El tema del juicio aparece en los escritos de Teresa de Jesús 30 veces, sin contar las formas verbales que utiliza para hablar de él. Normalmente no distingue entre juicio «particular» y juicio «universal», aunque su pensamiento se enmarca generalmente bajo este último. Es lo que en teología se denomina parusía del Señor.
1. La última venida del Señor: cumplimiento definitivo y juicio final
La parusía designa la última venida del Señor, en poder y gloria, que marca el final de la historia, coronando así el entero proceso de salvación, puesto en marcha por su encarnación, muerte y resurrección (1Cor 15,23-28; 1Tes 4,13-18). Comprende el juicio final, la resurrección de los muertos y la nueva creación en la que Dios será «todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
Es uno de los temas más necesitados de clarificación, por las desfiguraciones teológicas y pastorales que ha sufrido a lo largo de la historia, y que conviene tener en cuenta para comprender correctamente a santa Teresa de Jesús. Su pensamiento se expresa en categorías escatológicas, propias de la teología de su tiempo, pero su experiencia supera, bajo muchos aspectos, dichas categorías, acercándose a los nuevos planteamientos teológicos hechos a la luz de la revelación.
La parusía, que comprende la consumación de la historia de salvación o la plenitud del reino de Dios, es la manifestación evidente, inmediata y universal del señorío que compete a Cristo desde su resurrección. El resucitado terminará por imponerse al mundo y a la muerte como Señor de ambos. Será, pues, una revelación o descubrimiento de lo ya ahora ocultamente presente y aceptado por la fe.
«[El Padre] pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación y comprenderemos los caminos admirables por los que su Provindencia habrá conducido todas las cosa al fin último» (CEC 1040).
Pero será también cumplimiento definitivo de algo nuevo que hasta ahora no había acontecido todavía: la resurrección de los cuerpos, unida a una nueva creación, evocada por el Apóstol como la «liberación de la servidumbre» (Rom 8,19-23).
«Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado» (CEC 1042).
Asimismo, la parusía implica un juicio sobre las acciones que conducen a la muerte y las que conducen a la vida. La teología señala su doble valor como acto salvífico y judicial, y destaca la prioridad del aspecto salvífico: el juicio de Dios es fundamentalmente para la salvación, que revela la verdad de los acontecimientos y de las cosas; verdad, que se halla velada en el curso actual de la historia. El juicio de Dios tiene también un carácter judicial: es decisión definitiva del bien y del mal, de la salvación y de la condenación; pero es una decisión inmanente en la historia, más que una decisión añadida a ella desde el exterior; es la ratificación divina de la actitud que el hombre adopta en su historia.
«Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf Jn 12,49). El Juicio final revelará hasta las últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena» (CEC 1039).
2. Pensamiento y experiencia de Teresa de Jesús
Sin duda, estas orientaciones iluminan la experiencia de Santa Teresa sobre la consumación de la salvación y nos ayudan a centrar mejor su pensamiento. El término más usado por ella, para designar lo que llamamos parusía, es «juicio final» o «día del juicio» (sin que distinga bien entre juicio particular y juicio universal), con el que quiere expresar ante todo su carácter judicial:
«Ya se ve el alma en el verdadero juicio, porque le representan la verdad con conocimiento claro» (V 26,2). «Aquí se representa bien qué será el día del juicio ver esta majestad de este Rey, y verle con rigor para los malos» (V 28,9). «¿Qué será el día del juicio cuando esta Majestad claramente se nos mostrará, y veremos las ofensas que hemos hecho?» (V 40,11). «La certidumbre [de la mayor santidad] poco se puede saber acá, hasta que el verdadero Juez dé a cada uno lo que merece. Allá nos espantaremos de ver cuán diferente es su juicio de lo que acá podemos entender» (M 6,8,10).
Sin embargo, pese a este carácter judicial, el pensamiento de la Santa está lejos de la idea escatológica, que concebía el juicio final como el acto vengativo del Juez supremo, como el «dies Domini» o el «dies irae» de la secuencia medieval, fuente de un moralismo y ascetismo cristiano sobrecogedores, desprovistos del aliento que animaba a las comunidades primitivas. Y es que el juicio para ella tiene también un aspecto salvífico:
«Será gran cosa a la hora de la muerte ver que vamos a ser juzgadas de quien habemos amado sobre todas las cosas. Seguras podremos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra extraña, sino propia, pues es a la de quien tanto amamos» (C 40,8). «En el juicio de Dios se entenderá lo que acá no podemos juzgar» (cta 362,3).
3. El Cristo glorioso y resucitado
Pero, sobre todo, el juicio es revelador de la gloria de Jesucristo. Así lo percibe la Santa en una de sus experiencias místicas. Se le representa Cristo glorioso y resucitado:
«Un día de San Pablo, estando en misa, se me representó toda esta Humanidad sacratísima como se pinta resucitado, con tanta hermosura y majestad… que, cuando otra cosa no hubiese para deleitar la vista en el cielo sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo, Señor nuestro, aun acá que se muestra Su Majestad conforme a lo que puede sufrir nuestra miseria; ¿qué será adonde del todo se goza tal bien?» (V 28,3).
«Es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es hombre y Dios; no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado… ¡Oh Jesús mío!, ¡quién pudiese dar a entender la majestad con que os mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos y de otros mil mundos y sin cuento mundos y cielos que Vos crearais, entiende el alma, según con la majestad que os representáis, que no es nada para ser Vos señor de ello» (V 28,8).
Esta imagen de Cristo glorioso y resucitado se muestra en todo su poder salvífico, venciendo el poder de los demonios y abriendo las puertas del «limbo» (V 28,9). Es la única vez que la Santa habla del limbo, considerado en la teología de la época como un estado intermedio, reservado a los que, como los niños muertos sin bautismo, no han gozado de la gracia redentora, mas por otra parte carecen de toda falta personal. La Iglesia no se ha pronunciado nunca sobre esta cuestión. Teresa de Jesús da a entender que el poder salvífico de Cristo glorioso alcanza también a este lugar o posible estado intermedio.
La visión gloriosa de Cristo va acompañada, con frecuencia, de la contemplación de la gloria de los cuerpos resucitados (V 38 passim): es «para deleitar la vista en el cielo… la gran hermosura de los cuerpos glorificados» (V 28,3). Así contempla siempre a fray Pedro de Alcántara (V 36,20) y a la Santísima Virgen (V 36,24; 39,26).
La contemplación de la gloria, en fin, es un acicate que la estimula a afrontar todos los trabajos del mundo:
«Si me dijesen cuál quiero más, estar con todos los trabajos del mundo hasta el fin de él y después subir un poquito más en gloria, o sin ninguno irme a un poco de gloria más baja, que de muy buena gana tomaría todos los trabajos por un tantito de gozar más de entender las grandezas de Dios; pues veo que quien más le entiende más le ama y le alaba» (V 37,2).
Pero no es la propia gloria lo que la mueve, sino la de los demás, hasta el punto de que estaría dispuesta por ello a renunciar a la suya: «Si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (R 6,9).
4. La lucha por la manifestación de su gloria
Se produce aquí el mismo fenómeno, comentado a propósito del reino de los cielos. Teresa de Jesús, desde la contemplación de la gloria del cielo, a la que se ve transportada por el Señor, se siente llamada a la lucha por la manifestación de su gloria en la tierra. Y es que «el esperante cristiano ha de ser operante en la dirección de lo que espera. Esperar la parusía es creer que Cristo ha vencido la injusticia, el dolor, el pecado, la muerte… Anunciar el triunfo final del reino, es, sin duda, dar testimonio de la verdad» (J. L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología. Madrid 1996, pp. 141-142).
Por eso Teresa siente ganas de dar voces para dar a entender la verdad de Jesucristo y de su reino (V 20,25; 21,2). Y a ello dedicará su tarea de fundadora y de escritora. Así contribuirá a la consumación de la obra de Cristo y a la revelación definitiva de su gloria. Entonces se hará patente la verdad definitiva sobre Dios y los hombres; la verdad que es Cristo en persona, que otorga sentido a toda realidad y a la historia entera.
Este es también el sentido que adquiere en Teresa de Jesús su lucha por el cielo nuevo y la tierra nueva. Es la transformación del mundo, como culminación del reino de Dios que Jesús vino a predicar. Su máxima expresión es para Teresa la glorificación de Cristo resucitado y la transformación gloriosa de los cuerpos resucitados. Será la plenitud de la persona, de la humanidad y del cosmos. Entonces Dios «será todo en todos» (1Cor 15,28). Escatología. Reino de los cielos.
Ciro García