Fundar un Carmelo en ‘la Corte’, fue uno de los proyectos más acariciados por santa Teresa. Fue también uno de sus mayores fracasos. En el proyecto insistió ella los últimos seis años de su vida (1576-1582). Fracaso, porque no lo logró. Toda su estrategia de fundadora se estrelló frente a la resistencia de un magnate poderoso, el gran Inquisidor y Cardenal de Toledo Don Gaspar de Quiroga. El Cardenal, primero adverso a la Madre Teresa, luego admirador y amigo de ella, todavía por esos años retenía bajo su poder en la caja secreta de la Inquisición el autógrafo teresiano del ‘Libro de la Vida’, al que no restituirá la libertad sino después de muerta la autora.
Apuntando a Madrid en su tarea de fundadora, la Madre Teresa había tenido mirada certera. De hecho, cuando apenas muerta ella se funde el Carmelo madrileño, se convertirá en gran foco difusor de la familia teresiana. En esos postreros años del siglo XVI, del Carmelo de Madrid nacerán los de Valencia (1588), Guadalajara (1591), Talavera de la Reina (1595), Ocaña (1595), Loeches (1596), Consuegra (1597) y Alcalá de Henares (1599). En el año 1600 fundará los Carmelos de Tarazona (provincia de Zaragoza), San Clemente (Cuenca) y Yepes (Toledo). Y todavía en nuestro siglo, los Carmelos de La Coruña (1925), Tucumán (Argentina, 1935), Gijón (1947) y Bani (Rep. Dominicana, 1988).
Enumeración demasiado escueta. Pero esa onda expansiva da idea de la fecundidad y centralidad de la fundación proyectada por Santa Teresa y realizada por una de sus carmelitas predilectas.
Fundadora del Carmelo madrileño fue una eximia discípula de san Juan de la Cruz y de santa Teresa, la M. Ana de Jesús (Lobera). La madre Ana vino a Madrid desde Granada, acompañada de san Juan de la Cruz. E inauguró la fundación el 17 de septiembre de 1586. La fundadora (Medina del Campo 1545 – Bruselas 1621) pertenece a la primera generación teresiana. A ella le dedica fray Juan de la Cruz el ‘Cántico Espiritual’ (con ella dialoga el prólogo del libro). Le dedica también fray Luis de León su glosa latina al bíblico Libro de Job. Y a la misma madre Ana dirige el Maestro León la edición príncipe de las Obras de la Madre Teresa en 1588, porque había sido ella quien consiguió redimir de la prisión inquisitorial el autógrafo teresiano de ‘Vida’.
Madre Ana reside en Madrid hasta 1594. Desde ese año hasta 1604 vive en el Carmelo de Salamanca, donde estrecha relaciones con los más famosos profesores de la Universidad: Domingo Báñez, Agustín Antolínez, J. A. de Curiel, D. De Guevara, Juan Pérez… Desde Salamanca emprende viaje: es ella quien trasplanta el Carmelo teresiano allende los Pirineos. Funda el Carmelo de París en 1604, los de Pontoise y Dijon en 1605, los de Bruselas y Lovaina en 1607, el de Mons en 1608, y desde Bélgica promueve la fundación del primer Carmelo polaco en Cracovia (1612). Por fin, muere en Bruselas, el 4 de marzo de 1621, a los 75 de edad. Así, la Madre Ana había realizado los sueños europeos de la Madre Teresa.
Como cualquier otro Carmelo teresiano, también éste de Santa Ana tiene historia en dos vertientes. Hacia adentro, la vida comunitaria, intensa, llana y silenciosa. Difícil de historiar. Y, de puertas a fuera, la accidentada travesía de los siglos, al compás de la política, las guerras y los reveses del entorno ciudadano.
En esta segunda vertiente, el Carmelo de Santa Ana vive tres jornadas de signo diverso. Acogido en Madrid con todos los honores, se instala pobremente en una casucha de la Red de San Luis, previamente alquilada para las monjas por el P. Doria. Se traslada poco después al nuevo convento, cuya obra definitiva quedaría ultimada en 1611, ya en el corazón del viejo Madrid, en la calle del Prado. Sigue el priorato de M. Ana. Siguen en esa última década del siglo los graves contrastes con el P. Doria y los superiores de la Orden. Y prosigue todavía una larga jornada de vida floreciente: siglos XVII y XVIII.
Las horas difíciles llegan a principios del siglo XIX, con la ocupación de Madrid por las tropas napoleónicas. El rey intruso José Bonaparte decreta en 1810 la eliminación del Carmelo de Santa Ana, que primero es saqueado y luego demolido, convertido en ‘plaza de Santa Ana’. A lo largo del siglo, la comunidad, con los recuerdos y tesoros teresianos que ha logrado poner a salvo (autógrafos de la Santa, imágenes, reliquias y libros…), vagabundea en busca de alojamiento provisional, de convento en convento, pasando a veces por algún tugurio, reconstruyendo trabajosamente morada propia, para ser bien pronto despojada de ella. Años penosos, que van desde 1810 hasta la última década del siglo.
La tercera jornada no será menos penosa. Ni menos gloriosa. Comienza en 1891. Gracias a la ayuda de la dama doña Feliciana Viértolas, la comunidad logra poner en pie un nuevo edificio, sito esta vez en el Barrio de Salamanca, calle de Torrijos (actualmente c. Conde de Peñalver). Lo estrenan el 9.5.1891. En él ingresa Elvira Moragas (María Sagrario) en 1915, y en él emite sus votos solemnes en 1920. Las horas difíciles llaman de nuevo a la puerta en 1931. Ante el peligro inminente de saqueo y de muerte violenta, la comunidad se ve precisada a abandonar varias veces la morada monástica, y se dispersa en casas amigas. Pasado el riesgo, se reintegra al oasis de la clausura. Así, hasta que en 1936 las carmelitas son expulsadas una vez más de su Carmelo. La casa es saqueada. Las religiosas, dispersas. A la superiora, María Sagrario, le llega la hora gloriosa del martirio en la Pradera de San Isidro. Y las supervivientes se refugian en Carmelos lejanos de aquel Madrid en erupción. Las acogen los Carmelos de Avila, Valladolid, Salamanca, Burgos, Tarazona, Monreal (a la vera de los Pirineos navarros), y el de Viana do Castelo en Portugal.
Después de la borrasca y terminada la guerra fratricida de los años 36-39, las carmelitas regresan al Carmelo de Santa Ana. Pero el edificio material no era ya el ‘palomarcito’ de antes, que diría santa Teresa. El historiador carmelita, Silverio de Santa Teresa, que es a la vez testigo ocular, escribe: ‘Durante la guerra, el convento fue cuartel de milicias. De la iglesia hicieron dos salones, alto y bajo, tendiendo un pavimento hacia la mitad de su altura. También destruyeron la tabiquería de las celdas con el único fin de hacer habitaciones corridas. En la huerta no dejaron un árbol. En cambio, construyeron una magnífica piscina con agua abundante, numerosas duchas y algunos cobertizos. Las religiosas han ido, poco a poco, reconstruyéndolo…’ Sí, las que regresan de la diáspora, ya sin el liderazgo de María Sagrario, logran readaptar el viejo caserón. Pero sólo momentáneamente. En 1959 prefieren emigrar a las afueras de la ciudad. Construyen nuevo Carmelo en la calle General Aranaz 58, Ciudad Lineal, entonces frente a espacioso campo abierto. Y ahí residen, no sólo las continuadoras de M. Ana de Jesús y de María Sagrario, sino también los restos mortales de esta última…, ‘lillera, farmacéutica, mártir carmelita, y exponente glorioso del Carmelo de Santa Ana’. Cf Reforma 2,7,47. Ana de Jesús (Lobera).