Entre las contradicciones formales, manifestadas en Santa Teresa, puede señalarse la existencia entre su alma contemplativa y su cuerpo viajero. En la fricción conceptual entre clausura y camino, entre acción y contemplación, a la que tan sensible ha solido ser el mundo eclesiástico, en tiempos pasados, concretamente, en el siglo XVI, que aquí nos interesa, monje y viaje se consideraban si no contrarios sí contradictorios. El monacato lamentó los excesos de los «giróvagos» y consideró los viajes muy peligrosos para cuerpos y almas; así se manifiesta en las preces que había de recitar antes del viaje y en el viaje y la aceptación general del dicho que aseguraba que «qui multum peregrinantur raro sanctificantur». A su manera, santa Teresa padeció en sí misma estas apreciaciones.
Viajar en su tiempo, suponía una preocupación, es decir, una meticulosa atención a las razones y a los medios del camino. El motivo religioso, la fundación de monasterios, era razón suficiente. Las derivaciones sociales, caso teresiano, también lo eran, aunque elegidos por prudencia. Aceptado el viaje, había que aceptar igualmente la exigencia social. El prócer, el hidalgo, no podía viajar como el villano; el clérigo, tanto el cardenal como el medio racionero, no debía de viajar como caballero. ¿Y la monja? Lo tenía todo en contra. «Bastaba verme mujer para caérseme las alas» escribió con verdad y amargura la Santa.
No se concebía entonces que una mujer viajara sola y si era monja rayaba el caso de lo inaudito. Sólo aquella sociedad pudo engendrar la figura y la ficción de la Monja Alférez. Las disposiciones del concilio de Trento, relacionadas con el recato y clausura de las monjas, habían complicado los proyectos de las monjas. Santa Teresa monja de la Encarnación, viajó, peregrinó a Guadalupe en 1548 y, antes, a Becedas (1538); la devoción y la salud eran todavía pretextos válidos para salir del monasterio. Pero, más adelante, precisamente cuando la Fundadora debía de ejercer su función en plenitud, se adelgazó la comprensión liberal de los permisos y se agudizó la opinión contraria.
Santa Teresa hubo de soportar la incomprensión social de sus salidas claustrales y de sus viajes de fundadora. Había «quienes murmuraban muchas veces della, y sentían mal destos sus caminos y hablaban con más libertad que convenía» (Francisco Ribera: La vida de la Madre… p. 217): este prejuicio, lógicamente anterior al conocimiento de la Madre, lo albergaban personas con obligaciones superiores. Tal era el caso de Mons. Felipe Sega, nuncio del papa en los reinos de España, al cual se atribuye la frase definitoria de la Santa: ¡Monja inquieta y andariega! Una gran verdad aunque dicha en tono desafortunado.
Santa Teresa no vaciló, tras santiguarse, ante los caminos de España y se hizo «andariega» de los mismos. El 13 de agosto de 1567, la Madre inicia su andadura de Fundadora. Es un primer viaje, en verano, por tierras familiares, llano y frecuentado. Entre Ávila y Medina del Campo hay dos jornadas holgadas. Es la primera lección de la Ciencia de los Viajes que Teresa aprenderá a su costa, constatando experiencias y extrayendo conclusiones. El 29 de septiembre de 1582 la Santa llegaba a su convento de Alba, camino desde Burgos por la vía de Medina del Campo. Fue un viaje triste de varias tristezas, acomodando su cuerpo maltrecho en la carroza que la había enviado la muy Alta Señora, la Duquesa de Alba. Entre el vaivén del vehículo la Santa recordaría las leguas recorridas en variadísimas jornadas. A pesar de todo, los caminos eran sus amigos y los viajes el lazo que engarzaban las glorias de sus fundaciones.
En sus quince años de andariega la Santa depuró su estilo de viajar. Hubo algo, aunque parezca increíble que, a veces, no aseguró al salir del convento-base de la operación. A veces, viajó sin la seguridad del buen fin fundacional. Frente a los casos tranquilos y seguros de Malagón, Villanueva, Palencia, Soria, por ejemplo, tenemos la inesperada incertidumbre de Medina que provocó en la Fundadora el temor de la «risa mofa»; las pertinaces negativas de la autoridad eclesiástica en Toledo y en Burgos; la ignorancia geográfica y jurídica de Beas de Segura; la improvisación del viaje a Sevilla. La excesiva confianza en la retorcida condición de doña Ana de Mendoza, duquesa de Pastrana… Parece que, a veces, le encantaba a Teresa dejarse arrastrar por su alto ideal, segura de que, al fin, ese mismo ideal la salvaría, a pesar de su provocación.
Para viajar con la finalidad de fundar, la Madre se preocupaba ante todo de elegir a las monjas que habían de ser principio y asiento del nuevo convento. Pero el tacto de la Madre «no sacava sino las que vía que más de buena gana venían» (Francisco Ribera, ib p. 214). Una monja desazonada por el traslado y sus inconvenientes, a más de la aventura del viaje y de la nueva conventualidad, hubiera aumentado mucho las dificultades.
La siguiente provisión se refería a los acompañantes sacerdotes y seglares. Cuando pudo disponer de sus frailes descalzos, los prefirió. Al principio, Julián de Ávila, piadoso capellán del primer convento de San José (Ávila) era compañero inevitable, como luego lo fue, siempre que sus circunstancias se lo permitieron, el padre Jerónimo Gracián. A parte de las carretas, espoliques y mozos de mulas, gustaba de que en la comitiva fueran seglares de respeto o que la acompañaran algún tramo del camino, como hizo don Suero de la Vega de Palencia, ocasión en la que consiguió contemplar sin la penumbra del velo el rostro de la Santa. Gracián lo resume: «De ordinario íbamos tres religiosos con ella y algunos seglares» (Jerónimo Gracián, Escolias…, p. 412).
Era importantísimo elegir, si se podía, el medio de transporte. Y aquí santa Teresa aceptó un principio firme del que procuró no separarse: Sus monjas y ella viajarían con la mayor dignidad social. «Quería que siempre fuesen en coches o literas, si buenamente se podían haber, porque por el camino y en las posadas no tuviesen en poco a las monjas, y se atreviesen a hablar palabras que a otras mujeres descomedidamente suelen dezir, viéndolas pobres y con poca autoridad, y por eso quería que en lo esterior fuesen como mugeres principales» (Francisco Ribera, Vida de la Madre, 214).
Por eso, no vaciló en usar la «carroza» o el «coche» para sus viajes, o lo que hoy nos parece más campanudo: la «litera». Nunca programó un viaje a pie; ni lo realizó en burro. Sí, en mula. Aquí se podría parangonar el sistema teresiano con el practicado por san Juan de la Cruz íntegramente testimonial. Pero no podemos olvidar la condición femenina de la Santa, cuyo soslayo hubiera sido perjudicial en extremo. Ambos santos tenían razón.
Nuestra Fundadora cabalgó sobre resabiadas mulas. Sin duda, en la casona de don Alonso, su padre, se mantenían caballos de variada alzada y mulas por necesidad y respeto social y Teresa aprendió a montar enseñada por su padre y hermanos. La mula era el vehículo que la sociedad concedía a su estamento pacífico: clérigos, señoras y monjas. La mula era muy a propósito para viajes sin impedimentos y para caminos de herradura. No era tan conveniente en viajes de fundación, aunque las monjas de santa Teresa abrían sus conventos casi sin aparato logístico. En Burgos fundaron sin una elemental sartén, que hubieron de solicitar a una vecina.
La mula exigía destreza, sobre todo si era de alquiler y sabedora de trallas y de voces de la jerga arrieril, destreza que la Santa debió de poseerla, según escribió Gracián: «Cuando caminaba en mula, se sabía tan bien tener en ella e iba tan segura como si fuera en el coche. Acaeció una vez disparar a correr la mula en que iba, alborotándose, y ella sin dar voces ni hacer extremos de mujer, la refrenó» (Jerónimo Gracián, Escolias…, p. 413). Lo asombroso es que, en las vísperas de su muerte, al salir de Burgos para Palencia, todavía hiciera a sus 67 años, el camino a lomo de mula, estando quebrantada en todos los extremos de su salud.
La mula era entonces el motor de sangre de la litera, que no debe confundirse con la «silla de manos». La litera, a la que nos referimos, era un mueble elegante y cómodo, con uno/dos asientos enfrentados, provisto de unas andas, más bien varas en los que se encajaban sendas mulas, una adelante y la otra detrás. Proporcionaba un viaje cómodo, que permitía gozar del paisaje tras los cristales. Incluso se podía dormir, como la palabra indica. Parece que santa Teresa nunca viajó en litera, aunque la hubiera aceptado si la necesidad se la hubiera impuesto. Murmuraban de la priora de Sevilla, María de San José por haber enviado a Granada en coche a dos monjas… La Santa salió en su defensa: «Antes se lo habían de agradecer lo que hizo el enviarlas con tanta honestidad y no en unos borriquillos que las viera Dios y todo el mundo. Así fuera en litera, y aun no lo tuviera yo a mal, no habiendo otra cosa» (cta 455,4).
El vehículo más usado era el carro de un eje y dos ruedas. Se diferenciaba de la carreta, en que disponía de llantas de hierro y de viga central para emparejar dos mulas uncidas o de varas para una mula o caballo. Se instalaba toldo y consentía viajar más protegido y con discreción. Se le añadían algunas comodidades si se dedicaban al trasiego de personas y, así, solían llamarle carricoche. Por encima del carro estaban en el rango social el coche y la carroza, entrambos de dos ejes y cuatro ruedas. Existía entre ellos la diferencia del lujo y de la ventaja de la técnica de la suspensión: el coche acoplaba la caja sobre cuatro pilares con correones de vaqueta para amortiguar los innúmeros tropezones del camino. La carroza suponía un alarde de comodidad y arte, según vemos en los museos reales. Apreciamos ballestas metálicas de gran finura. El carro, carricoches, coche y carroza requerían carriles, esto es, caminos de rueda.
El coche, por su mayor capacidad, consentía viajar juntas a la Madre y a las cuatro o seis monjas fundadoras, detalle que permitía cumplir el sistema volante de la vida que Teresa practicaba en las jornadas de camino, consistente en no suspender la «praxis» y el «habitat» conventuales. La atmósfera de la llamada «observancia» debía de envolver continuamente a la monja teresiana, y por tanto, también en los viajes. Por eso llevaba los servicios, entonces tan voluminosos, campanilla, agua bendida y alguna talla del Niño Jesús (Francisco Ribera, ib p. 215). Los acompañantes viajaban en mulas y, sin duda, seguiría un carro con el equipaje y provisiones para el camino, dadas las carencias que sufrían las posadas.
Llegado el día de salir a fundar, o a «enjambrar» como bellamente se dice en el Císter, las monjas, celebraban la Eucaristía, y al alba y en silencio se acomodaban en el vehículo, bien puestos los toldos y cerradas las cortinillas y, en el nombre del Señor, la caravana se ponía en marcha. «Siempre se llevava una campanilla y un relox de arena para medir las horas, y entonces todos los que yvan con ellas, aora fuesen frayles, aora clérigos o seglares, y los moços avían de callar todo aquel tiempo y edificávanse dello y cuando se hazía señal para poder hablar no avía más que ver la alegria de aquellos moços. Después hazía que les diesen algo más de comer porque avían callado. En el coche o carro en que ella no yva, señalaba una a quien las demás obedeciesen como a ella misma, lo qual hazía por tomar esperiencia del talento que tenía para governar» (ib 214).
En los viajes imperaba la Madre con su delicadeza, paciencia y exquisita manifestación de su llena y ardiente vida interior: «Llevava consigo agua bendita y algunas vezes un Niño Jesús en los braços. Con esto no la causaba el camino distracción, ni la hazía más el andar que el estar, ni los negocios que la quietud, ni los trabajos que el descanso… Iva por el camino tan en oración y en la presencia Dios que casi nunca la perdía y esto no como otras personas devotas, sino de un modo muy alto, que allá en lo más interior de su alma traya las tres personas Divinas» (ib 215).
«Por los caminos, en los carros, llevaban su campanilla y tañían a su tiempo silencio y oración y a decir sus Horas como si estuvieran en convento. Era cosa de ver el cuidado de la Madre con todas las cosas necesarias para los que iban con ellas como si no pensasen en otra cosa y toda su vida hubiera sido arriero. Algunas veces llamaba a los que iban a pie y los consolaba y hablaba con tanta gracia que no se sentía el cansancio. Otras íbamos hablando de cosas de Dios, especialmente cuando caminaba en mula» (Jerónimo Gracián, Escolias…, 412-413).
Una parte muy complicada e importante de los viajes eran las posadas, si las había, que más de una ermita o iglesia castellana saben de noches pasadas bajo sus bóvedas. Santa Teresa no se arredró e impuso su ley en aquellas posadas variopintas, ventanales de una España singular que se movía por la Piel de Toro con maneras finas y vivísimas.
«Antes que llegásemos a la posada hacía adelantar a uno de los compañeros, el cual buscaba posada y aposentos y alguno grande o que tuviese dos o tres debajo de una puerta porque todas estuviésemos juntas. Y hacía poner todo lo necesario para que no tuviesen las monjas que pedir nada ni las huéspedas a qué entrar donde ellas estaban. En mucho tiempo no cayó la Madre en esta prevención, y solía decir: Válgame Dios, y qué bien me va ahora con estas huéspedas que parece que adivinan todo lo que habemos menester, que lo hallamos junto en llegando a la posada. Siempre salían con los velos delante de los rostros. Y lo primero que hacíamos, si era tiempo, era ir a misa y comulgar la santa Madre. Cerraban las puertas del mesón teniendo portera, con el mismo recato que si estuvieran en monasterio. Y como muchas veces estaba enferma y las monjas no salían a donde se guisaba la comida que uno de nosotros guisaba, algunas veces iba de manera que la madre reía mucho y las monjas se conjogaban viendo que no podían regalarla».
«Rió un día mucho la santa Madre porque le dijo uno de los religiosos: «Madre, ella y sus monjas son como los ídolos de los gentiles: que les damos los platos llenos y no las vemos comer y nos los devuelven lamidos». Cuando los aposentos no tenían puerta, mandaba la madre que nos pusiésemos todos de la parte de afuera a guardar que no llegase nadie; y cuando no había aposentos, como en algunas ventas, colgábamos unas mantas de jerga que llevaba en el carro para que siempre quedasen cubiertos» (Jerónimo Gracián, ib 412).
Los viajes enriquecieron a Teresa con su experiencia de sucesos, personas y cosas y Teresa hizo florecer en sus andares de fundadora la gracia de su persona o de su santidad. Durante 15 años, la madre rodó por los caminos centrales de España. Fueron varios miles de kilómetros es difícil precisar cuántos que contados en leguas parecen más; cifra total inferior a la que hoy realizan muchos ciudadanos en un año en automóvil y por autopistas en viajes de placer. Pero hay que situarse en el siglo XVI, en la España de ese siglo y en los caminos y asistencias de ese siglo, siendo mujer y monja y tras la implantación vigorosa del espíritu tridentino. Así calibraremos con mayor proximidad el excepcional temple de esta gran mujer.
De todos los viajes teresianos recordemos dos en los que Teresa supera su propio heroísmo: en la atardecida del 18 de noviembre (1579) la Santa entra en Toledo a lomos de mula: ella y el animal chorrean agua y frío, agua y frío que no les han desamparado en los tres días que han gastado en venir desde Ávila por la Paramera, la sierra terrible y el valle del Tiemblo. Ni siquiera en las dos noches pasadas ha sentido calor ni su ropa se ha secado. La Santa viene azotada por los trallazos de los cierzos y ventiscas y la inevitable exposición de la mula; se la ha inflamado el hígado. Tirita. Es miércoles. Pero el martes, 24, ya estaba en Malagón. Las monjas se alarman: «No estaba para menearse de una cama» (BMC 2, 199). Tenía 64 años.
Tarde, anocheciendo el 26 de enero de 1582, la Fundadora y su comitiva entran en Burgos. Atrás han quedado las 16 leguas más crueles de sus veredas. Han padecido tres días de lluvia diluvial, de barro gredoso, de frío temerario, de miedos viscerales. La Santa no puede hablar; su hábito está empapado y no sabe que mañana, día 27, comienza una de las batallas más duras de su «guerra» fundacional. Ganará la batalla y la guerra. Tiene 67 años, pero no contará más. En el otoño próximo, ella, fruta madura, caerá también del árbol de la vida terrenal, en un recodo del camino. Caminos.
BIBL. Tomás Álvarez-Fernando Domingo, Inquieta y andariega. La aventura de Teresa de Jesús, Burgos, 1981; Manuel Fernández Alvarez, La Sociedad española en el Siglo de Oro, Madrid, 1984; Id., El Siglo XVI. Sociedad. Economía. Instituciones. «Historia de España. Menéndel Pidal». Vol. XIX, Madrid, 1990; García Mercadal, Viajes de Extranjeros por España y Portugal, Madrid 1950; Jerónimo Gracián, Escolias a la Vida de Santa Teresa, compuesta por el P. Ribera. (Ed. Juan Luis Astigarraga), Roma, 1982.
Valentín de la Cruz