«Certeza» y «seguridad» fueron dos anhelos y a la vez dos problemas diversos e intensamente vividos por T. A causa, entre otros motivos, de los teólogos sus coetáneos. Se trataba, por un lado, de «la certeza de estar en gracia de Dios», sí o no. Y por otro, de «la seguridad de perseverancia final» o bien, de no pecar gravemente en lo futuro, sí o no. Ambos problemas tenían repercusión diversa en el ánimo de los teólogos, y en la vivencia espiritual de ella.
Para los teólogos asesores suyos, como para todo creyente católico, eran norma taxativa las dos o más declaraciones formales del reciente concilio de Trento, una sobre la no certeza de la gracia, a no ser por revelación especial; otra sobre la no seguridad absoluta de la propia perseverancia y subsiguiente salvación eterna. Ambos decretos habían sido formulados en la famosa sesión sexta («De iustificatione») del Concilio el año 1547 y parecían señalar una línea divisoria entre la fe católica y la discrepancia protestante. Lo cual hacía al tema sensibilísimo en el medio ambiente teresiano.
El Concilio había prescrito que «ninguno puede saber con certeza de fe en la que no puede haber engaño que ha conseguido la gracia de Dios» (sesión 6, c. 9). Y de nuevo: «Ninguno, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto ser seguramente del número de los predestinados» (ib c. 12). Y más lacónicamente en el canon respectivo: «Si alguno dijere, con absoluta e infalible certidumbre, que ciertamente ha de tener hasta el fin el don de la perseverancia, a no saber esto por especial revelación, sea anatema» (ib canon 16).
De rebote, ambos decretos conciliares planteaban a T en el terreno práctico de la vida un doble problema serio, incluso angustioso: ¿Estaba ella cierta, sí o no, de que sus gracias místicas eran de Dios? Lo cual no sólo la forzaba al constante discernimiento entre el origen divino de su experiencia mística, y el posible origen diabólico de la misma, sino que además la enfrentaba con la disyuntiva de sus momentos de absoluta certeca psicológica («ya no podía dudar») y sus prolongadas situaciones de «temor y temblor» a que alude el Concilio. Vaivén anímico y doloroso entre certezas psicológicas e incertidumbres de fe.
La Santa da fe de su angustia reiteradamente. Alguna vez, en términos patéticos: «Acuérdome que me dio en aquellas horas de oración aquella noche un afligimiento grande de pensar si estaba en enemistad con Dios; y como no podía yo saber si estaba en gracia o no (no para que yo lo desease saber, mas deseábame morir por no me ver en vida adonde no estaba segura si estaba muerta, porque no podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios), y apretábame esta pena; suplicábale no lo permitiese, toda regalada y derretida en lágrimas. Entonces entendí que bien me podía consolar y estar cierta que estaba en gracia» (V 34 10). Texto que fray Luis, en su primera edición, se apresura a remediar: «…consolar y confiar que estaba en gracia» (ed. príncipe, p. 431).
Es evidente el control del centinela teólogo sobre la espontaneidad de la escritora mística. Esa pequeña escaramuza entre los dos se repite ante afirmaciones similares acerca de la certeza de lo sobrenatural. Teresa deja constancia de sus temores en una de sus Relaciones, que el mismo fray Luis tanscribe así, sin comentario alguno (las cursivas son mías): «Estando un día con temor de si estaba en gracia o no, me dijo [el Señor]: Hija, muy diferente es la luz de las tinieblas. Yo soy fiel. Nadie se perderá sin entenderlo. Engañarse ha quien se asegurare por regalos espirituales. La verdadera seguridad es el testimonio de la buena conciencia. Mas nadie piense que por sí puede estar en la luz, así como no podría hacer que no viniese la noche natural. Porque depende de mi gracia…» (ed. príncipe, p. 549. El pasaje editado por fray Luis no se salvará de las inmediatas acusaciones ante la inquisición. El teólogo delator se escandaliza de la afirmación «nadie se perderá sin entenderlo»).
Con todo, en el fondo, T está cierta de que el amor que se le infunde es «muy sobrenatural» (V 29,8). Y aunque tarde, llegará a su espíritu una dilatada y permanente paz.
Más complicado es el problema segundo, acerca de la perseverancia final. En T sobrevive una doble convicción. El Señor le ha dicho en un momento solemne que ya nadie será capaz de «quitarte de mí» (R 35), y a esa palabra de El queda vinculada la gracia del «matrimonio spiritual». Por otro lado, ella asegura que, mientras el llamado desposorio espiritual es todavía quebradizo y reversible, en el «matrimonio espiritual» (estado de las moradas séptimas), Dios y el alma ya «no se apartan, porque siempre queda el alma con su Dios en aquel centro… Como si cayendo el agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podría ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse…» (M 7,2,4).
Y sin embargo, T es consciente de que hasta el fin de su vida terrena perdura ese riesgo fatal de «apartarse de Dios». He aquí su toma de posiciones, a raíz del texto anterior: «Parece que quiero decir que, llegando el alma a hacerla Dios esta merced, está segura de su salvación y de tornar a caer. No digo tal, y en cuantas partes tratare de esta manera, que parece está el alma en seguridad, se entienda mientras la divina Majestad la tuviere así de su mano y ella no le ofendiere. Al menos sé cierto que, aunque se ve en este estado y le ha durado años, que no se tiene por segura…» (M 7,2,9). Y de nuevo en el capítulo final del libro: «Estas almas… de pecados mortales que ellas entiendan están libres, aunque no seguras» (M 7,4,3), y esta vez fray Luis sí acotará el texto teresiano con una larga nota marginal, que empieza: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia…» (edición de 1589, p. 184). Habían mediado ya delaciones contra las afirmaciones de la Santa, leídas en la edición precedente del mismo fray Luis.
En la última de sus Exclamaciones, de nuevo ora la Santa así: «¡Oh libre albedrío, tan esclavo de tu libertad, si no vives enclavado en el temor y amor de quien te crió! ¡Oh cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogado en aquel mar infinito de la suma verdad, donde ya no serás libre para pecar ni lo querrás ser, porque estarás seguro de toda miseria, naturalizado con la vida de tu Dios!» (E 17,4). Confirmación en gracia.
T. Alvarez