Es más que explicable que la madre T pensara en Valladolid como lugar de una de sus primeras fundaciones (la cuarta). La villa (ciudad desde 1596) era, ante todo, el núcleo de comunicaciones inevitables en Castilla la Vieja y su población la más numerosa de la meseta norte, con 40.000 habitantes en tiempos de Carlos V que habían disminuido algo por 1568. Abundaban los mercaderes, se habían establecido banqueros, y, aunque desde 1561 se ausentara la Corte para asentarse en Madrid, allí seguían teniendo sus palacios aristócratas y nobles distinguidos, ya fuesen las casas antiguas de los Almirantes, de los Benavente, ya fueran las nuevas, enriquecidas y prestigiadas por las ocasiones que ofrecía la administración de la inmensa monarquía. Esto último es lo que acontecía con la familia de los Mendoza: doña María era la viuda del que fue secretario de Carlos V, don Francisco de los Cobos, hermana del obispo de Avila (no tardando, de Palencia), don Álvaro de Mendoza, y del ‘fundador’ don Bernardino (F 10, 1-2). Podía esperar santa T limosnas en este cruce de caminos populoso y caritativo, con muchos pobres naturales o inmigrados, casi siempre del norte.
No obstante, lo que confería personalidad a la villa era la población y la actividad de los letrados: en primer lugar los de la Chancillería, con su presidente, oidores, alcaldes, y con mucha gente de la pluma para atender todos los pleitos del reino de Castilla al norte del Tajo; también los de la Universidad, la segunda de las tres ‘mayores’ con la de Salamanca y la de Alcalá; los del colegio mayor de Santa Cruz o los del otro colegio mayor, el de San Gregorio (donde estuvieron, entre otros, Carranza y fray Luis de Granada). La Inquisición, por su parte, tenía en Valladolid la sede de su distrito más extenso, y no era posible pensar en la villa sin recordar los famosos autos de fe con los luteranos quemados en 1559 y con los índices de libros prohibidos (V 26,26).
No era todavía Valladolid obispado, dignidad que lograría por el influjo de su hijo, Felipe II, en 1595, sino abadía. Dependía directamente de Roma a pesar de los esfuerzos que desde Palencia se hacían para tenerla bajo la jurisdicción de su obispado. Su cabildo era como los catedralicios, y se había comenzado ya por 1568 su fastuosa colegiata (pronto catedral, siempre inconclusa) con traza del arquitecto Juan de Herrera.
Tenía la villa las quince parroquias clásicas y albergaba unos treinta conventos y monasterios de prácticamente todas las órdenes religiosas, que se habían ido asentando allí desde el empuje que al villorrio anterior dio el que es considerado como fundador de la ciudad, el conde Pedro Ansúrez (principios del siglo XI). De otro carácter, con más actualidad entonces, era la reciente Compañía de Jesús, que contaba con dos colegios, el de San Ignacio y el de San Ambrosio. Como otro signo de modernidad, después de los jesuitas, allí aparecieron las monjas de la madre T (1568) y, durante su vida, los frailes descalzos, extramuros, en una ermita de san Alejo (1581). Santa T, que tuvo una larga estancia para dejar asentada la fundación en mejor lugar (el actual) que el primitivo, fuera de la ciudad y malsano, pasó bastantes veces por su convento vallisoletano.
Teófanes Egido