El fin de la historia (el éschaton, en sentido real) acontece para cada ser humano en su muerte. Con la muerte, que es el cierre definitivo de la vida terrena, el final del status viae, de la condición itinerante del ser humano, «empieza la vida del más allá, cuya situación de salud o infelicidad está condicionada ante Dios por la vida terrena que el hombre ha configurado de un modo libre» (J. Finkenzeller, Muerte, en Diccionario de teología dogmática, Barcelona 1990, p. 481).
1. Liberación del miedo a la muerte
La experiencia de muerte se halla muy presente en la vida de Teresa de Jesús (168 veces). Destaca, en primer lugar, su percepción llena de realismo, como experiencia humana, cuando a los 23 años enferma gravemente, cayendo en coma profundo, que dura cuatro días. Este hecho la marcará psíquicamente con un profundo miedo a la muerte, como testifica ella misma repetidas veces: «la muerte, a quien yo siempre temía mucho» (V 38,5). Es una experiencia, como observa el P. Tomás Alvarez, que no ha entrado todavía en el engranaje del proceso de salvación, que la llevará a descubrir el sentido de la muerte redimida por Cristo y su valor redentor, como participación en la muerte de Jesús y tránsito a la vida eterna.
Cuando este paso se da, la muerte es plenamente asumida por ella, hasta quedar transfigurada en sentido salvífico. La muerte ha sido vencida. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). El antiguo «miedo a la muerte» es superado definitivamente: «Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso» (V 38,5).
Unos años más tarde confirmará que esta liberación del «miedo a la muerte» no fue pasajera sino permanente: «Temor, ninguno tiene de la muerte, más que tendría de un suave arrobamiento» (M 7,3,7). «¡Oh muerte, muerte! ¡no sé quién te teme, pues está en ti la vida!» (E 6,2).
2. La muerte asumida en el misterio pascual
El hecho central, que ilumina esta nueva experiencia de muerte, es el mismo hecho cristológico, que transforma su vida (V 22; M 6,7). Si su vida como la de Pablo es Cristo que vive en ella (V 6,9; R 3,10), su desenlace final no puede ser otro que el que asegura el encuentro definitivo con Él. Por eso estima la muerte no como «pérdida», sino como «ganancia» (M 7,2,5).
Como comenta atinadamente Ruiz de la Peña, a propósito del correspondiente pasaje paulino, la muerte como ganancia «es inteligible únicamente a condición de que la muerte revalide y confirme la comunión vital con Cristo, que constituye la vida del Apóstol. Una muerte que fuese separación de Cristo o que interrumpiese una unión que es la fuente de su vida, no sería lucro para Pablo» (J. L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología. Madrid 1996, p. 252).
A la luz de este hecho, Santa Teresa propone la realidad de la muerte como participación en el misterio de la muerte de Cristo. «Morir por Él» es una de sus consignas fundamentales:
«Mis deseos… entiendo son morir por El» (R 3,9). «Es menester a los principios estar bien determinada a morir por El» (R 5,9). «Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo» (C 10,5). «Dios mío, muramos con Vos, como dijo Santo Tomás, que no es otra cosa sino morir muchas veces vivir sin Vos» (M 3,1,2). «Vese [el alma] con un deseo de alabar al Señor, que se querría deshacer, y de morir por El mil muertes» (M 5,2,7). «Y pues El viene a morir, muramos con El» (Po 12,5). «Ofrezcámonos de veras a morir por Cristo todas» (Po 29,5). «Su Majestad nos haga fuertes para morir por Él» (cta 266,3).
Teresa de Jesús, en sintonía con Pablo, no reflexiona acerca de la muerte como fenómeno biológico, sino como fenómeno teológico, esto es, a partir de la muerte de Cristo, quien «por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz» (M 5,3,12). San Pablo afirma que Cristo «murió por nosotros» y nos dio nueva vida (Rom 5,12-21). Esta nueva vida se nos comunica por el bautismo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4). Así pues, «la muerte cristiana es una realidad operante desde el hoy del sacrificio de Cristo; quiere decir que el éschaton portador de salvación ha entrado ya en la historia» (Ruiz de la Peña).
3. «Morir al mundo»: Actuar la propia muerte
«Morir con Cristo» (expresión paulina) o «morir por Cristo» (expresión teresiana), significa morir a la vida en el pecado (Rom 6,6) o a la «vida para sí mismo» (2Cor 5,14s), o morir al mundo, como fundamento de la posibilidad de la vida (Gál 6,14), o a los poderes del mundo que esclavizan (Col 2,20). En este sentido hay que entender las consignas de la Santa sobre el «morir al mundo»:
«[Esta forma de oración] no me parece es otra cosa, sino un morir casi del todo a todas las cosas del mundo» (V 16,1). «Si ella [el alma] no se quiere morir a él [al mundo], el mismo mundo los matará» (V 31,17). «A los que de veras amaren a Dios y hubiesen dado de mano a las cosas de esta vida, más suavemente deben de morir» (V 38,5). «Como acabare de determinarse de morir al mundo, verse ha libre de estas penas» (Conc 3,12).
«Morir al mundo» significa morir al propio «yo», por el desprendimiento radical, que la Santa coloca como piedra sillar de la vida de oración (C cc. 8-16). Significa, en definitiva, actuar la propia muerte a lo largo de la existencia: «Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (C 11,4). Por eso ella sólo desea «morir o padecer» (V 40,20), actuando así su propia muerte.
Así interpreta la escatología actual la muerte cristiana: «Esta es, en verdad, la muerte-acción, la muerte aceptada y querida libremente a lo largo de la existencia. Cuando llegue el instante mortal, no hará más que verificar sensiblemente un hecho de vida actuado desde el bautismo en la esfera sacramental» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 267).
Las formas de actuar la muerte cristiana son aquellas que nos van configurando con el misterio pascual de Cristo. Dentro de la espiritualidad teresiana, adquieren especial relevancia: la mortificación, que es la conformación con la pasión del Señor (C 13,2); la eucaristía, que es memorial de la muerte de Cristo, manifestación sacramental de su entrega completa (C 33,4; R 26,1), y la meditación de sus misterios, particularmente los de su pasión y muerte, «de donde nos ha venido y viene todo bien» (V 13,13).
El mejor comentario que cabe hacer a esta actuación de la muerte, propuesta por la Santa en sintonía con san Pablo, es el que hace la misma escatología:
«Pablo describe al cristiano como aquel que reproduce en su carne los misterios de la vida de Cristo. En éste, la muerte ha sido el acto supremo de su historia temporal. Así pues, la asimilación de tal acto en la propia existencia es la tarea sustantiva del cristiano desde el comienzo de la misma en el bautismo, que obra la inserción del hombre en Cristo y lo hace solidario de su muerte (Rom 6,3ss). El bautizado ya no ve en la muerte la angustiosa cesación de su ser, sino la configuración con su modelo y, por tanto, el acto que debe ser vivido con voluntad de entrega libre y amorosa, en la esperanza (adelantada por la fe) de la resurrección. La muerte para él no es pena, sino un conmorir con Cristo para conresucitar con él» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 266).
BIBL. Ciro García, «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies»: la última confesión de Teresa de Jesús, MteCarm. 88 (1980), 565-575; Alfonso Ruiz, La muerte, ese obligado paso, ib, pp. 583-593.
Ciro García