Jesús para ella: entre todas, el eco de la parábola del Buen Pastor ‘non rapiet eas quisquam de manu mea’ (Jn 10,28), que ella escucha así: ‘No hayas miedo, hija, que nadie sea parte para apartarte de mí’ (R 35). Seguidas de cerca por la otra consigna: ‘…me dijo que trajese mucho en la memoria las palabras que el Señor dijo a sus apóstoles, que no había de ser más el siervo que el Señor’ (R 36). En los últimos años de su vida, T llevaba en su breviario, y escritas de propia mano en las guardas, las palabras: ‘deprended de mí que soy manso y humilde’ (Mt 11,29). Ella sintoniza especialmente con dos mujeres del evangelio y con el gesto de Jesús hacia ellas: la petición de la mujer de Samaría ‘Señor, dame de beber’ (Jn 4 ): ‘¡Oh qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana, y así soy muy aficionada a aquel Evangelio’ (V 30,19; C 19,2; M 6,11,5). Y el gesto de María que unge los pies de Jesús y obtiene la aprobación del Señor (R 21; 32; 42). Igualmente el gesto de Jesús que devuelve la paz a la mujer pecadora (M 7,2,4). Las reacciones que Jesús y su palabra poderosa provocan en Pedro: en el Tabor, ‘Señor, hagamos aquí tres moradas’ (C 31,3; V 15,1), o en el mar, ‘apartaos de mí, Señor, que soy hombre pecador’ (V 22,11), o su grito ‘Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo’ (R 54).
De toda la historia evangélica de Jesús, los dos momentos de mayor resonancia en el alma y en la pluma de T son la Pasión del Señor, y la gloria del Resucitado. Ella misma cuenta que durante más de treinta años ha celebrado una especie de liturgia íntima el Domingo de Ramos para participar en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (R 26). Igualmente desde joven trata de introducirse ingenua y amorosamente en la escena de Getsemaní (V 9,4). En ocasiones, su empatía con el Señor del Viernes Santo es tal, que le cuesta salir de su desolación o del ‘traspasamiento’ del Sábado Santo, para abandonarse al gozo del Resucitado el día de Pascua (R 35). Para ella, el ciclo litúrgico es una plataforma que le posibilita el acercamiento a cada uno de los ‘pasos’ de la historia evangélica de Jesús. La ha iniciado en esa práctica la lectura de la ‘Vita Christi’ del Cartujano Landulfo de Sajonia. Ese libro y la liturgia anual equivalieron para ella a un permanente curso de cristología desde los textos bíblicos. Al fin de su vida, T estaba especialmente informada e íntimamente connaturalizada con la palabra, los gestos y los sentimientos de Jesús: su diálogo con el Padre, su conversación con la gente, especialmente sus relaciones con mujeres privilegiadas de la escena evangélica. Con la Virgen María de la Navidad (Villancicos: Po 11 y ss.; cf R 47), o de ‘la quinta angustia’ (R 58), o del reencuentro con el Resucitado (R 15,6; 36,1). De ahí que tanto la experiencia cristológica de T como su palabra sobre el misterio de Jesús revistan cierto color femenino.
2. Desde la religiosidad popular
En tiempo de T, el Jesús de la piedad popular se situaba a nivel diverso que el Cristo de la teología universitaria. Pero, no menos que ésta, dependía del Jesús del Evangelio a través de la fe. Y se expresaba en formas diversas: retablos, cruceros de los caminos, imágenes de Jesús, fiestas populares, autos sacramentales, canciones y poesías. Por casi toda esa escala de manifestaciones pasó la piedad popular de T. Destacaré sólo su expresión en imágenes y poesías.
a) En la imaginería teresiana de Jesús imágenes de su devoción hay un cierto equilibrio entre el Jesús niño de la Navidad y el Jesús de la Pasión y Resurrección. Se intercala alguna que otra imagen de la vida pública del Señor, especialmente la escena del Señor dialogando con la mujer de Samaría. En la casa paterna había un gran cuadro de esa escena. Teresa misma llevaba en su breviario una estampa que se la recordaba: ‘desde muy niña lo era (aficionada a ese paso evangélico)… y la tenía dibujada adonde estaba siempre, con este letrero…: Domine, da mihi aquam’ (V 30,19). Recordemos únicamente los dos grupos extremos de la imaginería cristológica en el mundillo devocional de T:
De Jesús Niño se conserva en los Carmelos fundados por ella una serie de imágenes que la tradición sitúa en el tiempo y ambiente de la Madre Fundadora. Los recordamos por los títulos con que se los denomina en cada Carmelo. Así, el ‘Mayorazgo’ de San José de Avila. El ‘Niño del Noviciado’, también en San José de Avila, ambos en pie y en actitud de bendecir. En Valladolid, ‘el Peregrinito’, regalo de T a la primera religiosa que profesó en ese Carmelo. En Toledo, ‘el Lloroncito’, triste y bendiciendo. En Segovia, ‘el Tornerito’, encargado de proteger el torno de ingreso noche y día. En Sevilla, ‘el Quitito’, imagen traída de Quito por Teresita en 1575. En Medina del Campo, ‘el Niño Rey’, con indumentaria regia y en su trono. El ‘Fundador’, de Villanueva de la Jara. Se conserva además la estampa que la Santa llevaba en su breviario, con Jesús Niño dormido en el corazón del creyente: actualmente en el Carmelo de Tarazona. En la sala de recreación de San José de Avila un cuadro al óleo representa a la Virgen hilandera con su rueca y su rueda devanadora, y al lado el Niño con el ovillo de hilo en las manos, participando así en la tarea de las Hermanas durante la recreación. Aunque incompleta, esta serie documenta bien el estilo de religiosidad popular instalado en los Carmelos teresianos. Por lo general, no son imágenes del recién nacido, acomodado en la cuna o en el pesebre (como celebran los poemas de la Santa), sino en pie, bendiciendo, a veces con llagas en sus manos (el ‘Mayorazgo’, por ejemplo), fundiendo en uno los dos misterios extremos, de la Encarnación y de la Pasión y Gloria del Señor. Esa asociación de infancia y cruz de Jesús es normal en el pensamiento de la Santa. La celebra en el poema ‘hoy nos viene a redimir / un Zagal nuestro pariente…’ (Po 12). Y con toda naturalidad se la comunica a su hermana Juana en carta escrita a raíz de las Navidades (13.1.1581): ‘Sea Él bendito, que no vino al mundo a otra cosa sino a padecer; y como entiendo que quien más lo imitare en esto, guardando sus mandamientos, más gloria tendrá, esme gran consuelo, aunque me le diera más pasarlos yo y que vuestra merced tuviera el premio’ (cta 367,1).
Hay otra serie de imágenes, de abolengo teresiano, que se centran en el misterio del Jesús paciente. Basta enumerar las principales, para percibir el tipo de piedad cristológica cultivada por T. Destacan, sobre todo, los dos momentos de la Pasión: el Ecce Homo y el Crucificado. El grupo más expresivo se halla en San José Avila: ‘el Cristo del Amor’, regalo del Prelado abulense, don Alvaro; el Señor ‘de los lindos ojos’, en una de las ermitas del huerto; ‘el Cristo de la mala gente’, estrechamente vinculado al poema 31. Otro grupo de tres pequeños óleos de Jesús paciente en el Carmelo de Toledo. Y varias imágenes más en los Carmelos de Valladolid y de Burgos: éste último presenta a Jesús Resucitado dando la paz, y es un duplicado de la idéntica imagen conservada en el Carmelo de Toledo, relacionada con la muerte de la primera carmelita de la comunidad (F 16.4). Más de una vez, la Santa misma colaboraba a la labor pictórica del artista, sugiriendo rasgos y gestos. Así por ejemplo en la imagen del ‘Jesús de los lindos ojos’ que ella hizo pintar por Jerónimo Dávila en la ermita del Santo Cristo (cf BMC 2, 339; y 19,210). Más célebre es la imagen de Jesús que ella tenía en su breviario. Cuenta su biógrafo F. de Ribera: ‘Yo he visto dos pequeñas imágenes que la Santa traía consigo, una del Señor resucitado, y otra de nuestra Señora que pintó Juan de la Peña, racionero de Salamanca, que después murió religioso de la Compañía de Jesús. Hízoselas pintar la Madre conforme a las figuras que en su memoria quedaron impresas de las visiones que tuvo, y estaba ella allí delante y le decía lo que había de hacer, y salieron las imágenes tales, que aunque la industria de todos los pintores no basta a igualar ni con gran parte la hermosura de lo que en semejantes visiones se ve, nunca creo yo hizo él cosa que a éstas llegase, y especialmente la de nuestra Señora es graciosísima… El Cristo está en poder de la Duquesa Doña María de Toledo…’ (p. 88). Al margen de esas líneas añadió Gracián una nota en el ejemplar de su uso: ‘Esta imagen, con otras dos del Padre y Espíritu Santo que ella traía en su breviario… me dio a mí la misma Madre, y las traía yo en el breviario, hasta que el Duque de Alba don Fernando me pidió la del Cristo… Parecía en los ojos a la Verónica que está en Jaén’ (cf Glanes…, p. 25).
Entre las imágenes de Jesús en la cruz, hubo también una que penetró en la experiencia mística de T. Es la utilizada por ella para suplantar el gesto grotesco de las ‘higas’, impuesto por sus confesores para ahuyentar la visión del Resucitado. Lo cuenta ella misma en Vida 29, 6: ‘Dábame este dar higas grandísima pena cuando veía esta visión del Señor… Y por no andar tanto santiguándome, tomaba una cruz en la mano. Esto hacía casi siempre… Una vez, teniendo yo la cruz en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la suya, y cuando me la tornó a dar, era de cuatro piedras grandes, muy más preciosas que diamantes, sin comparación… Tenía las cinco llagas de muy linda hechura. Díjome que así la vería de aquí adelante, y así me acaecía, que no veía la madera de que era, sino estas piedras. Mas no lo veía nadie sino yo’. (También Ribera conoce personalmente esa cruz de la Santa y algo de su historia posterior: cf ‘La Vida de la Madre Teresa…’, Salamanca 1590, p. 87.)
Lo importante en esta secuencia de datos dispersos es el hecho de la piedad cristológica de Teresa, hasta el punto de que el ‘retrato’ de Jesús penetre en la historia íntima de ella. El ‘retrato’ es, para ella, una mediación de la presencia del Señor en el misterio de su ‘ausencia’ (C 34,11). Pero mediación que se extiende desde las modestas expresiones de la piedad popular, hasta las capas hondas de su experiencia cristológica.
b) También el poemario de Teresa conecta con la religiosidad popular. Ella no compuso autos sacramentales. A lo sumo organizó pequeños ensayos de teatrillo popular dentro de sus Carmelos. Filón artístico que explotarán luego sus discípulas, especialmente Cecilia del Nacimiento y sucesivamente su comunidad de Valladolid. Los poemas cristológicos de la Santa celebran casi por igual los dos misterios extremos de la vida de Jesús: su nacimiento y su cruz. En clave lírica, añadirá otros poemas que celebren al Jesús resucitado, viviente en ella como en San Pablo.
Los villancicos que celebran la Navidad de Jesús son seis. Su núcleo temático podría resumirse en el estribillo que abre el poema primero: ‘nos viene a redimir’, ‘es nuestro pariente’, pero ‘es Dios omnipotente’. Es eso lo que se celebra ‘hoy’. Pese a la levedad festiva y popular de esos villancicos, una y otra vez se detienen atónitos ante el misterio de la kénosis de Jesús: ‘Pues si es Dios, ¿cómo ha querido / estar con tan pobre gente?’ Y la respuesta: ‘Déjate desas preguntas / … ¡pues es Dios omnipotente!’.
Con igual sencillez se acercan al misterio de Jesús paciente los poemas dedicados a la Cruz. El primero de ellos podría ser un remedo del himno triunfal de la liturgia: ‘Vexilla regis prodeunt…’ El ‘vexillum’ (bandera) de Jesús es la cruz. Su poema comienza con el estribillo: ‘Cruz, descanso sabroso de mi vida / vos seáis la bienvenida’, y en las tres estrofas que siguen, glosa tres aspectos del misterio. La estrofa primera: ‘Oh bandera en cuyo amparo / el más flaco será fuerte…’; la estrofa 2ª: ‘Quien no os ama está cautivo’; en la 3ª: ‘Vos fuisteis la libertad’. Es decir, Jesús crucificado es bandera y fortaleza; amarlo es prenda de libertad. Argumento que será desarrollado en los tres poemas siguientes: ‘En la Cruz está la vida’ (Po 19); ‘Abracemos bien la cruz…’ (Po 20); ‘Si el padecer con amor / puede dar tan gran deleite, / ¡qué gozo nos dará el verte!’ (Po 21, dedicado al apóstol amador de la cruz, san Andrés).
Pero sin duda los poemas más representativos del misterio de Jesús en la vida y experiencia de Teresa son los dedicados a la presencia de él en el cristiano. Como era natural, en la óptica de Teresa esa presencia es celebrada desde la experiencia mística. Y tiene su inspiración fontal en la experiencia cristológica de san Pablo. Los dos primeros poemas (Po 1 y 2) son glosa y empatía con el Apóstol. El primero, ‘Vivo sin vivir en mí’, aun empalmando con una canción popular, glosa el texto paulino ‘vivo ego, iam non ego, vivit vero in me Christus’ (Gal 2, 20), a la par que la vivencia de Teresa misma, que ‘podría decir lo que san Pablo…, que no vivo yo ya, sino que Vos, Criador mío vivís en mí…’ (V 6,9). ‘Me acuerdo infinitas veces de lo que dice san Pablo…, que ni me parece vivo yo…’ (R 3,10). Sería ése el doble motivo, bíblico y experiencial, que inspiró la composición del duplicado poético de T y de fray Juan de la Cruz sobre el mismo tema.
También el poema segundo ‘Vuestra soy para Vos nací / ¿qué mandáis hacer de mí?’ parece ser eco directo de la respuesta de Saulo al resucitado: ‘Señor, ¿qué queréis que haga?’ (He 9,6), deliciosamente glosado por T. Es su poema más extenso. Los restantes poemas cristológicos celebran el amor (‘Ya toda me entregué y di’) o la hermosura de Jesús (‘Oh hermosura que excedéis…’). Veremos más adelante que ‘la hermosura del Resucitado’ es tema fuerte de la experiencia mística de T Igualdad de amor.
3. La experiencia del misterio de Jesús
Hemos notado antes hasta qué punto impactan a T los encuentros de Jesús con determinados personajes evangélicos. Especialmente los referidos en el Evangelio de Juan. Su diálogo con la Samaritana, o con las hermanas de Betania, con el paralítico o con el ciego de nacimiento, con la mujer que unge sus pies o con el apóstol Pedro. O con Pablo en el camino de Damasco (M 6,9,10; 7,1,5).
También ella vivió el momento más decisivo de su vida en un ‘encuentro’ con el Resucitado. Lo refirió en el punto culminante de su relato autobiográfico (V 27). Desde ese punto cimero es fácil otear las experiencias cristológicas que lo preceden y, del otro lado, las que siguen. Búsqueda y seguimiento, las primeras. Presencia y unión, las segundas.
El tiempo de búsqueda comienza con ciertas carencias, al menos aparentes, en la formación religiosa de T. Los rasgos de su infancia y juventud diríase que son teologales y marianos. Poco cristológicos. En el relato de Vida la primera mención de Jesús aparece sólo cuando ella, joven y enferma, afronta el problema de su vocación y comienza a entrenarse en la oración de recogimiento (V 3,6; y 4,7). Es cierto que en la pequeña biblioteca paterna estaba fichado, entre otros, un ‘Retablo de la Vida de Cristo’. Pero Teresa no alude a él. La lectura del Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, que introduce a Teresa formalmente en la búsqueda del Jesús evangélico, sucede probablemente cuando ya ella contaba los 22 años y era monja profesa (V 4,7-8). Sin embargo, quizás ese retraso de lo cristológico es sólo aparente. En el umbral de su juventud a T la ha impresionado una palabra de Jesús que le llega desde un contexto envolvente: ‘Muchos son los llamados y pocos los escogidos’ (V 3,1), palabra que había determinado la vocación religiosa de su maestra D.ª María de Briceño y que pasa a ser factor germinal de la propia vocación. Cuando, años después, Teresa emita los votos religiosos, vivirá su profesión como acontecimiento esponsal entre ella y Cristo, o al menos así la recuerda: ‘Cuando me acuerdo de la manera de mi profesión y la gran determinación y contento con que la hice, y el desposorio que hice con Vos…’ (V 4,3).
Ese acontecimiento y la práctica de la oración de recogimiento son el punto de arranque de la búsqueda afanosa de Cristo en el propio interior: ‘Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración’ (V 4,7). Con gran realismo: ‘Si pensaba en un paso (de la Pasión), le representaba en lo interior’, si bien ‘lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación’ (ib). Es probablemente el momento en que T tiene la fortuna de adentrarse en la lectura de los volúmenes que contenían la ‘Vita Christi cartuxano’, que ponen a su alcance todo un arsenal de pasajes bíblicos relativos a Jesús, su vida, su palabra, su misterio…
Terminado su período de enfermería, atraviesa ella una larga jornada de abajamiento espiritual y de afectividad dispersiva. Pero aún en ese período de baja, emergen episodios cristológicos, como la contemplación pasajera del rostro de Jesús, que la conmueve (V 7,6), el recuerdo de Jesús paciente con que ella se asocia a la enfermedad de su padre don Alonso (V 7,16), y sobre todo la constante referencia a ciertos episodios evangélicos: el recuerdo cotidiano de Jesús en Getsemaní, años y años, ‘aún desde que no era monja’. ‘En especial me hallaba muy bien en la oración del Huerto. Allí era mi acompañarle… Muchos años, las más noches, antes que me durmiese… siempre pensaba un poco en este paso de la oración del Huerto’ (V 9,4). Igual persistencia en su relación personal con Él cada Domingo de Ramos, durante ‘más de treinta años’ (R 26,1). Hasta que llegó por fin un episodio insignificante pero decisivo: el encuentro ocasional con una imagen de ‘Cristo muy llagado’ pone en marcha su proceso de conversión. Lo describe ella en Vida 9,1. El encuentro con la imagen equivale a un encuentro con la persona de su Señor. El quinquenio que sigue a ese episodio la hace pasar del Jesús de la Pasión al Jesús resucitado. Pero en grado intensivo: pasa de la representación del Jesús paciente a la presencia del Jesús glorioso. En lugar de representárselo ella, interior o exteriormente, será Él mismo quien se le haga presente en forma misteriosa absolutamente imprevisible.
Los momentos más incisivos de ese proceso serán dos: el primer éxtasis de T (V 24), y el anuncio del inminente encuentro con el Resucitado (c 26). El primer éxtasis de T inicia su definitiva orientación profunda a Cristo Señor. Mientras ella se bate por liberarse de la maraña de afectos dispersivos que le desangran el corazón, una sola palabra de Jesús le llega a lo profundo, la hace salir de sí (‘primer arrobamiento’, dirá ella), la libera de la esclavitud afectiva y la centra definitivamente en él. La palabra escuchada por T fue: ‘Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles’ (V 24,5). ‘Esto se ha cumplido bien’, subraya ella. ‘En un punto me dio la libertad que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años…, no pude alcanzar conmigo’ (V 24,8).
El otro episodio se sitúa en otra de las aficiones de T, su amor a los libros que le suministran el pan de la cultura espiritual. De improviso, sobreviene la promulgación del Indice de libros prohibidos (por F. de Valdés, agosto de 1559), que vacía en gran parte el anaquel de libros de la celda de T. Ella lo ‘sintió mucho’. ‘Me dijo el Señor: no tengas pena, que yo te daré libro vivo. Yo no podía entender por qué se me había dicho esto… Después, desde a bien pocos días, lo entendí muy bien, porque he tenido tanto en qué pensar… Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades’ (V 26, 5). El ‘libro vivo’ que se le anunciaba será para ella de sorpresa total. Como a Pablo en el camino de Damasco, también a ella se le aparece el Señor Jesús, resucitado y glorioso. Será ése el libro en que ‘verá’ las verdades.
El período segundo: 22 años de experiencia y unión a Él
El acontecimiento decisivo, del encuentro con Jesús presente en la propia vida, lo referirá T desconcertada y en pugna con el vocabulario. Lo hará en dos relatos sobrepuestos:
‘Me acaeció esto: estando un día del apóstol san Pedro en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor decir que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, mas parecíame que estaba junto cabe mí Cristo, y veía ser él el que me hablaba, a mi parecer… Diome gran temor al principio…, aunque en diciéndome una palabra sola de asegurarme, quedaba como solía, quieta y sin ningún temor’ (V 27,2).
El segundo dato relevante se refiere a la prolongación y estabilización de esa experiencia: ‘Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo y, como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida, podía ignorar que estaba cabe mí’ (V 27,2).
En adelante irá de sorpresa en sorpresa. A partir de esa cristofanía inicial, su relación con Cristo se desplegará en planos múltiples. Ante todo, el de la fe: ella ‘conocerá’ de manera inefable la majestad del Señor. En el plano del amor: es ahora cuando crecerá en ella un amor profundo, sin saber quién se lo infunde: ‘crecía en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me le ponía, porque era muy sobrenatural…’ (V 29,8). En el plano estético: sólo ahora descubre ella la hermosura de Él, que la deja atónita: ‘de ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo [imprimida] hoy día…’ (V 37,4). En el plano de la acción: el Señor no sólo es testigo permanente de cuanto ella hace, sino que él es el autor de la misión que T deberá desempeñar en la Iglesia (V 32,11). Y, por fin, en el plano de la vida misma: ella, como san Pablo o como Francisco de Asís, sentirá la necesidad de dejarse configurar con el Crucificado, para ser, como él, esclava de todos (M 7,4,8). Los jalones postreros y culminantes de su experiencia cristológica los fijará ella en las Relaciones (15, 25, 26…) y en la gracia que la introduce en las séptimas moradas: entrega, en arras, del simbólico clavo del Crucificado, y ratificación con las palabras ‘nadie será parte para quitarte de mí’, eco de la palabra evangélica del Buen Pastor: ‘nadie las arrebatará de mi mano’ (M 7,2,1; y R 35,1).
Esa secuencia de aspectos y episodios cristofánicos no dificulta sino facilita la comprensión del hecho salvífico vivido por ella. Cristo es el umbral de ingreso en la experiencia mística de Teresa (V 10,1). El Jesucristo de las sucesivas experiencias es el Jesús de la historia evangélica; luego, el Jesús resucitado y glorioso; y por fin, el Jesús presente en la Iglesia y en la Eucaristía. La relación de T con él se configura como experiencia de amor recibido y correspondido. De ahí su relación esponsal. Y por fin, la tensión escatológica: como Pablo, también ella se entrega con neto realismo al servicio de los hermanos en la tierra (‘diakonía’), en espera de la definitiva ‘parusía’ del Señor en los cielos: ‘…queda el deseo de vivir si El quiere para servirle más; y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, aunque fuese por poco tiempo, le parece que importa más que estar en la gloria’ (R 6,9: último texto de T, un año antes de su muerte).
4. El misterio de Jesucristo, Señor y Esposo
Para T como para todo cristiano, Jesús es el Cristo de la fe. Revelado en la Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. En los pobres, en los sacerdotes, en los consagrados, en los santos de la Iglesia y en la Iglesia de los Santos. Dentro del espacio, oscuro y luminoso, de la fe, a ella Jesús se le ha manifestado ulteriormente y sobre todo en la experiencia mística. Recordemos que en su caso la experiencia mística se caracteriza por la desvelación de los contenidos del misterio cristiano. Toda esa experiencia suya es cristofánica: le ha iluminado el rostro de Jesús. La belleza de su Humanidad. El misterio de su divinidad. La prolongación de su presencia salvífica entre nosotros. La misteriosa re-presentación de sus misterios y de su jornada histórica en la sacramentalidad de la liturgia. En la experiencia crística de T se suceden y superponen tres estadios: cristopatía, su ‘passio Christi’; cristología, su palabra sobre el misterio del Señor; y cristonomía, Jesús como ‘dechado’, norma de vida y centro de atracción y seguimiento. De momento, nos interesa el filón segundo: los aspectos que ella ha destacado en el misterio inagotable de Jesús. Enumeraremos únicamente los más representativos.
a) Ante todo, la humillación (abajamiento, kenosis) de Jesús, que comienza en la Encarnación (T es monja de la Encarnación) y culmina en la pasión y muerte. Inclusión de lo divino en lo humano. Ella admira profundamente su pobreza: ‘no tuvo casa, sino el portal de Belén adonde nació, y la cruz adonde murió’ (C 2,9). Son los dos momentos extremos de su abajamiento. El colmo de la kenosis de Jesús lo ve ella en la Eucaristía, en la que ‘aquí y ahora’ el Señor de la gloria ‘se disfraza’ de pan y vino, para ‘estar tratable’. En caso de ‘verle glorificado…, no habría sujeto que lo sufriese de nuestro flaco natural, ni habría mundo ni quién quisiese parar en él, porque en ver esta verdad eterna se vería ser mentira y burla todas las cosas de que acá hacemos caso’ (C 34,9).
b) Jesús es la Majestad, el Señor de la trascendencia. ‘Vuestra Majestad’ o ‘Su Majestad’ son los títulos de tratamiento e interlocución empleados por T Para ella, como para san Pablo, Jesús es ‘el Señor’. En el abajamiento de su humildad reside la majestad de la divinidad: ‘divino y humano junto’ (M 6,7,9). Generalmente cuando lo titula rey o emperador, lo hace uniendo admiración y ternura: ‘Rey mío, mi Emperador’, ‘Señor mío’, ‘es imposible dejar de ver que sois gran emperador en Vos mismo’, ‘oh rey de la gloria y señor de todos los reyes’ (V 37,6). ‘Oh Rey de la gloria, Señor de los señores, Emperador de los emperadores, Santo de los santos, Poder sobre todos los poderes, Saber sobre todos los saberes, la misma santidad; sois, Señor, la misma Sabiduría, la misma Verdad, la misma Riqueza, no dejaréis para siempre de reinar…’ (CE 37,6 = C 22,6). ‘Cuando en el Credo se dice vuestro reino no tiene fin, casi siempre me es particular regalo’ (C 22,1).
c) Jesús es la Hermosura absoluta. T, que tiene especial sensibilidad para la belleza humana, le dedica su poema: ‘Oh Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras…’ (Po 6), para cantar el fulgor estético de la belleza de Jesús glorioso, tal como ella lo percibe o tal como ella lo ha visto: ‘De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo [imprimida] hoy día, porque para esto bastaba [verlo] sola una vez, cuánto más tantas como el Señor me hace esta merced’ (V 37,4). Recomendará a las lectoras del Camino: ‘Miradlo resucitado, que sólo imaginar cómo salió del sepulcro os alegrará. ¡Con qué majestad, qué victorioso, qué alegre!…’ (26,4). ‘Los ojos en El’, ‘los ojos en vuestro Esposo’, ‘pongamos los ojos en Su Majestad’…, es consigna que repetirá insistentemente (V 35,14; 37,4; 39,12; C 2,1; M 1,2,11; 7,4,8).
d)Maestro y dechado. ‘Oh Señor, Señor. ¿Sois Vos nuestro dechado y maestro? Sí, por cierto’ (C 36,5). La absoluta ejemplaridad de Jesús, en el léxico teresiano se expresa en el término realista y un tanto femenino de ‘dechado’ (V 22,7; M 6,7,13: cf V 14,8; 15,13…). El ‘Tesoro de la Lengua’ de Covarrubias lo definía: ‘Dechado: el exemplar de donde la labrandera saca alguna labor…: exemplar y dechado vienen a significar una misma cosa’. Una a una las virtudes de la ascética teresiana tienen siempre su punto de referencia en Jesús: la humildad, la pobreza, el silencio, la bondad y paciencia ante las injurias… en última instancia tienen su razón de ser en Cristo. En las guardas internas de su breviario personal, T había escrito la consigna: ‘deprended de mí, que soy manso y humilde’. Tanto en el esfuerzo ascético, como en el proceso místico, lo fundamental es la ‘configuración’ a Cristo: ‘ser esclavos de los otros como El lo fue’ (M 7,4,8). La ‘unión’, como término del camino espiritual del cristiano, es puro reflejo de la unión de ‘divino y humano junto’ realizada en Jesús. Ejemplar y maestro. Teresa tiene alta estima de cada palabra evangélica de Jesús. Retener la consigna ‘deprended de mí’, es acogerse a su magisterio absoluto. ‘El fue siempre mi maestro’ (V 12,6). En lo que ella escribe, ‘muchas cosas no son de mi cabeza, sino que me las dice este mi Maestro celestial’ (V 39,8). ‘Sus palabras son obra’ (25,18). ‘…¡la suavidad con que habla aquellas palabras por aquella hermosísima y divina boca!’ (29,2). ‘No hay saber ni manera de regalo que yo estime en nada, en comparación del que es oír sola una palabra dicha de aquella divina boca…’ (37,4). De ahí su consigna pedagógica: ‘acostumbrarse a trabajar y andar cabe este verdadero Maestro’ (C 26,2; cf 25,1-2).
e) Cristo Esposo. ‘Cristo del amor’, es sin duda la faceta más destacada por T en el misterio de Jesús. Reiteradamente se hace eco del lema de san Pablo: ‘nos amó, hasta dar la vida’. Eco también del simbólico ‘esposo’ de los Cantares. Antes que ‘esposo’, Jesús es ‘amigo’, que ama y solicita amor, que ‘amor saca amor’ (V 24,14). Es ‘amigo de amigos’ (C 35,2), ‘amigo verdadero’ (V 22,6; 25,17; R 3,1). ‘Qué buen amigo hacéis, Señor mío’ (V 8,6). ‘Fiad de su bondad, que nunca faltó a sus amigos’ (V 11,12)… A nivel más profundo, T ve en Jesús la suma expresión del amor esponsal. Afirmándolo, no cae en el tópico. Se llena de estupor al caer en la cuenta de que Jesús se desposa con las almas. La relación esponsal con Cristo será de hecho el parámetro supremo de la vida espiritual del cristiano. Para definir la santidad en las séptimas moradas del Castillo, T no insistirá tanto en la categoría ‘perfección’ (‘sed perfectos…’: M 5,3,7), cuanto en el hecho de amor pleno y recíproco entre Cristo y el alma (M 7,3-3). Lo celebrará en el más atrevido de sus poemas: ‘Si el amor que me tenéis, Dios mío, es como el que os tengo…’ (Po 4), y el mismo motivo reaparecerá en los poemas que celebran la profesión religiosa como un hecho de amor: ‘Oh qué bien tan sin segundo, / oh casamiento sagrado, / que el Rey de la Majestad / haya sido el desposado!’ (Po 28; y cf Po 25 y 27; o el requiebro de V 37,8).
5. El problema de la Humanidad de Cristo
El problema de la presencia de la Humanidad de Cristo en los altos grados de la vida cristiana (o de la contemplación mística) se le planteó a T, primero a nivel de praxis y de vida; luego, en términos estrictamente teológicos. Expresamente lo afrontó ella dos veces: en su primer libro, cap. 22 de Vida, cuando contaba cincuenta años. Y en su postrer libro, Moradas sextas, c. 7, cuando había llegado a los 62 de edad.
A ella se lo han planteado en términos negativos tanto los teólogos que la aconsejan, como los libros en que éstos se apoyan y que también parecen haber sido leídos por Teresa. A tenor de lo testificado por ésta, el grave problema se planteaba más o menos en los siguientes términos: en los altos grados de la contemplación, o de la experiencia mística, el contemplativo llega a ser ‘espiritual perfecto’, trasciende todo lo corpóreo, y entre lo corpóreo trasciende también la Humanidad de Jesús. Deberá dejarla de lado. Porque limitaría o estorbaría la contemplación de la divinidad a la que es convocado. Era ésa una interpretación unilateralmente espiritualista de la plenitud cristiana. Según Teresa, doctrinalmente se apoyaba esa teoría en la palabra de Jesús en Jn 16,7: ‘os conviene que yo me vaya, pues si no me voy no vendrá sobre vosotros el Paráclito’. Sin duda, en ese mismo sentido había sido glosado el texto joanneo por algunos Padres de la Iglesia, y más recientemente por autores espirituales españoles del siglo de T, a pesar del neto cristocentrismo de todos ellos.
Al problema así planteado, T lo responde, primero en el plano práctico, narrando su propia experiencia. Luego, con razones estrictamente teológicas a nivel doctrinal.
En el plano práctico, también ella fue víctima de esa doctrina. Apenas iniciada en cierta experiencia contemplativa y mística, se propuso dejar de lado el recurso a la Humanidad de Cristo. Pero el intento le duró breve tiempo. Porque rápidamente se le produjo una fuerte sensación de vacío y desamparo. Y no sólo regresó con ardor a su precedente apoyo en el Jesús del Evangelio. Sino que comprobó que por ese conducto de la Humanidad de Jesús le llegarían las más altas gracias de su vida mística. De suerte que ahora, cuando escribe y recuerda ese episodio, se sonroja o se horroriza de que en algún tiempo haya sucumbido a semejante doctrina: ‘¿de dónde me vinieron a mí todos los bienes, sino de Vos? No quiero pensar que en esto tuve culpa, porque me lastimo mucho, que cierto era ignorancia, y así quisisteis Vos, por vuestra bondad, remediarla con darme quien me sacase de este yerro y después con que os viese yo tantas veces… para que más entendiese cuán grande [yerro] era, y que lo dijese a muchas personas que lo he dicho…’ (V 22,4).
A nivel doctrinal, la afirmación rotunda de T es que ‘este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes… Mirando su vida, es el mejor dechado’ (V 22,7); ‘…en veros cabe mí, he visto todos los bienes’ n. 6; ‘bien de todos los bienes’, 21,5; ‘tan grandes bienes como están encerrados en los misterios de nuestro bien, Jesucristo’ (M 6,7,12). La Santa hace un largo recorrido de ‘razones teológicas’ en apoyo de su tesis y de su experiencia definitiva: a) Ante todo, se niega a creer que el sentido del texto joanneo (16,7) sea el que le atribuyen… b) Para ella, siguen absolutamente válidas las palabras de Jesús: ‘el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede ninguno ir al Padre sino por él, y quien me ve a mí ve a mi Padre. Dirán que se dan otros sentidos a estas palabras. Yo no sé otros sentidos. Con éste que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien’ (M 6,7,6). ‘He visto claro que por esta puerta hemos de entrar’ (V 22,6). c) Proponerse, de intento, dejar de lado la Humanidad de Jesús es el colmo de la soberbia, mientras todo el edificio espiritual está fundado en humildad (ib 5.11). d) T apela al testimonio de los Santos: ‘miremos al glorioso san Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón…’ Y, como él, san Francisco, san Bernardo, san Antonio de Padua, santa Catalina de Sena (ib 7). e) Por fin un argumento psicológico: ‘no somos ángeles, sino que tenemos cuerpo. Querernos hacer ángeles, estando en la tierra, es desatino’ (ib 10). Neta toma de posiciones contra toda tentación angelista o simplemente ‘espiritualista’ en la interpretación de la vida cristiana. Por ser humanos, necesitamos a Cristo en su Humanidad: ‘es muy buen amigo Cristo, porque le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía’ (ib). Para eso ha prolongado él, misteriosamente, su presencia en la Eucaristía: ‘Hele aquí… compañero nuestro en el Santísimo Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros’ (ib). La pretensión de soslayar su Humanidad Santa, ¿no llevaría a ‘hacer perder la devoción con el Santísimo Sacramento’? (M 6,7,14).
Con el andar del tiempo, y sobre la tierra firme de sus propias experiencias cristológicas, T radicalizará esa su posición doctrinal. En la exposición de Vida se había limitado a aconsejar al lector primero de su libro, P. García de Toledo: ‘así que vuestra merced, hasta que halle quien tenga más experiencia que yo y lo sepa mejor, estése en esto. Si son personas que comienzan a gustar de Dios…, no los crea…’ (V 22,13). En cambio, doce años después, al redactar las Moradas, T ya no hace concesiones doctrinales a los teólogos de la oposición. Rechaza de plano la lectura tendenciosa del famoso texto de san Juan (16,7): ‘Yo no puedo sufrirlo’ (M 6,7,14). No tendrá razón quien diga que ‘no se detiene en estos misterios [de la Humanidad de Jesús] y los trae presentes muchas veces, en especial cuando los celebra la Iglesia Católica, ni es posible que pierda memoria el alma que ha recibido tanto de Dios, de muestras de amor tan preciosas..’ (M 6,7,11). Está convencida de que en la alta contemplación ‘entiende el alma estos misterios por manera más perfecta’ (ib). En el contemplativo místico ‘es muy continuo… andar con Cristo nuestro Señor por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre su compañía’ (ib 9).
En la espiritualidad de Teresa, será de capital importancia esta valoración absoluta de la Humanidad de Jesús y de su presencia en todo el proceso de la vida espiritual.
BIBL. S. Castro, Cristología Teresiana, Madrid, 1978; M. de Goedt, Le Christ de Thérèse de Jésus, Paris, 1993; T. Alvarez, Jesucristo en la experiencia de Santa Teresa, en «Estudios Teresianos» III, Burgos 1996, pp. 11-43.
T. Alvarez