Aunque T afirma de sí misma que, de joven, ‘era tan recio mi corazón… que si leyera toda la Pasión no llorara una lágrima’ (V 3,1), y aunque lo repita hacia el final de su vida, ‘que no soy nada tierna, antes tengo un corazón tan recio, que algunas veces me da pena (M 6,6,8), no parece que fuese exactamente así. A lo largo de su vida es fácil sorprenderla rompiendo en lágrimas, desde las ‘muchas lágrimas’ con que se refugia en la Virgen al perder a su madre (V 1,7), hasta la fuerte reacción emotiva al perder a su padre espiritual, el General de la Orden J. B. Rubeo: ‘Ternísima estoy, y el primer día llorar que llorarás sin poder hacer otra cosa’ (cta 272,1 a Gracián). E iguales sacudidas de emotividad en tantos otros momentos cruciales de su vida (V 23,12; 35, 8; F 1, 7…). Incluso mientras escribe y recuerda vivencias pasadas, se sorprende a sí misma ‘deshecha en lágrimas’ (V 19,1), ‘derretida en lágrimas (V 34,10), incapaz de ‘decir esto sin lágrimas’ (V 14,10; cf M 3,1,3; F 4,7, etc). ‘Con esas lagrimillas que aquí lloro (mientras escribe), agua de tan mal pozo…’ (V 19,6).
Pasando del plano psicológico al de la experiencia religiosa, su testimonio comienza datando la fecha en que es dotada con el don de lágrimas. A sus 23/24 años, ‘ya el Señor me había dado don de lágrimas’ (V 4,7), de suerte que su conversión, como la de Agustín, será precedida del ‘grandísimo derramamiento de lágrimas’, con que se arroja a los pies del Cristo muy llagado (V 9,1), y que a partir de las primeras formas de experiencia mística, serán ya ‘lágrimas gozosas’: ‘Una lágrima de éstas… no me parece a mí que con todos los trabajos del mundo se podría comprar, porque se gana mucho con ellas’ (V 10,3). Así, ‘las lágrimas que Dios aquí da (en la oración de quietud) ya van con gozo; aunque se sienten, no se procuran’ (V 14,4; cf 19,1; M 6,6,7; V 40,20). En ella es una constante en crescendo: esa escalada de experiencias místicas ‘gozosas’ afecta directamente a su ‘ternura’ y tiene su expresión normal en las lágrimas.
Otra cosa diversa es su evaluación del ‘don de lágrimas’. Ya hemos consignado su afirmación inicial de que una lágrima de éstas no se compraría con grandes tesoros. Con todo, Teresa insiste en la necesidad de discernir: aunque son buenas, ‘no todas las lágrimas son perfectas’ (C 17, 4), es decir, no siempre provienen del ‘don de lágrimas’. Ya lo había dicho lapidariamente en Vida: ‘que no está el amor de Dios en tener lágrimas ni gustos ni ternura…’ (11,13). Y en las Moradas: ‘No pensemos que está todo hecho en llorando mucho sino que echemos mano del obrar mucho y de las virtudes’ (M 6,6,9) porque hay unas personas tan tiernas que por cada cosita lloran: mil veces le hará entender que lloran por Dios, que no sea así (ib 7). De hecho, más de una vez humorizará la Santa, en su epistolario, con ese tipo de personas, hasta dar a una de ellas el remoquete de ‘Lloraduelos’ (carta a Báñez: 21.2.1574, n. 5).
Pero también Jesús lloró, lo recuerda ella (E 10,2). Cuando las lágrimas proceden del amor o de la profunda experiencia del misterio de Dios en definitiva, del ‘don de lágrimas’, son fecundas y benéficas que ‘un agua trae otra (agua)’, es decir, nuestras lágrimas atraen la gracia de El (V 19,4). Ya en el Camino, trenzando el doble simbolismo de ‘agua y fuego’, había asentado otro axioma similar al precedente: ‘agua de lágrimas verdaderas ayuda a encender más el fuego’ del amor (C 19,5).
T. Alvarez