Antonio Mauriño, siempre Mauricio en la historiografía teresiana, nació en Pontevedra del noble linaje que acredita su apellido. Cursó derecho en el Colegio Español de S. Clemente de Bolonia del que fue posteriormente rector. De regreso en España, hacia 1550, ejerció el cargo de abogado en la Audiencia de la Coruña, aunque muy pronto llegó a Madrid, ordenándose sacerdote. Seguidamente llegó a cargos importantes en la Inquisición, primero en Sicilia, luego en Sevilla y Toledo. Este cargo de la Inquisición toledana le impuso trasladarse a Roma con ocasión del proceso de Bartolomé Carranza. Pío V le nombró obispo de Pati en Sicilia. Felipe II, teniendo en cuenta su preparación y su fama, le designó obispo de Avila, y por indicación del arzobispo de Toledo, cardenal Quiroga, lo constituyó Presidente del Consejo de Castilla, puesto al que accedió en 1578. Al cesar en este cargo fue nombrado obispo de Córdoba, donde murió el 18.6.1586. Su llegada al puesto de máxima influencia en la España de Felipe II coincide con uno de los años críticos para la obra teresiana, 1578. A la muerte de su gran favorecedor, nuncio Ormaneto, noche del 17 al 18 de junio de 1577, fue nombrado para sucederle Felipe Sega, que daría un vuelco a la situación en contra de la M. Teresa y de su obra. Otra pérdida para la Reforma fue la del Presidente del Consejo, Diego de Covarrubias, acaecida el 27 de septiembre del mismo año. El vacío que dejó éste fue afortunadamente compensado con el nombramiento de Antonio Pazos para el mismo cargo, a comienzos de 1578.
En la correspondencia teresiana de este año son frecuentes las referencias al Presidente del Consejo, y el recurso al mismo, aunque no directamente. Parece ser que la prisa por sentirse atendida no tenía en el interesado tanta diligencia como ella deseaba, ni se parecía en prontitud a su antecesor. Por eso acuñó ella uno de sus ingeniosos criptogramas, llamándole ‘Pausado’. Así en la carta del 15 de octubre de 1578. También le recuerda como ‘el ángel mayor’, otra designación críptica que reservaba para referirse a los inquisidores generales (cta al P. Jerónimo Gracián, 2.3.1578). En ésta apunta que por su mediación acababan las dudas sobre los poderes de visitador de Gracián, asunto sobre el que esperaba se pronunciara el Presidente contra el nuevo Nuncio. En otras cartas de agosto, una sin fecha, pero de ese mes, y otra del día 14 del mismo, indica la oportunidad de entregar al Presidente los breves que acreditan a Gracián como visitador, y que eran reclamados por Sega (cta al P. Jerónimo Gracián, 14.8.1578). Por cierto Pazos estaba empeñado en que Gracián continuara la visita, y se mantuvo firme en un encuentro personal con él, afirmando que eso era la voluntad de Dios y del Rey, y prometiendo su ayuda, ‘diéronle muchas provisiones’, y que acudiese a él cuando ‘hubiera menester’ (cta a fines de agosto 1578). El P. Gracián, temeroso y realista, tal vez más que la Santa, estaba dispuesto a presentarse a Sega, lo que le desaconseja ella hasta que el Presidente del Consejo ‘le allane’ a Sega (cta fines de agosto 1578). Otro envío que acredita la habilidad de la Santa, y el momento dramático que vive la Reforma durante esos meses de fines del 78, es el remitido al P. Pablo Hernández, jesuita, amigo y compaisano de Pazos. Por estas razones queda claro que la Santa buscara su ayuda. Era otra puerta que se le abría para tener siempre más favorable al Presidente. También acudió la Santa a otro intermediario, el obispo de Osma, D. Alonso Velázquez, para que ‘trate con el Presidente’, según refiere Gracián en carta del 15 de octubre del mismo año. Pazos fue, sin duda, otro de los valedores de su causa, a quien ella recompensó con su confianza y gratitud. Madrid, Corte de.
A. Pacho