El seguimiento-imitación de Cristo ocupa el centro de la vida teresiana. Nadie más que el Señor hace «cristiana» nuestra santidad. Sin El nada, con El todos los matices de una vida consagrada a Dios y a la Iglesia.
Cuando T repasa su «conversión» («acabar ya de en todo en todo apartarme del mundo»: V 32,8), toma la decisión sobre «lo primero» que tenía que hacer: «seguir el llamamiento que su Majestad me había hecho a religión» (ib 9). Es decir, se «determina» consciente y firmemente a ser perfecta religiosa consagrada: «Determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo» (C 1,2). Hay un «llamamiento» y un «seguimiento» evangélicos, signos de la gran bondad divina, dirigidos a todos los creyentes.
Basta dejarnos llevar por la Santa en la explicación de su propia experiencia al respecto, riquísima en resonancias fundamentales para todo cristiano: vocación, seguimiento e imitación de Cristo. «Libro vivo» de experiencia, más que simple guión temático.
1. Llamamiento de Jesús
La invitación a seguir a Jesús es para T un «llamamiento» divino de amor. Una palabra directa, dirigida por Dios en Cristo a quien está en actitud de escucharle, hasta que termine de hablarnos. Una bendición siempre actual, pues «la llamada de Dios es irrevocable»: «No deja de nos llamar nuestro Dios, y nos amar» (Rom 11,29 = Po 10,5). Una Palabra que se escucha con gozo en el corazón, como gracia inmerecida: «mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama» (R 13). Jesús nos mira por pura benevolencia, pues «no tenemos nada que no recibimos» (M 6,5,6 = 1Cor 4,7) y sólo podemos «presumir de su misericordia» (M 3,1,3).
a) «Mi llamamiento»: La percepción espiritual de que Dios se fije en nosotros como somos, la revive T en primera persona como impulsión misteriosa y singular del Espíritu (PC 1; ExAp.EvTest 3). «Vivo en el Señor, que me quiso para sí» (Po 1,2); «vuestra soy, pues me llamasteis» (Po 2,3). En los cc. 3-9 de Vida relata Teresa los altibajos de este «mi llamamiento» (V 35,4), los «tantos rodeos» con que Dios la cerca y atrae a estado tan seguro como es el religioso (V 4,3). Jesús quiere que dejemos atrás otras motivaciones indignas de él: interés, temor, seudoseguridades, todo lo que es «vanidad» (V 3,1-5).
La capacidad de seguir a Cristo, sin negar lo que hay de entrega libre humana, le viene al discípulo del mismo que le llama: «Si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante…Me dio ánimo contra mí, de forma que lo puse por obra» (V 4,1). Es Jesús quien enamora el corazón de sus discípulos, quien se comunica hasta ganarlos: «Cuando su Majestad quiere no podemos sino andar siempre con El, como se ve claro por las maneras y modos con que su Majestad se nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene» (M 6,7,1).
Si «Dios lo puede todo» (C 16,1) y «su querer es obrar» (C 22,7), «cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo» (F 10,8). Como dice la Iglesia, «sólo el amor de Dios llama de forma decisiva» (ExAp. EvTest 13). Un amor gratuito que ella no puede menos de cantar: «sin tener que amar, amáis; engrandecéis nuestra nada» (Po 6,3).
b) Llamada eclesial: El alma de la Santa se remueve en emociones cuando narra la vocación de otros al seguimiento de Cristo (F 10,8-11). Depositaria de un carisma renovador, canta los acontecimientos de familia sintiéndose maternalmente afectada: tomas de hábito, profesiones, etc. Dos tercios de sus poemas se refieren a la vocación-respuesta que Dios va suscitando «en grupo» dentro del «pequeño colegio de Cristo» (CE 20,1), como llama a sus comunidades. Y pondera «la gran merced que el Señor ha hecho a las que trajo aquí» (C 8,2), o «escogido para aquí» (C 13,6), o «que aquí os juntó el Señor» (C 3,10). La llamada se pluraliza eclesialmente, es ya «nuestro llamamiento y a lo que estamos obligadas» (C 4,1). El mismo Señor «que me quiso para sí» (Po 1,2) le asegura de que «llamo en cualquier tiempo» (Po 8,6), y de que su invitación a seguirle hasta el final es correspondida por almas generosas que se entregan, ofrecen, imitan, sirven y se abrazan a la cruz del Maestro (VC 18).
Así se relacionan los aspectos «personales» y «eclesiales» de toda vocación. Dios llama normalmente «desde» la Iglesia (Cons 21) y eleva a cada discípulo a «signo» vivo de la santidad de la Esposa de Cristo (cf LG 31.44; PC 1;EvTes 3). Una llamada a «renovarse sin cesar» (LG 8.9), que T formula con el conocido «ir comenzando siempre de bien en mejor» (F 28,32) como si en cada uno se iniciara todo seguimiento de Cristo (F 27,11).
c) Fe y amor, bases del «seguimiento»: La Santa no distingue entre invitaciones («si quieres») e imperativos del Señor («ven y sígueme»). Recuerda desde joven lo fatal que es quedarse en meras posibilidades, perteneciendo al grupo de los «llamados» y «no escogidos» (Mt 20,16 = V 3,1; M 5,1,2). Sabe que la Palabra de Jesús no solo enseña con autoridad sino que llama con efectividad. Por eso ante «el mismo soy» (F 31,4) o «¿no sabes que soy poderoso?» (V 36,16) ella responde también con radical confianza: «Firmemente creo que podéis lo que queréis» (E 6,1).
Este rendimiento ante el poderío de quien habla mirando a los ojos es un acto de fe imprescindible. Sin timideces ni razonamientos humanos, como explica la Santa: «El que todo lo puede, quiere que entendamos se ha de hacer lo que quiere» (V 25,1). Si dice «ven», «ello se ha de cumplir, queramos o no» (C 32,5) porque «su querer es obrar» (C 16,10; 22,5).
No es determinismo sino confianza absoluta lo que destaca T cuando recuerda el pasaje evangélico del «mancebo» rico (Lc 18,22). Le faltó libertad para «determinarse» y que «del todo posea el Señor el alma»; y, a pesar de los preceptos cumplidos, no entendió el cariño con que Jesús le miraba y prefirió «irse triste» con sus riquezas, dando la espalda al Señor (M 3,1,6-7). La línea divisoria entre el sí y el no a Cristo discurre siempre sobre el carril de la absoluta fianza en Jesús, que puede pedirnos el obsequio total de nuestra libertad. De ahí que concluya la Santa: «Por su mandamiento venimos aquí; verdaderas son sus palabras: no pueden faltar» (C 2,2). Y así lo destaca en una de las expresiones más teológicas salidas de su pluma: «El amor de contentar a Dios y la fe hacen posible lo que por razón natural no lo es» (F 2,4).
El «amor de contentar a Dios» es la disposición básica del discípulo de Cristo, suscitada por el calado de su misma mirada «cariñosa» (Mc 10,21). El trueque de amores («es hermoso trueque dar nuestro amor por el suyo»: C 16,10) se debe a una gracia impulsiva del Espíritu: «cuando queréis podéis, y nunca dejáis de querer si os quieren» (V 25,17). Y es también el resultado demostrativo de esa iniciativa divina: «¿En qué te le puedo más mostrar que [en] querer para ti lo que quise para Mí?» (R 36). En efecto, sólo el amor que Dios nos tiene puede despertar el «amor de contentar a Dios» (F 2,4).
«Amor saca amor», sentencia la Santa (V 22,14). Y a vivir este amor, según el paradigma de Cristo, se ordenan todos los demás medios de santificación cristiana, pues ese amor es el «don principal y más necesario» (LG 42), la energía nueva que lleva todo a su perfección. Si la Iglesia «tiene por ley el nuevo mandato de amar como Cristo nos amó a nosotros» (LG 9), T no dejará de formular esa ley nueva casi con las mismas palabras del Aquinate (STh 2-2,184,3): «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo; y, mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectas» (M 1,2,17). Esto equivale a «trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conforme con la de Dios…, que en esto consiste la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (M 2,1,8).
En consecuencia, la respuesta del llamado es un sí a Dios, un «fiat» como el de Cristo al Padre. Todo el mensaje teresiano pasa por el matiz de este «cumplir» con Dios, como el Señor, con una entrega total de sí mismos: «dar el corazón» (Po 1,2), «ofrecerse» y «rendirse» inmolada (Po 2 y 29), «ser-para mi Amado» (Po 3), etc. De este amar a Dios con todo el corazón hace la Santa una consigna programática en todos sus escritos. Botón de prueba de este «sólo Dios basta» son los versos del poema biográfico Dilectus meus mihi: «Yo toda me entregué y di, / y de tal suerte he trocado, / que es mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado // Y mi alma quedó hecha / una con su Criador. / Ya yo no quiero otro amor / pues a mi Dios me he entregado» (P 3,1.3).
2. Seguimiento e imitación de Cristo
La formulación teresiana del «seguimiento-imitación» de Cristo es tan rica en resonancias que se impone matizar su experiencia-mensaje en varios moldes simbólicos. A partir de un enunciado común («Sigamos a Jesús, que es nuestro Camino y Luz»: Po 20,2), tres términos catalizan las innumerables sugerencias al propósito: seguirle como «Camino», imitarle como «Maestro y dechado», servirle como «capitán del amor». Se trata de una misma realidad, presentada en círculos convergentes, desde la experiencia unitaria y espléndida de T. Nos limitaremos a dejarle hablar, declamar y arengar, pues los comentarios adicionales podrían mermar la frescura del ideal que la Santa nos brinda como «respuesta» al ya visto «llamamiento» del Señor.
a) Jesús mismo es el «camino de perfección» (V 15,13). No hay otra «puerta» ni otro «sendero» para vivir ese «no deja de nos amar, nuestro Dios, y nos llamar» (Po 10,5). De aquí ese grito programático y dinámico de la Santa: «Sigámosle sin recelo, monjas del Carmelo» (ib).
Sobre la base de que Jesús es «el Camino» («el mismo Señor dice que es camino»: Jn 14,6=M 6,7,6), Teresa reconstruye un recorrido vivencial. Más como quien revive la andadura que como quien programa un itinerario. Su rica sensibilidad y memoria infunden al término «camino» una carga de experiencia profunda, unos contenidos de vicisitudes rememoradas: el duro inicio, los esfuerzos iniciales de adaptación, las etapas con sus altibajos, los medios y las formas de caminar orando, el cansancio y los consuelos, las anécdotas y el proyecto esencial hasta la meta.Y en «este viaje» interior del alma (C 23,6) hay que poner la mirada en quien va adelante, Jesús, y hace compañía: «Por este camino que fue Cristo han de ir los que le siguen si no se quieren perder» (V 11,5). En él se reedita la travesía pascual del Señor, distintivo del peregrino en la fe, guía que marca el ritmo de marcha, seguridad hasta la meta de Jerusalén.
El único bastón permitido al discípulo es la cruz de cada día: «Si consideramos el camino que su Majestad tuvo en esta vida…, no habría cosa que más nos alegrase que el padecer, ni la debe haber más segura para asegurar vamos bien en el servicio de Dios» (cta 310,1, del 17.9.1579).
La conformidad del discípulo con el Jesús a quien sigue convierte en paradoja la «vía estrecha que lleva a la vida eterna» (V 35,13 = Mt 7,14) en «camino ancho, real y seguro» (ib; cf C 21,5). Porque este sendero «va por el valle de la humildad», en que ya no hay «miedo de perderse» para quien «ama la verdad» y se determina a «dejarlo todo por Vos», donde la «noche» se ilumina por «este Sol de justicia», lo «estrecho» se convierte en «ancho», lo «trabajoso» en «fácil», lo «imposible» en «posible… cuando le dais Vos, Señor, la mano» (V 35,13-14).
Este lirismo teresiano no cela los peligros, es verdad, pero la dificultad no es tanta como para pensar que se lleva una cruz sin promesa de victoria. Y el «no hayas miedo, hija, que Yo soy» (Mt 14,27; M 6,50; Lc 24,36; Jn 6,20, etc.) es el logos evangélico que más impresionó a la Santa, a juzgar por la docena larga de veces que lo repite entre sus vivencias más profundas, con otras expresiones equivalentes: «no tengas pena» (V 26,6; M 6,4,16), «¿de qué te afliges?» (R 27), «¿en qué dudas?» (F 31,49) «sosiégate» (R 60), «vete con ánimo» (V 35,8), «que no me fatigase» (V 33,3.8; etc.). Así, de la mano del Maestro que da tan animosas consignas, la Teresa-discípula se siente a gusto, acompañada de Jesús que «anda-con» (V 32,11) y «va-en-delantera» (Po 29,5) de su colegio apostólico.
La «santa andariega», que tanto sabía de arduos caminos, concluye el símbolo del camino-caminante con este consejo: «Andar con fortaleza caminos de puertos tan ásperos, como es el de esta vida, mas no para acobardarnos en andarle. Pues, en fin, yendo con humildad, mediante la misericordia de Dios hemos de llegar a aquella ciudad de Jerusalén, adonde todo se nos hará poco lo que se ha padecido» (F 4,4). Alude a la Jerusalén celeste, «meta», «premio» y «todo» (V 22,7) realizados ya en Jesús, «nuestra guía» y «glorioso vencimiento» (Po 29,3-4). Pero ya en este caminar temporal su misterio pascual es la referencia obligada para las dos actitudes básicas de la vida: la tristeza en el Huerto y la alegría del Resucitado (C 26,5). Y algo más, según ella: «mientras más adelante va un alma, más acompañada es de este buen Jesús» (M 6,8,1).
b) Imitando a «nuestro dechado y Maestro» (C 36,5). Fue san Pablo quien acentuó con el término «imitación» las actitudes inherentes del cristiano respecto a las del mismo Cristo (1Cor 11,1; Fip 2,5ss.). A cuantos siguen a Jesús no «según la carne sino según el espíritu» (cf Rom 8,9), Teresa les recomienda leer, entre otros «buenos libros para el mantenimiento del alma», el «Contemptus mundi» o «Imitación de Cristo-Kempis» (Cons 8). Su intención es que así conozcan mejor los sentimientos de Cristo y «procuren imitar a su Esposo, que dio su vida por nosotros» (Cons 28). Y la Iglesia, sin reducir este dinamismo a la vida religiosa pues está claro en los Evangelios y Pablo que es propio de todo cristiano, afirma que el que sigue los consejos evangélicos «imita más de cerca» al Señor (LG 44).
La Santa, al ceñirse ahora al hilo nocional de la «imitación» de Cristo, nos brinda muchos matices sugestivos y complementarios del «seguimiento» de Jesús. Lo hace al filo de dos términos complementarios: DECHADO y MAESTRO. El primero es de cuño teresiano, el segundo del común evangélico.
«El es el mejor dechado» (V 22,7): Apelativo intimista y muy femenino que captaban bien sus hijas habituadas al bastidor de bordar. Modelo del que se saca la copia «como quien tiene un dechado delante, que está sancando aquella labor» (V 14,8). Laborío artesanal, que pide atención y «recogimiento». Aplicado a la persona de Cristo, nos trae no sólo su imagen sino su misma presencia real: «quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle esculpido en mi alma como yo quisiera» (V 22,4) nos dice en este c. 22 de Vida, fuertemente cristocéntrico.
El «retrato» de Jesús es una provocación de su presencia espiritual, de la proximidad del Amado. El Jesús «verdadero amigo» se deja sentir «cabe mí», está «tan cerca» que está «al lado», «mirándoos», «presente» (V 22,6-7): «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. El lo enseñará [cómo caminar tras contemplarlo]; mirando su vida, es el mejor dechado ¿Qué más queremos de tan buen amigo al lado? ¡Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí!» (V 22,7). Así lo recomienda luego a sus hijas: «procurad traer una imagen o retrato de este Señor que sea a vuestro gusto; no para traerle en el seno y nunca le mirar, sino para hablar muchas veces con él, que él os dará qué le decir» (C 26,9; cf C 34,11, donde distingue entre «dibujo» y «presencia» real de Jesús en la Eucaristía).
La conformidad con el Jesús-Dechado es el fruto de la oración de recogimiento, que contempla a Cristo desde su cuna a su cruz (cf VC 23). No se pueden captar todos los matices de esta Imagen, «antes de que subiese al cielo» ni «después de resucitado», sin su amor atractivo que «esfuerza a unos», «anima a los otros» y que «no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (V 22,6). En ese entrecruce de miradas sostenidas va cuajando el bordado, que es la «escultura» en el alma de las huellas del Amado: «Es larga la vida y hay en ella muchos trabajos; y hemos menester mirar a nuestro dechado Cristo… para llevarlos a perfección» (M 6,7,13). Mirar para imitar.
«LeestáenseñandoestedivinoMaestro»(C25,2):Otro símbolo evangélico sobre el que T marca su huella tan femenina. Se trata no tanto de un aprendizaje doctrinal cuanto de enamorarse del «Maestro de la sabiduría» (C 21,4) y de «nuestro Enseñador Cristo» (C 10,3). A la plasticidad de la mirada (=dechado) se añade ahora la atención acústica del discípulo a los pies del Maestro.
La Santa halla el mejor tipo referencial de esta atención al Jesús que habla en la actitud de María Magdalena, de la que era «muy devota». La escena se presta a ello como semblanza de toda relación contemplativa e íntima con el Señor: «El Maestro está ahí y te llama» (Jn 11,28ss)… Y la discípula se postra «sin bullir ni menear» (V 17,4), «embebida» (ib 5) y «enferma de amor» (C 40,3). No hay que perderse ningún acento, pues a veces Jesús habla «sin ruido de palabras» (C 25,2). Está enseñando los «misterios del Reino» a «los suyos» y «nunca está tan lejos del discípulo que sea menester dar voces» (C 26,10).
El impacto amoroso es recíproco y correspondido por ambas partes: «Allegadas, pues, a este Maestro de la Sabiduría quizás os enseñe alguna consideración que os contente…, que el mismo maestro cuando enseña una cosa toma amor al discípulo y gusta de que le contente lo que le enseña y ayuda mucho a que lo aprenda; y así hará este Maestro celestial con nosotras» (C 21,4). El c. 26 de Camino es un ejemplo de mistagogía orante, aprendida y repetida por Teresa a los pies del Señor: «Juntaos cabe este buen Maestro, muy determinadas a aprender lo que os enseña; y su Majestad hará que no dejéis de salir buenas discípulas ni os dejará si no le dejáis. Mirad las palabras que dice aquella boca divina, que en la primera entenderéis luego el amor que os tiene: que no es pequeño bien y regalo del discípulo ver que su Maestro le ama» (C 26,10).
El «sígueme» del Maestro conduce al «venid y ved» dónde vive y cómo quiere morir de amor. Todas sus palabras se condensan en este propósito de redención amorosa, que suscita en T esta respuesta: «¡Oh Señor, Señor! ¿Sois Vos nuestro dechado y Maestro? Sí, por cierto. ¿Pues en qué estuvo vuestra honra, Honrador nuestro? ¿No la perdisteis por cierto en ser humillado hasta la muerte? No, Señor, sino que la ganasteis para todos» (C 36,5). Así, todo coloquio con Cristo es un mensaje de amor para el discípulo. La premonición del Tabor incluye seguir al Maestro hasta su anonadamiento en Jerusalén (cf R 36; VC 23).
De este rico arsenal teresiano, destacaríamos algunos matices que nos parecen más sobresalientes:
1. Renacidos como «imágenes del Hijo», «no nos puede su Majestad hacérnoslo mayor [regalo] que es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan Amado» (M 7,4,4). A este fin de «imitarle en el padecer», recalca ella, se ordenan todas las gracias y consuelos que Dios nos hace al presente.
2. Puesto que «todo nuestro bien y remedio es la Sacratísima Humanidad» (M 6,7,6), la imitación del Amado no debe salir nunca de esta «muy buena compañía» (M 6,7,título), so pena de «no acertar-errar» en el camino: «es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle Humano» (V 22,9).
3. El estudio de la Humanidad de Cristo (V 29,1), desde su cuna a su cruz, de sus palabras y gestos, de su actitud humilde, pobre, paciente y mansa, etc., hay que hacerlo en oración, encuentro propicio en que «el Señor enseña a quien se quiere dar a ser enseñado de él» (C 9,3).
4. Hechos al trato solitario de amistad «con quien sabemos nos ama» (V 8,5) y nos da ejemplo en este «a solas» (C 24,4), «le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos» (V 22,10). Así nace el deseo de imitarle en su «vida trabajosísima» (Conc 7,8), y su muerte «muévenos a compasión» (V 12,1) al tiempo que nos «apareja» para todas las virtudes y mercedes que Dios nos tiene preparadas para esta contemplación (M 4,2,9; 6,1,7; Po 26,9: «y en su imitación mi holganza»).
5. Finalmente, la imitación de los sentimientos de Cristo es la ley de recompensa escatológica, proporcionada al grado de empatía o «com-pasión» con El: «quien más le imitare en esto… más gloria tendrá» (cta 367,1, del 13.1.1581). La ecuación entre «servirme-seguirme» y «el Padre le honrará» (Jn 12,26) radica en ese «amor con que hemos imitado la vida de nuestro buen Jesús» (F 14,5).
c) La doctrina teresiana sobre el «seguimiento-imitación» de Cristo incluye su mistagogía sobre el servicio al «Capitán del amor» (C 6,9). «Por ser cristianas debéis todo eso y mucho más, y os basta que seáis vasallas de Dios» (M 3,1,6) «y siempre hallarse indignos de llamarse sus siervos» (C 17,6). No basta «ser» siervos sino «hacerse» progresivamente tales: «¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?: Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz porque ya ellos le han dado su libertad, le pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue» (M 7,4,8).
Esto nos llevaría a destacar cuanto la Santa afirma sobre la «renuncia propia» para «servirle de verdad» (V 25,11) mediante la «oración», la «mortificación», la «caridad fraterna» y la «abnegación evangélica». Que el seguimiento-imitación suponga estas formas de «llevar la cruz» es algo evidente. Como que la Santa quiere a los discípulos de Cristo «abanderados» y «peleones aguerridos», sin cobardías ni somnolencias, «pues Cristo va en delantera» (Po 29,4-5). Como el mismo Señor le dice a T.: «Gran cosa es seguirme desnudo de todo como Yo me puse en la cruz» (R 64). De ahí su convicción última: «Quien os sirviere hasta el fin, vivirá sin fin» (F 27,11). Consejos evangélicos.
BIBL. Díez, Miguel Angel, Vivir en obsequio de Cristo: sugerencias teresianas, en MteCarm. 88 (1980) 125-182.
Miguel Angel Díez