1. Precisiones conceptuales
Es necesario distinguir con claridad realidades y conceptos que no siempre se diferencian adecuadamente, tal y como suele acontecer a los iniciados con judío, judaizante y judeoconverso.
En la historia de España judíos fueron la minoría étnica y religiosa que, en condiciones variables hasta fines de la edad media, convivió en los territorios hispanos con la otra minoría, la musulmana de los mudéjares, y con la mayoría de los cristianos. Aunque se ha idealizado la tolerancia medieval de las tres religiones, hoy se conocen mejor los límites de tal convivencia, regulada siempre por la mayoría dominante.
Conversos fueron los judíos que, en número desconocido pero creciente en épocas de presión multiforme, se bautizaron y se convirtieron al cristianismo. Algunos (tampoco se pueden fijar sus porcentajes) siguieron practicando su religión en privado (a veces con gestos de publicidad) y aferrados a una cultura cordial de la que les resultaba difícil despojarse: éstos eran los judaizantes (o criptojudíos). Otros o los descendientes de los anteriores se convirtieron con todas las consecuencias y con sinceridad y se empeñaron en la asimilación con los cristianos (cristianos viejos), que, como se verá, no favorecieron este proceso de integración, no siempre exento de intereses de otro tipo. A estos convertidos, a los hijos de sus hijos hasta numerosas generaciones, se los denominó y se los denigró como («los otros», «lindos», «ellos», «marranos», «de raza», etc.).
2. Historia de los judeoconversos
Los judeoconversos del último grupo fueron engrosando su número a tenor del acoso de la mayoría cristiana a la religión y culturas judías. El acoso se convirtió en persecución abierta contra las aljamas en determinadas circunstancias bajomedievales, en las que se conjugaron factores políticos, económicos y, en mayor medida, ideológicos y de mentalidad, al igual que sucediera en otros países europeos que vieron al judío como chivo expiatorio de casi todo. Siguiendo comportamientos del sur de Francia, el antijudaísmo cuajó en las persecuciones abiertas y clamorosas de Navarra ya a principios del siglo XIV. Poco después acontecía lo mismo en Cataluña. A mediados del mismo siglo, en Castilla, la dinastía Trastámara se inauguraba con el santo y seña de la hostilidad contra los judíos y con el asalto a las juderías, propiciado todo por Enrique II y su reacción ante el apoyo que los judíos prestaron a su contendiente, Pedro I. El ambiente adverso explotó de nuevo, y con violencia singular, por 1391, partiendo desde Andalucía. A los «progroms» ayudó sobremanera la palabra concitadora de un predicador tan poderoso como san Vicente Ferrer. La imposible convivencia forzó medidas discriminatorias, encerramientos en aljamas cada vez más disminuidas, señales en el vestir y más conversiones. Como es sabido, el proceso de hostilidades no frenado por la protección de los reyes y el apoyo de las aristocracias, culminó con los edictos (los de Castilla y los de Aragón) del 31 de marzo de 1492: a los judíos de los reinos de la monarquía española no se les dejaba más alternativa que la del bautizo o la del exilio.
En el plazo de los cuatro meses que se concedieron para la ejecución de los edictos inexorables fueron muchos los judíos españoles que se bautizaron, sobre todo entre los más ricos y poderosos, sin que pueda precisarse su número a pesar de las cifras que, con tanta frecuencia y desinformación, suelen ofrecerse. Lo cierto fue que, después de la expulsión, y acabado el ciclo de retornos en 1499, los judeoconversos se vieron libres del rechazo de los suyos pero fueron víctima de la marginación, de la persecución y del odio generalizado entre los cristianos viejos. El problema judío anterior se redujo al problema converso, y no se necesitó demasiado para universalizar una mentalidad que trasladó al judeoconverso todos los integrantes negativos del mito adverso al judío.
A generalizar y profundizar esta mentalidad discriminadora contribuyeron instrumentos formidables. El más llamativo fue el de la Inquisición moderna, nacida (1478) con expresa voluntad de controlar y de castigar el delito judaizante de los conversos. Su eficacia fue incuestionable en la persecución de la «herejía»: no sólo por las relajaciones (quemas) consiguientes a los autos de fe, por las penas aplicadas a los reconciliados, por estimular las delaciones; lo fue aún más por los edictos, anatemas, publicados solemnemente año tras año, en ceremonias y con sermones impresionantes, que se encargaron de perpetuar y dar a conocer los signos de identidad de una cultura, la judía, que en el siglo XVI no existía ya en España, y de afianzar la convicción de que era casi lo mismo converso, judío y judaizante.
Más sutiles y no menos eficaces fueron los llamados «estatutos de limpieza de sangre». No entraban en el ordenamiento político, es decir, no estaban propiamente institucionalizados, pero se fueron estableciendo progresivamente y de forma sistemática, con más velocidad aún a partir de los aplicados para el cabildo toledano por Silíceo a mediados del siglo XVI. Pureza de fe (ortodoxia) se asociaba a limpieza de sangre, y de esta suerte quien no probara que en un sinfín de generaciones no contaba con mezcla alguna de sangre de «raza» de moros y judíos (los primeros contaban menos) se veía incapacitado para acceder a colegios mayores, universidades, cabildos catedralicios, a Consejos, a bastantes cofradías, a cargos municipales, por supuesto a encomiendas de órdenes militares, para embarcarse a las Indias. Las órdenes religiosas, desde los jerónimos, fueron imponiendo estas otras inquisiciones genealógicas con rigor. De las últimas en hacerlo fueron las modernas de los jesuitas y de los carmelitas descalzos, en 1593, cuando santa T ya había muerto. Era por entonces cuando la enemiga manifiesta a los conversos estaba llegando a límites exasperados, que se agudizarían más en el siglo siguiente como reacción contra conversos y judaizantes de origen portugués, llegados al amparo de la política del Conde Duque de Olívares. En el siglo XVIII, con el exterminio físico y social de esta minoría, puede decirse que se extinguió el problema no el mito de los judeoconversos.
Hasta entonces la mentalidad anticonversa había cuajado de tal forma, que la honra, valor tan profundamente arraigado en los tiempos modernos, cifró su referencia esencial en la limpieza de sangre.
3. Defensores de los conversos
Contra tantos instrumentos de discriminación y contra la mentalidad enemiga, los conversos dispusieron de resortes esgrimidos con habilidad. Sin que se pueda decir que, al menos entre las generaciones alejadas de 1492, formaran un grupo social de presión, ni siquiera que tuvieran rasgos culturales (religiosos, literarios) propios, se empeñaron en borrar la memoria de su pasado con alardes cristianoviejos (Hidalguía, pleito de). Pero es que, además, desde el mundo de los cristianos viejos se formó un discurso histórico y teológico a favor de los conversos, contra los estatutos de exclusión y contra la opinión hostil. Fueron muchos los comprometidos en desmantelar comportamientos y prejuicios que se juzgaban como escasamente cristianos: entre los batalladores, por citar sólo a algunos de los más señeros, se encontraron fray Domingo de Baltanás, fray Luis de León, el más aguerrido de todos, Agustín Salucio, cuyos sermones recomendaba santa T para sus monjas. Otros se comprometieron con armas más sutiles como hizo la propia santa T.
4. Actitudes de Santa Teresa
Santa T vivió tiempos de agobio contra los judeoconversos. Ella misma entraba de lleno en la condición social conversa, en el ambiente de prevenciones y denuedos. De muy niña vivió los empeños de su familia por la integración social. La emigración a las Indias de la mayor parte de sus hermanos quizá deba encuadrarse en las estrategias de tantas familias conversas en circunstancias gemelas. Ella misma resulta una prueba fehaciente de los resultados: salvo en algunos ambientes de Ávila o en recuerdos lejanos de Toledo o en testigos muy bien informados y escandalizados ante el exhibicionismo hidalgo de algunos de los Cepeda, al menos por los tiempos fundacionales, indudablemente después de su muerte, se había borrado la memoria colectiva de sus orígenes. Es más: de acuerdo con las conclusiones de especialistas como Domínguez Ortiz para los conversos en general, de Tomás Álvarez para el caso de T, no es fácil detectar el peso de su condición judeoconversa en el estilo de su producción escrita.
Ahora bien, en sus actitudes sociales no oculta el rechazo de la escala de valores que han ido forjando los cristianoviejos, obsesionados por una honra que se basaba fundamentalmente en el linaje, limpio de connotaciones de casta. La queja aparece explícita o implícita en incontables ocasiones; Camino está sembrado de invectivas contra tales convencionalismo que pesaban en la vida conventual también, contra los negros puntos de honra que ella quería ausentes en sus comunidades. De hecho, ni por asomo se le ocurrió instituir en su orden exclusiones por estos motivos. Más aún, según diría después con energía Ana de San Bartolomé, «desde antes que la Santa muriese se recibieron algunas de las que llaman israelitas, y después también se han recibido». Quería la fundadora virtudes, no linajes, tal y como se manifestaba en el género de las llamadas Cuentas de conciencia o Relaciones, hablas de Dios que refrendaban el pensar y actuar de la madre T en momentos de duda (en esta ocasión, Toledo, 1570, ante presiones toledanas). «Mucho te desatinaría, hija, si miras las leyes del mundo. Pon los ojos en mí, pobre y despreciado de él. ¿Por ventura serán los grandes de este mundo grandes delante de mí? ¿O habéis vosotras de ser estimadas por linajes o por virtudes». Hidalguía, pleito de.
BIBL.Antonio Domínguez Ortiz, La clase social de los conversos en Castilla en la edad moderna. CSIC, Madrid, 1951 (con versiones posteriores en 1971 y 1992 en las que ya se incorpora el caso de T.); Homero Seris, «Nueva genealogía de santa T.», Nueva Revista de Filología Hispánica 10 (1 956) 335-384; Francisco Márquez Villanueva, «Santa T y el linaje», en Espiritualidad y literatura en el siglo XVI. Alfaguara, Madrid-Barcelona, 1968, 139-205; José Gómez Menor, El linaje familiar de santa T y de S. Juan de la Cruz. Toledo, 1970; Tomás Alvarez, «Santa Teresa de Avila en el drama de los judeo-conversos castellanos», en Angel Alcalá, Judíos. Sefarditas. Conversos. La expulsión de 1492 y sus consecuencias. Ámbito, Valladolid, 1995, 609-630.
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