Teresa nace en una familia considerada hidalga, en Avila de los Caballeros. Y, como es sabido, en su tiempo la distinción de clases tenía una de sus manifestaciones más graves en la ley del trabajo. El trabajo material trabajo servil, como se decía quedaba para los pecheros. (‘Servil: cosa baja’, escribe Cobarruvias en el Tesoro de la lengua, p. 935). La familia de T, su padre y sus tíos, contaban con pecheros en Gotarrenduda, Hortigosa y Majalbálago (provincia de Avila). Uno de los motivos del insidioso ‘pleito de hidalguía de los Cepeda’ derivaba de ese desajuste social. Proclamar la condición de hidalguía conllevaba una liberación de la pecha o pecho. El mismo Cobarruvias notaba: ‘del pechar están essentos los hidalgos, y por el pecho se dividen de los que no lo son’. Por eso fueron los pecheros quienes contestaron la condición de ‘hidalgos’ a los Cepeda.
Los padres de T tenían, además, domésticos en su casa de Avila y en su finca de Gotarrendura. Ella misma advierte que su padre no admitía ‘esclavos’ a su servicio. Y que ‘estando una vez en casa una [esclava] de un su hermano, la regalaba como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad’ (V 1,1). Pero en casa sí había ‘criadas’ y ‘criados’ (V 2,6). En el inventario casero de don Alonso, hecho en 1507, abundan los objetos de lujo y el atuendo de caballero; mucho menos los de trabajo material y profesional. Con todo, T y su madre D.ª Beatriz, a pesar de sus ‘pasatiempos’ de lectura, ‘no perdían su labor [casera], sino desenvolvíamonos’ (V 2,1). Más tarde, muerta ya su madre, los últimos años que T vive en familia, se hace cargo del hogar como joven ama de casa, hasta resultar imprescindible a don Alonso. Pero cuando ingrese en la Encarnación (a los 20 años), mantendrá su rango de ‘doña’, título reconocido en el monasterio, con los consiguientes privilegios laborales. En la escritura notarial de su toma de hábito, el monasterio la recibe como ‘la señora doña Teresa de Ahumada’ (BMC 2,93).
En la Encarnación, con todo, estaba en vigor una expresa norma de trabajo, que al menos en la letra afectaba a Teresa como a las restantes Hermanas religiosas. Lo prescribía, ante todo, la Regla del Carmen, que no sólo proponía como modelo de trabajador a san Pablo, sino que repetía la consigna de éste: ‘que quien no quiera trabajar, que no coma’. Más al detalle lo prescribían las Constituciones monásticas de la casa, cuyo texto probable poseemos y cuya rúbrica 9ª de la primera parte se titulaba: ‘cómo han de trabajar [las hermanas]’. Lo prescrito se articulaba en tres puntos: a) ‘Como se mande, de Regla, siempre hacer alguna cosa, las hermanas eviten y aparten la ociosidad, la cual es enemiga del ánima y nutrimento de todo vicio, y en los días en los cuales es lícito trabajar la priora provea que todas las hermanas, después del oficio divino, se ejerciten en trabajos a ellas competentes, por el provecho común a todas’. Y que ‘las perezosas sean punidas o multadas…’ b) No deberán trabajar en cosas ‘sin provecho’, meramente ‘curiosas’. c) En el monasterio habrá una sala de labor, presidida por la priora o, en su ausencia, ‘por una de las discretas aseñalada por la priora’ (BMC 9, 490-491). Obviamente, la existencia de esa sala de labor ponía un límite a la condición de ‘doña’, poseída por Teresa y por todo un grupo de monjas-señoras de la casa. Ahí compartirían todas la tarea material, no fácil de precisar desde nuestra perspectiva de hoy.
En el relato de Vida, T recuerda cómo en los años de fervor se imponía a sí misma tareas materiales supererogatorias, incluso el ‘barrer’ la casa (V 30,20). Tarea que ella realizaba como una práctica de humildad (recordemos su condición de ‘doña’), seguramente para contrarrestar el punto de honra, ya superado y anatematizado en su personal programa espiritual.
En San José. Al fundar el nuevo Carmelo, una de las opciones primordiales de la fundadora fue la pobreza. Una pobreza que implicaba, de raíz, el repudio de la honra en su implicación no-laboral. ‘Los pobres no son honrados’, es decir, no ostentan la condecoración de la honra: ‘por maravilla hay honrado en el mundo, si es pobre’; ‘honras y dineros casi siempre andan juntos’ (C 2,5-6). Lo repetirá como un axioma: ‘que pobres nunca son muy honrados’ (Conc 2,11). Pero la pobreza trae consigo otro género de honra, que es una auténtica ‘honraza’ incomparable (C 2,6).
Ahora, T tiene por honra ‘andar remendada’ (cta 2,1). Para el nuevo estilo de vida religiosa prescribe cuidadosamente las normas de trabajo. Ante todo, se apoya en el Evangelio de Nazaret (C 2,9), en el Jesús de Belén y del Calvario. Y en el modelo de Pablo-trabajador, propuesto por la Regla: ‘ayúdense con la labor de sus manos, como hacía san Pablo’ (Cons 3,1). También ella repetirá a sus monjas la consigna paulina, si bien algo modificada: ‘cada una procure trabajar para que coman las demás (ib 9,1). Por razones psicológicas (y en pro del ideal contemplativo de la casa), a las hermanas no se les fijará tarea a destajo: ‘tarea no se dé jamás a las hermanas’ (ib). La recreación comunitaria es compatible con el trabajo: las Hermanas llevarán a ella ‘sus labores’ (ib 8). Ella trae consigo el hilado incluso al locutorio, al menos en ciertas ocasiones. Pero cuando una hermana anda con salud precaria, que no hile. Se lo propone a María de san José, que ‘bracea tanto’ al hilar en recreación (cta 132, 8). Descarta de plano en comunidad el código de honras: ‘la tabla del barrer se comience desde la madre priora’ (ib 7,1). De sus cartas resulta claro el interés por formar a las ‘niñas’ postulantes en el trabajo: así, por ejemplo, a Isabelita Gracián (cta 169,1-2), y a Teresita (cta 122,11). En una cosa se aparta ella decididamente de la tradición de su viejo convento de la Encarnación; en los nuevos Carmelos no habrá ‘sala de labor’: ‘nunca haya casa de labor’ (Cons 2,9 y C 4,9). Por otro lado, intentará a toda costa que el trabajo no sea fuente de ansiedad: no se trabajará ‘en cosas de oro ni plata’, cuya pérdida podría generar angustia. Lo mismo en la colocación de los productos, ‘no se porfíe en lo que han de dar por ello, sino que buenamente tomen lo que les dieren; y si ven que no les conviene, no hagan aquella labor’ (Cons 3,2). En cambio, recomendará al Visitador que tome nota de ‘la labor que se hace, y aun contar lo que han ganado con sus manos’ (Mo 12).
A los descalzos de Duruelo, también les inculca ese aspecto del nuevo estilo de vida. Una de sus primeras observaciones al llegar a ese ‘lugarcillo’ y sorprender al P. Antonio superior y letrado barriendo el ingreso de la casa, la hará exclamar el ‘¿qué es esto, mi Padre? ¿qué se ha hecho de la honra?’ (F 14,6). En el esbozo de Constituciones teresianas para Duruelo, persistirá la norma del trabajo.
Para el comienzo del segundo convento de descalzos, en Pastrana, ella insiste precisamente en este aspecto. Le agrada que los ermitaños del Tardón, de donde proceden las nuevas levas, se mantuviesen con el trabajo de sus manos. Al candidato número uno, A. Mariano, mostrándole la norma de trabajo prescrita por la Regla del Carmen: ‘Le dije que sin tanto trabajo podía guardar todo aquello, pues era lo mismo, en especial lo de vivir de la labor de sus manos, que era a lo que él mucho se inclinaba, diciéndome que estaba el mundo perdido de codicia’ (F 17,8.9). De hecho, en Pastrana será esa una de las grandes novedades que se introducen con los famosos telares de sedas y de paños. De su noviciado (1572) cuenta Gracián que se sustentaba la casa ‘tejiendo sedas que llaman anafayas’ (BMC 17,188). Cuando en 1576 los descalzos improvisen su primer capítulo en Almodóvar, T se lo inculca a Gracián: ‘importa infinitísimo’ introducir en cada casa el trabajo de manos (cta 124,8). Se lo repite a otro capitular: ‘La otra cosa que le pedí mucho es que pusiese los ejercicios [de manos], aunque fuese hacer cestas o cualquier cosa, y sea [en] la hora de recreación cuando no hubiere otro tiempo, porque adonde no hay estudio, es cosa importantísima’ (cta 161,8). En cuanto al ‘estudio’, T estima especialmente el trabajo intelectual de los letrados (V 13,20, y C 3,2).
En el plano estrictamente doctrinal, es notorio que T no concibe la comunidad contemplativa sin la alternancia de la oración con el trabajo. Lo advertirá a las lectoras de las Moradas (5,3,11). Expresamente propondrá la importancia del trabajo y su compatibilidad con la oración y la vida perfecta en las Fundaciones (c 5). Ella misma dará ejemplo: aún hoy se conservan preciosas labores de bordado debidas a su mano. La figura modélica de su asesor espiritual el escriturista Alonso Velázquez, Obispo de Burgo de Osma, adquiere especial relieve para ella, por su incansable tesón en el trabajo: ‘porque no pierde día ni hora sin trabajar’ (F 30,9).
Todavía al final de su vida, T tiene que combatir los prejuicios laborales y clasistas de la familia. De América había regresado su hermano Lorenzo, con dinero y ejecutoria de hidalguía. Trasladado a Avila, compra la finca de la Serna, más para holgar que para trabajar. Es probablemente el plan que somete a la aprobación de su hermana, quien le responde con una sutil distinción: ‘granjerías’, no; trabajar en la Serna, sí. Por ‘granjerías’ se entendía entonces dice Cobarruvias ‘aquello en que se hace mucha ganancia, y ésta se llama propiamente granjería, y de allí se extendió a cualquier género de trato, del cual se saque alguna ganancia y provecho’ (Tesoro de la lengua, p. 656). En cambio, Teresa justifica el trabajo así: ‘No dejaba de ser santo Jacob, por entender en sus ganados, ni Abrahán, ni san Joaquín; que como queremos huir del trabajo, todo nos cansa…’ (cta 172,11-12).
En uno de sus poemas, T se lo dice así a su Señor: ‘Si queréis que esté holgando, / quiero por tu amor holgar, / si me mandáis trabajar, / morir quiero trabajando…’ (Po 2).
T. Alvarez