La historia del Patronato nacional de santa Teresa tiene dos fases o momentos, uno en el siglo XVII y otro en el XIX. Cada uno de ellos dentro de circustancias político-religiosas distintas. La proclamación del siglo XVII fue consecuencia de la devoción y del entusiasmo provocados por su beatificación por Paulo V el 24 de abril de 1614. Esa primera proclamación tuvo lugar el día 30 de noviembre de 1617. La proclamación fue la siguiente, con una indicación en vista de posibles oposiciones que no se evitaron: «Patrona y abogada después del Apóstol Santiago para invocar y valerse de su intercesión en todas las necesidades». No todos, como era presumible, compartieron el entusiasmo por esta causa. La oposición se produjo de forma inmediata y en términos perentorios. Los oponentes fueron particularmente el arzobispo de Santiago y el cabildo compostelano, representando a los entusiastas del Apóstol y muy especialmente por los Caballeros de su Orden. La reacción fue tan eficaz que un decreto real de 24 de septiembre del año siguiente declaraba cesado el patronato teresiano. Lo hacía movido por justas causas y consideraciones y hasta «que mande otra cosa».
Pero los defensores de la causa teresiana no cejaron en su empeño. Movieron los hilos y resortes en las competentes instancias y las Cortes reunidas en 1626, ya bajo Felipe IV, y al año siguiente obtuvieron nuevamente la proclamación del patronato. Obtuvieron además un breve de Urbano VIII, 21 de julio de 1627, que refrendaba la decisión de las Cortes, ratificada por Real Decreto de 28 de septiembre del mismo año.
El asunto se trasladó, como en otros temas del tiempo, a la arena de las polémicas y discusiones azuzados por los sentimientos. Se produjeron situaciones y enfrentamientos impertinentes y desagradables (Vicente de la Fuente, Historia de España, V, 422-423). Acérrimo defensor del santiaguismo fue Quevedo: Santiago por su espada. El cabildo compostelano acudió a Roma donde su peso era así de fuerte. Roma rescindió el breve anterior por otro de 2 de diciembre. Felipe IV aceptó lo sucedido aunque con disgusto. Durante dos siglos se olvidó el tema del patronato teresiano hasta mejores tiempos.
Estos llegaron durante las Cortes de Cádiz en plena crisis de la Guerra de la Independencia, y a favor de algunos motivos y connotaciones específicos, como el nacionalismo. Hizo la proposición por primera vez el diputado por Guatemala, Antonio Larrazábal. Pero el debate no se abordó con decisión hasta otro momento favorable. Este tuvo lugar cuando los carmelitas intuyeron que su gesto, acogiendo a las Cortes en su iglesia con motivo de la acción de gracias por la aprobación de la Constitución, 19 de marzo de 1812, pensaron que era la coyuntura adecuada para recordar el tema, fondeado en la marisma de asuntos y preocupaciones diversos. Presentaron un memorial detallando la historia de cuanto se había hecho en favor del patronato, y solicitaron se declararan vigentes las disposiciones anteriores. Se nombró una comisión al efecto, que leyó su alegato el 23 de junio y el veredicto fue favorable. Las Cortes sin nueva votación ratificaron la validez de los acuerdos de las Cortes de 1617 y 1627, el día 27 de julio de 1812. Los parlamentarios comisionados cayeron en cuenta de las verdaderas dificultades de fondo. Estas se derivaban de la normativa fijada por la Congregación de Ritos en 1630, a raíz de las reclamaciones de la iglesia de Compostela, en 1627. Dicha normativa, expresa y bien clara, sancionaba que la elección de patronos debía ser aprobada y confirmada por la Congregación. Sin embargo, la comisión entendió que esas disposiciones no tenían efecto retroactivo. Si el rey había aceptado la suspensión del patronato teresiano, fue por imposición de las circunstancias políticas; pero reservándose su derecho para cuando lo considerara oportuno. Tenían además en cuenta los comisionados otros subsidios interpretativos de alta calidad regalista. Por eso su dictamen era previsiblemente favorable. Es el momento en que la Santa Sede se encuentra en situaciones tan comprometidas como el secuestro de Pío VII en Fontainebleau, y no se pronunció contra lo sucedido en Cádiz. Nuevamente la política giró copernicanamente y también con repercusiones en el asunto del patronato de santa Teresa.
La restauración fernandina de 1814, tan rígidamente restauracionista, volvió a dejar las cosas como estaban antes de las nuevas leyes: suspendió la Constitución y todas las medidas de las Cortes. Otra vez se comenzaba. El patronato de santa Teresa quedaba por lo tanto suspendido. De nuevo reverdecen las dificultades y tensiones. El Cardenal de Borbón, de línea liberal, sigue fiel a lo decretado por las Cortes. Pero desde Sevilla es denunciado y se acude al Nuncio Gravina. También en Roma habían cambiado las cosas. El Nuncio sintonizaba con la política española. Sus informes al Secretario Consalvi fueron durísimos, con reclamaciones muy fuertes contra las Cortes de Cádiz y contra los carmelitas a quienes acusaba de «acudir a falsas suposiciones y subterfugios». Los informes del Nuncio fueron atendidos. El patronato fue anulado, y la medida fue bien aceptada por el Gobierno, como declaró la Cámara de Castilla.
Pero la historia no se había cerrado para siempre sobre el asunto del patronato. Otro capítulo se iba a escribir, y como siempre, sobre la pauta de las nuevas circunstancias políticas. En 1820 llegaron de nuevo los liberales al poder. Fernando VII acató la Constitución gaditana. De nuevo se abogó en favor del patronato de la Santa. Para la puesta en vigor de leyes y decretos anteriores se nombró una Junta Provisional, que debía examinar las que debían restablecerse antes de la reunión de las nuevas Cortes. La petición a favor del patronato se presentó el 9 de junio a la Junta Provisional, de acuerdo con el decreto de 12 de junio de 1812. Se debatió al día siguiente. El resultado fue que, si bien el asunto era urgente, bastaba con publicar el decreto de las Cortes del doce en la nueva recopilación que se preparaba.
Se planteaba, como se ve, otra vez un delicado problema para la Iglesia, que comprometía al representante de Roma, que lo era en el momento el nuncio Giustiniani. La rescisión del patronato había sido sancionada solemnemente en Roma al producirse la restauración fernandina, respaldando el derecho de Roma. Giustiniani ensayó una vía de buena voluntad con el gobierno, dejando claro la competencia de Roma. Pero su intervención fue poco afortunada; disgustó en Roma, sobre todo al Cardenal della Somaglia, conservador a ultranza y, por añadidura, encargado de la Congregación para los Asuntos Eclesiásticos de España, recientemente nombrada. En Roma no creyeron acertada la postura del Nuncio, en particular la promesa de una actitud favorable, deseada para cuando el gobierno hiciera la pertinente solicitud. Las instrucciones de Consalvi al Nuncio puntualizaban varias cosas, y apuntaban siempre a favor de los derechos de Roma, según nota del 15 de septiembre de 1820. Pero en el gobierno tenían claras ideas de sus derechos y de sus planes. Todo había sido bien estudiado. No era necesario acudir a Roma de nuevo. La réplica del Nuncio fue un detallado y exhaustivo respaldo de una historia y de un derecho que, sin duda, exige el recurso a la Santa Sede. En su forma mínima, se debe acudir siquiera para fijar la solemnidad litúrgica de tal patronato. Esta vez la postura del Nuncio tuvo buena acogida en Roma; pero no en el gobierno que tardó más de un año en contestar, y lo hizo para ratificarse en su apreciación de que no era necesario acudir nuevamente a Roma.
Se podría pensar que esta historia, tan simple a primera vista, tan complicada en su secuencia real, merecería otro final más feliz. Sin embargo, éste no fue otro que el desinterés del gobierno, que no quiso llegar más allá, dejándolo todo en la suspensión del decreto aprobado por el Rey, pero suspendido cuando el Nuncio reclamó contra él en julio de 1820. Al Gobierno español no le interesaba el tema. Y en Roma preferían también que no se volviera sobre ello. Así hizo aguas una propuesta tan trabajosamente defendida.
Dentro de la Orden, tan interesada en llegar a un final feliz, se produjeron algunas penosas situaciones. Entre ellas la que cuenta el último historiador oficial de la Congregación de España, P. Manuel de Santo Tomás (Traggia), quien muy ganoso de ayudar a la causa, escribió una memoria pormenorizada de todo. Pero su entusiasmo le llevó a un intento, peligroso entonces: publicarla al margen de la Orden. Con esto se condenó a sí mismo y a su propio escrito, y nos privó de su esfuerzo, pues su original no ha llegado hasta nosotros.
BIBL. Alberto Pacho, El P. Manuel de Santo Tomás, etc., Roma 1979, pp. 344-345; Ignacio Lasa Iraola-Juan María Laboa Gallego, Santa Teresa de Jesús Patrona de España en las Cortes de Cádiz, Hispania Sacra 32 (1980) 265-285; A. López Ferreiro, Historia de la S.A.M. Iglesia de Santiago de Compostela, II; Pablo Jauralde Pou, Francisco de Quevedo (1580-1645). Madrid, 1998, pp. 541-557.
Alberto Pacho