La santidad es argumento importante en la teología espiritual y en la vida cristiana. Aunque santa Teresa no lo afronte formalmente en sus escritos, es tema y preocupación subyacente en todos ellos. Meta, según ella, de toda vida cristiana. Objetivo especialísimo del estilo de vida que propone a sus lectoras, las carmelitas. Aspiración permanente de T misma, que vive en tensión constante hacia esa cima que ella cree asequible, pero siempre inalcanzada, siempre más allá de la propia realidad. Alguna vez evaluará a las personas de su entorno a base del parámetro de la santidad, pues a su parecer la santidad personal es el destino proyectado por Dios para cada ser humano y, en definitiva, el más alto de los valores humanos.
Dada la tendencia de T al realismo y su menor propensión a la terminología abstracta, es normal que en su ideario aparezca la santidad más bien como exponente de los santos concretos, preconizados por la hagiografía y la liturgia. Ella conoce santos de carne y hueso, que viven a su lado, pero se refiere preferentemente a los del cielo. Son estos últimos los que le servirán de referente para fijar su canon íntimo de lo santo y elaborar su ideario acerca de la santidad, a partir del sumo santo, Cristo Jesús. De ahí su reiterado lema: ‘¡poned los ojos en el Crucificado!’, ‘¡los ojos en vuestro Esposo!’ Él es ‘el dechado’ de santidad.
Por ello en la presente síntesis recogeremos sólo dos puntos de su ideario: 1º, su concepto popular de la santidad encarnada en los santos; y 2º, su idea de santidad como fase terminal de la vida cristiana o como meta de la historia personal de salvación, preludio de la santidad celeste.
1. La santidad de los Santos
En una de sus confidencias epistolares, sorprendemos a T escribiendo a propósito de un personaje conocido suyo: ‘Yo le digo que no sé qué me diga, que no acabamos de ser santos en esta vida’ (cta 138,3: a Gracián, del 31.10.1576). No es índice de desconfianza, sino simple evaluación relativa de la fiabilidad y relatividad de toda santidad humana acá en la tierra. Cuando a ella misma se atreven a calificarla de santa, se enoja en serio: ‘desatinos…, en diciendo que una es santa, lo ha de ser sin pies ni cabeza’ (cta 320). ‘Pura farsa de santidad… esa torre de viento’, escribirá en otra ocasión (cta 88,12).
El calificativo ‘santo’, en sus múltiples variantes santos/santas, santico/ santito, santísimo/sacratísimo ocurre más de un millar de veces en los escritos teresianos (unas 1.090, según el Léxico de A. Fortes). Sólo en casos excepcionales lo utiliza para designar a alguno de sus coetáneos: ‘está preso aquel santico de fray Juan’ (cta 238,6), ‘todos le tienen por santo…,y creo que no se lo levantan’ (cta 226,10; 218,3), o bien entre sus amigas, la excepcional Maridíaz (cta 449,3). Pero en general, ella reserva ese atributo para los que han llegado a la estabilidad celeste. Tales, por ejemplo, ciertos personajes de la Biblia, o los canonizados, preferentemente los consignados en el breviario, incorporados a la oración de la Iglesia como modelos (‘dechados’) e intercesores. No importa que algunos sean legendarios. Lo importante es encontrar en ellos auténticas estampas de santidad. El superlativo ‘santísimo’ lo reserva para la Trinidad (‘santísima Trinidad’), y para la Eucaristía (‘Santísimo Sacramento’, y el similar ‘sacratísima Humanidad’ de Jesús: V 28,9). También para la Virgen María: ‘santísima Virgen’ (C 13,3); si bien más frecuentemente ‘sacratísima Virgen’. Ellos son, en realidad, los arquetipos y fuentes supremas de toda santidad humana. Dios, en definitiva, es ‘el santo de los santos’ (C 29,4), con tácita referencia bíblica (Dan 9,24).
En sus primeras lecturas infantiles, a T le impresionaron, como era natural, los martirios de las santas: ‘como veía los martirios que por Dios las santas pasaban…’ (V 1,4). ‘Dios lo puede todo, y así puede dar fortaleza a muchas niñas santas, y se la dio para pasar tantos tormentos’ (Conc 3,5). Admiró luego la santidad de los ‘que se retiraban a los desiertos’ (R 36; M 6,6,11), o a los anacoretas del Monte Carmelo (M 5,1,2). Con todo, sus preferencias las reservó para los santos ‘pecadores convertidos’, o como ella dice, los que habiendo sido pecadores, ‘se tornaron a Dios o a Cristo’ (V pról. 1): ‘en los santos que, después de serlo [pecadores], el Señor tornó a Sí, hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mí’ (V 9,7). Con predilección por los ejemplares bíblicos, David, Pedro, Pablo, la Magdalena… y, entre los posteriores, san Agustín y san Jerónimo. Teresa destaca en ellos, no sólo el hecho de la conversión a Cristo como clave de su santidad, sino el amor de enamorados con que se adhirieron a El. Sin descartar la compatibilidad de ‘santidad y grandes tentaciones’ y malos pensamientos (V 11,10). ‘Penitentes’, ‘enamorados’ y ‘esforzados’ serían las notas que sellarían su santidad.
Hay todavía una categoría de santos que para ella es no sólo modélica, sino profundamente empatizante. Son los que ejercieron de apóstoles o de evangelizadores: ‘…me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen, por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado, pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer’ (F 1,7). Por ello, Teresa se siente fascinada por ‘aquella hambre que tuvo nuestro padre Elías de la honra de su Dios, y tuvo Santo Domingo y San Francisco de allegar almas para que fuese alabado’ (M 7,4,11). ‘Si miramos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a Sí, es para alabarle mucho los millares que convertían los mártires: ¡una doncella como santa Úrsula!…’ (M 5,4,6). Otras dos notas: ‘contemplativos’ y ‘servidores’. Unidos a Dios o a Cristo, y tensos en el servicio de los hermanos.
A ella no le agrada la estampa, común en su tiempo, de la santidad adusta y hosca o poco simpática, tantas veces preconizada por la iconografía o por el santoral. Le desagradan los ‘santos encapotados’ (M 5,3,11). Al contrario, su criterio de santidad es: ‘cuanto más santas, más conversables con sus hermanas’ (C 41,7), de suerte que los otros ‘no se amedrenten de la virtud’ (ib). Por eso, cuando trace de mano maestra la semblanza de un santo de carne y hueso, como fray Pedro de Alcántara, luego de subrayar la austeridad de vida de ese hombre que parecía ‘hecho de raíces de árboles’, precisará: ‘con toda esta santidad, era muy afable, aunque de pocas palabras, si no era con preguntarle. En éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo entendimiento’ (V 27,18).
Teresa está convencida de que la santidad es perfectamente compatible con la vida común y corriente, con trabajos materiales, aparentemente vulgares. Se lo inculca a su hermano Lorenzo, anheloso de santidad, pero forzado a enredarse en cuidados de hacienda y dineros: ‘no dejaba de ser santo Jacob por entender en sus ganados, ni Abrahán, ni san Joaquín’ (cta 172,11). A otro de sus colaboradores, el caballero Antonio Gaytán, le escribe con ocasión de sus segundas nupcias: ‘también hay en el [estado de matrimonio] santos, como en otros’ (cta 386, 2).
De lo que ella está absolutamente convencida es de la presencia de la cruz en todo proceso de santidad. A sus predilectos la da el Señor, según la medida del amor que les tiene y que ellos le tienen (C 32,7). ‘Siempre hemos visto que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos: miremos los que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles…’ (M 7,4,5).
Recogiendo esa serie de rasgos, en el perfil de la santidad diseñado por Teresa destaca ante todo la iniciativa de Cristo en la atracción de la persona humana hacia El: sólo se es santo en la unión a El. En el amor cruzado entre ambos, hasta el martirio y la participación en su cruz: sufriendo, ‘así se hacen los santos’, escribe ella a María de san José (cta 357,10). Destaca luego ciertas virtudes, como el trabajo en el cumplimiento del deber, la afabilidad, el sacrificio, el celo apostólico hambre de la gloria de Dios, la prosecución de la misión evangelizadora en el servicio de los hermanos y en la salvación de las almas. ‘Mirar a las virtudes…: quien con más mortificación y humildad y limpieza de conciencia sirviere a nuestro Señor, ésa será la más santa’ (M 6,8,10).
2. La santidad como término del proceso espiritual
La exposición doctrinal del argumento de la santidad cristiana la realizó T en las séptimas moradas del Castillo Interior. El enfoque mismo del libro se había propuesto presentar el itinerario de la vida cristiana en su pleno arco de desarrollo. En ese enfoque era normal que la postrera etapa del proceso se reservase para tratar de la santidad. Así ocurrirá de hecho. Los cuatro capítulos de las moradas séptimas serán un pequeño tratadillo ‘de la santidad’ a que puede llegar el cristiano acá en la tierra.
Desde el latente filón autobiográfico del libro, T tendrá que presentar el grado de santidad a que el Señor ha elevado su persona. Lo insinúa ella, no sin cierto estremecimiento, en el umbral mismo de la exposición: ‘¡Oh gran Dios!, parece que tiembla una creatura tan miserable como yo de tratar en cosa tan ajena de lo que merezco entender… Porque me parece que han de pensar que yo lo sé por experiencia, y háceme grandísima vegüenza…’ (M 7,1,2). ‘A otras personas’ la llegada a la etapa final ‘será de otra forma; a ésta de quien hablamos…’, es decir, a T misma le ocurrió concretamente así… Con lo cual, T se ve forzada a reflejar limpiamente su caso personal, si bien se abstendrá de designarlo con el vocablo ‘santidad’.
Y dada la hondura inefable del hecho de la santidad cristiana, para explorarla T seguirá recurriendo a los símbolos utilizados a lo largo del libro, y que ahora alcanzan el tope de su valor semántico. a) Según el símbolo del castillo, la santidad se presenta como un hecho que afecta a lo más hondo de la persona (el ‘hondón’ del espíritu), limpia e ilumina todo su ser y lo vincula a lo divino. Lo divino estaba y está presente en las capas más hondas de lo humano: en la última morada del castillo. b) Según el símbolo de la metamorfosis (gusano de seda que se vuelve mariposa, y ave fénix que renace de sus cenizas), la santidad equivale al momento en que la ‘mariposica del alma’ muere, abrasada en llamas y luz, y sobreviene la total superación del hombre viejo, para dar paso a la plenitud del hombre nuevo en Cristo: ‘es esto lo que dice san Pablo: el que se allega a Dios, hácese un espíritu con El’ (7,2,5). La santidad es la vida del hombre ‘renacido’ de sus cenizas, como la mítica ave fénix. c) Pero el más expresivo y relevante es el símbolo nupcial, el más bíblico de los tres. Según él, la santidad equivale al ‘matrimonio espiritual’ del alma con Dios, en total comunión de amor entre ambos: en unión plena y definitiva, con garantías de irreversibilidad, anticipo de la santidad celeste. Así, la santidad no resulta tanto del crecimiento de la persona humana, cuanto de la simbiosis de ella con la divina. Es un don de amor recibido, mucho más que el logro del propio esfuerzo. Más que perfección del santo es comunión con el Santo de los santos.
Más allá de esos símbolos, es importante el análisis doctrinal que T hace de la santidad en esta fase final del proceso. Ella tiene experiencia e ideas claras. Las estructura en cuatro capítulos, que responden progresivamente a nuestra pregunta: ‘¿qué es la santidad?’ Los cuatro capítulos contienen cuatro respuestas progresivas, que reflejan limpiamente la idea que T tiene de lo que Pablo llamó ‘pléroma’ del hombre nuevo en Cristo: plenitud de vida de la gracia. A saber:
c. 1º. La santidad es, ante todo, un hecho trinitario, en que al cristiano se le cumple la palabra evangélica ‘que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos’. De suerte que ‘cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella [las tres divinas Personas]…, sino que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior…’ (7,1,6-7). Santificación del hombre por inhabitación de la Trinidad en él. Es la Trinidad la que hace presente en el hombre la santidad de Dios.
c. 2º. La santidad es un hecho cristológico, consistente en la unión plena del cristiano con Cristo, de suerte que pueda decir con san Pablo: ‘mihi vivere Christus est, mori lucrum’: así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla que hemos dicho muere con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo’ (7,2,5). Y se le cumplen igualmente las palabras que Jesús dijo a sus discípulos, orando por ellos para que fuesen una cosa con el Padre y con El, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en El. ¡No sé qué mayor amor puede ser [haber] que éste!’ (7,2,7). El amor es unitivo. Intensamente unitivo el de Cristo. La irrevocable unión de El con el Padre, es la mejor imagen de la estabilidad e irreversibilidad de la santidad plena del cristiano.
c. 3º. La santidad es un hecho humano, que lleva a plenitud la vida del hombre nuevo en Cristo, de suerte que también él, como san Pablo, pueda decir con disponibilidad absoluta: ‘¿Qué queréis, Señor, que haga?’, convencido de que el Señor le oye, ‘y de muchas maneras os enseña con qué le agradéis’ (7,3,9). A nivel humano, la santidad es un valor que afecta al hombre entero en los planos psicológico, ético y teologal.
c. 4º. La santidad es, en definitiva, la plena configuración a Cristo, en el servicio de la Iglesia y de los hermanos, de suerte que realice el gesto simbólico de María que con sus cabellos unge los pies de Jesús (7,4,13), o que como Jesús mismo no sólo vive en servicio de los demás, sino que es también él ‘siervo de Yahvé’, y ‘esclavo de Dios, a quien señalado con su hierro, que es el de la cruz…, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue: que no les hace ningún agravio ni pequeña merced’ (7,4,8). En eso consistirá exactamente el ‘ser espirituales de veras’: ser santo.
Esas cuatro componentes de la santidad son sencillamente el desarrollo cimero de la gracia germinal otorgada al cristiano en el bautismo: inhabitación de la Trinidad, inserción en Cristo resucitado, nueva criatura, destino de servicio en el cuerpo místico de la Iglesia. Pleno desarrollo del misterio de la gracia.
En el plano antropológico (cap. 3º), la Santa se ha detenido a detallar las notas fisonómicas que caracterizan al cristiano que ha llegado a la plena configuración con Cristo en la etapa de la santidad. Baste enumerar las cuatro primeras de la serie (7,3,2 y ss):
Su rasgo primero es ‘un olvido de sí, que verdaderamente parece ya no es, porque toda [el alma] está de tal manera que no se conoce, ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en la de Dios… Parece ya no es, ni querría ser en nada nada’ (n. 2). Superación de todo egoísmo.
El segundo, ‘un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete…’, para mejor compartir la pasión del Crucificado (n. 4).
El tercero: ‘tienen también estas almas un gran gozo interior cuando son perseguidas, con mucha más paz.., y sin ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer’, en plenitud de amor fraterno (n. 5).
Cuarto: ‘Lo que más me espanta de todo es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido [estas almas] por morirse para gozar de nuestro Señor. Ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle… y de aprovechar a algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muchos años… por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca’ (n. 6).
Equilibrio entre ‘parusía’ y ‘diaconía’, como en la fase terminal de Pablo (Fip 1,21-26).
Ya al final del Camino de Perfección, hablando de la perfección del amor, había escrito ella: ‘Quienes de veras aman a Dios los santos todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar’ (C 40,3).
T. Alvarez