T emplea el término vocación generalmente en la acepción de advocación (V 20,5: ‘era la fiesta de la vocación’; F pról 6; 24,12…). Muy rara vez en nuestra acepción de vocación personal (cf sin embargo la carta 429,1). Para designar ésta prefiere el vocablo llamamiento (V 7,4.5; 32,9; 13,5: llamamiento para el ‘estado de casados’), derivado probablemente del léxico del Nuevo Testamento (cf V 3,1). Aquí expondremos: a) la vocación personal de T.; b) su pensamiento sobre la selección o discernimiento de las vocaciones religiosas.
Su vocación personal. Hasta muy avanzados sus años jóvenes, T era enemiguísima de ser monja (V 2,8), si bien de niña jugase a serlo: ‘gustaba mucho, cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios como que éramos monjas, y yo me parece deseaba serlo…’ (V 1,6). Su primer barrunto vocacional se le presenta a los 16 años, siendo pensionista en el colegio de Santa María de Gracia. La amistad con las religiosas de la casa (V 2,8) y el trato más íntimo con una monja ejemplar, D.ª María de Briceño, (V 3,1) le atenuó ‘algo la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima’ (ib). Lo percibe incluso en positivo: ‘ya tenía más amistad de ser monja’ (V 3,2). Sobreviene el traslado a la casa de su tío de Hortigosa, don Pedro, hombre espiritual, que pronto va a hacerse monje, y que introduce a T en la lectura clarificadora de libros espirituales (V 3,4). T se bate en ‘tres meses de batalla’ (V 3,6), probada ‘con hartas tentaciones estos días’ (ib). Hasta que por fin caen en sus manos ‘las Epístolas de San Jerónimo’, que ‘me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que era casi como a tomar el hábito’ (V 3,7). Coincidieron, por esas fechas, las fiestas tributadas por la Ciudad a la llegada del Emperador Carlos V (junio de 1534), cuya fastuosidad produjo en la joven T un efecto de revulsivo personal. Fue a principios de noviembre de 1535 cuando ella se fugó de casa para ingresar en la Encarnación, arrastrando en la decisión a uno de su hermanos (V 4,1). La decisión le exigió un gesto heroico: ‘cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera’ (ib).
Las motivaciones vocacionales que se sumaron en ese proceso fueron múltiples y no todas positivas: ingresa en el Carmelo atraída por una grande amiga que reside en él, y que ‘era parte para no ser monja…, sino allí’ (V 3,2). La convivencia con el tío don Pedro le había procurado una especial lucidez: ‘vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada…’ (V 3,4). Media una brizna de temor, casi miedo: ‘temer [que] si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno’ (ib); con todo, ese miedo no tiene poder decisorio, pues a pesar de él ‘no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja’ (ib). Mayor influjo ejerce sobre ella el naciente amor a Cristo, si bien advierte ella misma que aún prevalecía el temor servil sobre el amor (V 3,6). Y en medio de ese claroscuro de motivaciones aflora un tenue presentimiento de la acción de Dios en su vida: ‘Paréceme andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a sí’ (V 2,8). Y de nuevo: ‘¡Oh válgame Dios, por qué términos me andaba Su Majestad disponiendo para el estado en que se quiso servir de mí, que, sin quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza’ (V 3,4). ‘Forzarse a sí misma para tomar hábito’, será el título del capítulo siguiente. La identificación de T con su nuevo estado fue total: ‘A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy’ (V 4,2). ‘Darme estado de monja fue grandísima’ merced de Dios (C 8,2).
Si damos crédito a ese autoanálisis de T en los primeros capítulos de Vida, el acontecimiento decisivo en el proceso fue su lectura de las Cartas de san Jerónimo (3,7). Se trataba, efectivamente, de la reciente traducción del bachiller Juan de Molina, impresa por primera vez en 1520 en Valencia y con abundantes ediciones en años sucesivos. La traducción de Molina tenía la peculiaridad de organizar las cartas del Santo por grupos de destinatarios, clérigos, monjes, seglares, etc. Una de las secciones contenía las cartas a religiosos/as, y proponía el ideal de vida consagrada, no sólo con los famosos ejemplares de matronas y damas romanas, sino con la carta a Heliodoro, a quien se pide un gesto heroico parecido al que realizará T para abandonar la casa paterna. Es normal que la lectura de esas páginas impactase a la joven lectora y la hiciese más y más consciente de la opción que estaba en juego.
Selección y discernimiento vocacional. A lo largo de su vida de fundadora, T hubo de enfrentarse con numerosos casos de discernimiento vocacional, unas veces de jóvenes vocacionadas, otras ante el requerimiento de personas mayores, religiosas de la Encarnación y de otras órdenes, de religiosos carmelitas y no carmelitas. Con aciertos y con fallos. Los refiere ella misma en el Libro de las Fundaciones y en sus cartas. Por razones de espacio, omitimos aquí su estudio, para exponer únicamente la actitud adoptada por ella en ese sector de su magisterio. Lo seguimos por orden cronológico: en Camino, Constituciones, Fundaciones y Modo de visitar.
En la pedagogía del Camino, ella ha adoptado ya criterios claros y una postura, diríamos, radicalizada. En aquel contexto de pobreza, de marginación de la mujer, y de difícil opción por el matrimonio (a causa de la excepcional fuga de muchachos jóvenes a tierras americanas), sabe ella que en la vida religiosa femenina con frecuencia ingresan personas ‘sólo por remediarse’ (C 14,1). Sin vocación alguna. El capítulo 14 del libro acusa, en parte, esa situación. T lo titula: ‘Lo mucho que importa no dar profesión a ninguna que vaya contrario su espíritu de las cosas que quedan dichas’. Ya en el capítulo precedente había anticipado cuánto interesa hacer comprender a la candidata si tiene vocación o no: ‘¡Oh, qué grandísima caridad haría y qué gran servicio a Dios la monja que en sí viese que no puede llevar las costumbres que hay en esta casa, conocerlo e irse! Y mire que le cumple, si no quiere tener un infierno acá y plega a Dios no sea otro allá!’ (C 13,5). Es responsabilidad de la comunidad no permitir que se filtren en la vida religiosa sujetos sin vocación: ‘En otra parte se salvará mejor…’ (13,7). La tarea de discernimiento exige larga prueba: ‘para esto ordenaron nuestros padres la probación de un año, y en nuestra Orden que no se dé [la profesión] en cuatro, que para esto hay libertad. Aquí [en San José] querría yo no se diese en diez’ (CE 20, 1: texto mitigado en la segunda redacción: C 13,7). Y añade una crítica de las prácticas transigentes de su época: ‘desventurados estos tiempos…’ (14,3).
En las Constituciones reservará una sección (6, 1-5) para el tema, que titula: ‘del tomar las novicias’, y comienza: ‘Mírese mucho…’, y sigue una larga enumeración de las cualidades que han de caracterizar a la candidata. La primera, para el ingreso en un Carmelo, que ‘sean personas de oración’. Con especial atención a las cualidades psicosomáticas y morales. Ya en Camino cap. 14 había notado que la cortedad de inteligencia bien entendida podía ser un obstáculo para llegar a asumir en su dimensión real los postulados del ideal religioso o contemplativo.
Pero será en las Fundaciones donde reserve todo un capítulo para exigir un especial discernimiento del equilibrio psíquico de la persona. Es el cap. 7º, dedicado al tema de las ‘melancólicas’, vocablo que en su léxico cubre diversas anomalías de la psique. Ese tipo de anomalías se desarrolla, según ella, con el andar de los años y perturba la vida normal de la comunidad religiosa hasta hacerla prácticamente imposible: ‘es tan sutil [ese morbo], que se hace mortecino… hasta que no se puede remediar’ (F 7,1). Todo el capítulo es un anticipo del reciente recurso al discernimiento psicológico de las vocaciones.
Volverá sobre el tema del discernimiento vocacional hacia el final de su vida, cuando escriba en 1576 el Modo de visitar. También aquí, la aceptación de una candidata a la vida religiosa es ‘cosa importantísima’ y no debe hacerse sin ‘gran relación’ previa (n. 25). Todo el año de noviciado es percibido como periodo de discernimiento. ‘Para profesarlas [para dar la profesión a cada aspirante] es menester grandísima diligencia’, implicando en la tarea incluso al superior mayor, porque ‘importa tanto no quedar en casa cosa [persona] que las dé trabajo e inquietud toda la vida, que cualquiera diligencia será bien empleada’ (n. 26). Claro índice todo ello de la importancia que tiene, en su opinión, el discernimiento de cada vocación.
T. Alvarez