Transverberación es una de las gracias místicas referidas por T en Vida. Ella no la designa con ese nombre culto, ausente de su vocabulario. Más bien, la enumera entre las ‘heridas’ místicas. A veces le da el nombre de ‘traspasamiento’ (R 15,1 y 6), evocando la ‘transfixio’ de la Virgen al pie de la cruz (Lc 2, 35). En la tradición de los Carmelos de Avila se la ha llamado siempre ‘la gracia del dardo’, sobre la base del vocablo utilizado por T en Vida 29,13. El término latinizante transverberación quedó consagrado por la liturgia de la Santa y por la iconografía. Más tarde pasó a las biografías de T y al léxico de la teología espiritual. Tampoco fray Juan de la Cruz utilizó ese vocablo. Aquí se tratará de la narración autobiográfica de T (1); del lugar que ella asigna a esa gracia en su codificación doctrinal de la vida mística (2); y de la subsiguiente repercusión en la literatura mística, en el arte y en la liturgia (3).
1. El hecho de la transverberación
Es de origen bíblico el tema de las heridas místicas. Con frecuencia, en la patrística se lo hace derivar del Cantar de los Cantares: ‘vulnerasti cor meum’ (4,9) y del ‘amore langueo’ (2, 5: que en la versión de los Setenta era: ‘vulnerata sum a dilectione’). En la literatura mística llega ininterrumpidamente hasta el ambiente teresiano. El testigo más fuerte de ese momento es san Juan de la Cruz, desde la primera estrofa del Cántico: (‘…habiéndome herido…’ / ‘el ciervo vulnerado’) hasta la simbología de la Llama de amor viva (‘…que tiernamente hieres…’). Sin embargo, en T la gracia del corazón herido no deriva explícitamente de la tradición doctrinal ni parece tener conexiones con la literatura respectiva. (De hecho nunca cita el ‘vulnerasti cor meum’ de los Cantares. Sí comenta el texto de 2,5, pero según la Vulgata, sin alusión a la ‘herida’: Conc 6,13).
En ella no comparece como dato doctrinal, sino como hecho y experiencia personal suya. Por eso comienza ‘narrándolo’, no interpretándolo. En el relato autobiográfico de Vida ese hecho surge de improviso en el tramo de las gracias místicas desbordantes (extáticas), en el contexto de las ‘heridas’ que le sobrevienen a medida que le crece el amor. Es por tanto y ante todo un hecho de amor. Percibido como amor recibido, acuciante, agudizado desde fuera por el Amado-Dios: ‘…creciendo en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me le ponía, porque era muy sobrenatural, ni yo le procuraba. Veíame morir con deseo de ver a Dios, y no sabía adónde había de buscar esta vida si no era con la muerte’ (29,8). Ese ‘no sabía’ indica no sólo el origen misterioso de la ‘infusión de amor’ (‘quién me le ponía’), sino la situación de confusión y cuestionamiento en que ella lo vive, acosada por sus teólogos asesores que le imponen reaccionar haciendo muecas de rechazo (‘darle higas’: n. 6). Por eso cuando termine el relato del ‘hecho’, todavía aludirá ‘a quien pensare que miento’ (n. 13).
Teresa referirá ese acontecimiento místico varias veces. Baste enumerarlas:
a) La primera vez en Vida 29, 13-14. Es la descripción más fulgurante, quizás por ser la más cercana al hecho mismo, o por estar escrita mientras se le sigue reiterando. Seleccionamos los datos salientes del relato:
esa gracia le sobreviene al término de un proceso de amor y de heridas internas (‘¡Oh, qué es ver un alma herida!’, n. 11);
le ha sucedido más de una vez: ‘quiso el Señor que viese algunas veces esta visión…’; ‘esto tenía algunas veces’ (nn. 13-14);
le acontece dentro de una visión mística, es decir, se trata de una gracia de amor dentro del marco de una iluminación de la mente (n. 13: los términos ‘ver’, ‘visión’ se repiten nueve veces en las diez primeras líneas del relato);
interviene un ser celeste, un ángel ‘hermoso mucho’, ‘el rostro tan encendido…’ (13);
éste blande en la mano un ‘dardo de oro largo’, y ‘al fin del hierro parecía tener un poco de fuego’ (13);
ahora, el hecho: ‘me parecía meter (el dardo) por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas’ (13);
con amor y dolor, en el alma y en el cuerpo: ‘y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios’. Con ‘grande dolor’, ‘grandísimo dolor’, ‘me hacía dar aquellos quejidos’. Pero ‘no dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar algo el cuerpo, y aun harto’ (13).
No se ha tratado de episodios pasajeros, sino que ‘los días que duraba esto, andaba (yo) como embobada: no quisiera ver ni hablar, sino abrazarme con mi pena, que para mí era… gloria’ (14).
La descripción teresiana es de alto valor literario y psicológico, pero sobre todo de valor testifical religioso, tanto en los aspectos psicosomáticos, antropológicos, como en su tensión de trascendencia: acción de Dios, y a la inversa anhelo de Él, ‘requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios’ (13), ‘parece arrebata el Señor el alma y la pone en éxtasis’ (14).
b) Otros relatos. Quizás el primero de todos haya sido la expansión poética que derivó de esa gracia. Por un testimonio tardío de la propia Santa sabemos que fue hacia 1560, cuando ella había entablado amistad con doña Guiomar de Ulloa y compuso uno de sus poemas: ‘¡Oh hermosura que excedéis…! / Sin herir dolor hacéis / y sin dolor deshacéis’. Las dos negaciones ‘sin herir’ y ‘sin dolor’ son bivalentes, pues a la vez ‘dolor hacéis’ y ‘deshacéis’. Es posible que también celebre la gracia del dardo el poema sobre las palabras del Cantar bíblico ‘Mi Amado para mí, y yo para mi Amado’, cuya segunda estrofa dice del ‘dulce cazador’: ‘hirióme con una flecha / enherbolada de amor’. Hay otras alusiones, más o menos sesgadas, en los Conceptos (7, 6; ‘palabras tan heridoras’, las de los Cantares: 3,14), y en las Exclamaciones (16,1-2). Pero la más vibrante la escribirá T muchos años después en Sevilla (1576) en la Relación 5,17, hablando precisamente de las heridas de amor:
‘Otra manera harto ordinaria de oración es una manera de herida, que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón, o por ella misma. Así causa un dolor grande que hace quejar, y tan sabroso, que nunca querría le faltase. Este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor corporal; sino que como no se puede dar a entender sino por comparaciones, pónense estas groseras, que para lo que ello es lo son, mas no sé yo decirlo de otra suerte… Porque las penas del espíritu son diferentísimas de las de acá’.
c) No mucho después, a primeros de 1577, y por tanto a distancia de al menos 16 años, T evoca y revive esa gracia en el carteo íntimo con su hermano Lorenzo, a quien ella quisiera traspasar su fuego amoroso. Teresa recuerda de memoria el poema compuesto en el lejano 1560. Lo transcribe y se lo glosa a su hermano una y otra vez (cartas 172, 23 y 177,5), y le asegura que ‘lo que dice la copla (el poema) es una pena grande y dolor, sin saber de qué, y sabrosísima. Y aunque en hecho de verdad es herida que da el amor de Dios en el alma, no se sabe adónde ni cómo, ni si es herida ni qué es, sino siéntese ese dolor sabroso que hace quejar…’ (cta 177,5).
2. Codificación e interpretación doctrinal de la ‘gracia del dardo’
En Vida, la Santa se había limitado a referir el hecho, si bien enmarcándolo en el periodo más fuerte de sus experiencias extáticas. No le había asignado puesto alguno en la graduatoria del tratadillo de oración (cc. 11-21), que esboza el primer conato de codificación del itinerario místico por parte de la Santa.
En cambio, ya le asigna un puesto en la escala de grados místicos, propuesta en la Relación quinta. La herida del dardo ocupa el puesto cimero en la serie de manifestaciones que van jalonando el proceso de unión mística: después de los ‘arrobamientos’ (n. 7), después del ‘vuelo de espíritu’ (n. 11) y de los ‘ímpetus’ por sentimiento de la ‘ausencia de Dios’ (n. 13). Ultimo grado de ese escalafón, la ‘herida de amor, que sale de lo íntimo del alma’ (nn. 17-18).
Escribía esa página en 1576, ya en vísperas de componer el libro de las Moradas (1577), en el que finalmente establecerá una hipotética jerarquía de los fenómenos que se sucedieron en los años primeros de su experiencia mística, los que han solido llamarse su ‘período extático’. Les dedica el extenso análisis de las moradas sextas, y dentro de ellas asigna puesto especial a las ‘heridas de amor’ y al ‘traspasamiento del corazón’.
En esa su codificación definitiva, T sitúa la comparición de las heridas de amor casi en el comienzo mismo de las moradas sextas: cap. 2. Y su postrera manifestación, ya en grado extremo, ocupa el último momento de esas moradas (cap. 11), y hace de preparación para ingresar en la paz del matrimonio espiritual, moradas séptimas. De suerte que el proceso de amor haga de trasfondo a todo el estadio del desposorio espiritual. Veámoslo:
La herida inicial viene a ‘despertar el amor y los deseos’ (cap. 2). Es Dios quien los despierta con ‘unos impulsos tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy interior del alma’ (n. 1), que ‘siente ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién la hirió’ (2) y procede a ‘quejarse con palabras de amor, aun exteriores, sin poder hacer otra cosa, a su Esposo, porque entiende que está presente, mas no se quiere manifestar de manera que deje gozarse’ (2). El alma siente esa herida como una ‘pena que le llega a las entrañas, y que cuando de ellas saca la saeta el que la hiere, verdaderamente parece que se las lleva tras sí, según el sentimiento de amor (que) siente’ (4). Todo ello es vivido por la persona herida, en plena consciencia, en alerta de potencias y sentidos, sin éxtasis, con gran ‘inflamamiento’.
El éxtasis se hará total cuando la herida alcance su grado supremo, cap.11. Teresa repetirá insistentemente que la herida ‘no es adonde se sienten acá las penas, sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo que de presto pasa todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural lo deja hecho polvos…’ (11, 2), porque ‘este sentimiento no es en el cuerpo, sino en lo interior del alma’ (11, 3). Con ser T ‘persona sufrida y mostrada a padecer grandes dolores, no puede hacer entonces’ sino dar grandes gritos (ib). Y en refrendo de esos datos, recuerda ella el último episodio de su serie de heridas de amor: ‘Yo vi una persona que verdaderamente pensé que se moría…’ (n. 4). Pero la herida no es para la muerte sino para crisol del amor. Sirve para apurar el espíritu de toda escoria impura y prepararlo para el encuentro final: ‘¡Oh, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores! Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es para purificar esta alma para que entre en la séptima morada como los que han de entrar en el cielo se limpian en el purgatorio, es tan poco este padecer como sería una gota de agua en la mar’ (n. 6).
Regresando ahora de ese plano de codificación doctrinal a la cronología de las experiencias místicas de la Santa, es fácil identificar esos dos extremos del proceso de amor. Lo descrito en el capítulo 2º corresponde a lo referido en Vida 29, vivido por la Santa en torno a 1560. Una de esas veces le ha ocurrido en casa de su amiga doña Guiomar. Poseemos el testimonio de la hija de ésta, que recuerda haberlo oído referir a su madre, ‘de lo cual se acuerda muy bien…’ (BMC 19, 394-395). Lo descrito en el capítulo 11 de esas mismas moradas corresponde a las vivencias de T al final de ese período. Ella misma evoca lo ocurrido ‘en Pascua de Resurrección’ (n. 8), aludiendo expresamente al episodio de Salamanca narrado en la Relación 15, y sucedido el 16 de abril de 1571.
De esa suerte, según T, las ‘heridas del corazón’ son toda una historia de amor cuyo desenlace tiene lugar en las moradas séptimas.
3. Repercusión ulterior de la gracia del dardo
Pocos episodios místicos de la Santa habrán tenido la resonancia que en los más variados sectores ha tenido la gracia del dardo. Ese prolongado eco se debe, en buena parte, al impacto producido por el relato de su autobiografía, publicada en 1588 por fray Luis de León. Por esas mismas fechas, otro profesor de sagrada Escritura, el jesuita Francisco de Ribera, elaboraba la primera biografía de la madre Teresa si bien publicada con retraso en 1590, y en ella dedicaba un par de páginas a referir esa ‘maravillosa y divina visión’ (I, 11, pp. 89-91). Prueba de la atención prestada por los teólogos censores a los detalles del relato fue la corrección introducida por uno de ellos en el autógrafo: donde la autora menciona la intervención del ángel ’deben ser los que llaman querubines’, el teólogo anotó al margen: ‘más paresce de los que llaman seraphines’. Y con ese cambio de titularidad pasó el relato a las ediciones de fray Luis, a la biografía de Ribera y a las futuras celebraciones litúrgicas.
La gracia del dardo pasará ineludiblemente a todos los relatos de la vida mística de T. Pasará al articulado canónico del proceso de beatificación, en el intrrogatorio n. 13: ‘Fue Dios servido que viese a un hermosísimo serafín en forma corpórea, que traía el rostro encendido y en la mano un dardo, cuyo hierro era de fuego, con el cual pasaba el corazón de la virgen…’ (BMC 20, p. xvi). Ya antes había sido incorporado a la gran biografía de la Santa publicada por D. de Yepes (P. I, c. 13, p. 103: Zaragoza 1606). Y sobre todo tendría puesto de honor en la bula de canonización de Teresa por el papa Gregorio XV (12.3.1622). El solemne documento resumía el hecho así: ‘aliquando etiam Angelum vidit ignito iaculo sibi praecordia transverberantem…’ (Bullarium Carm.: cf BMC 2, 421). Es normal que el episodio pase con más o menos fortuna a las ‘Vitae effigiatae’ de la Santa a lo largo del siglo XVII.
No menor será la presencia de esa gracia mística de T en el arte, y en general en la iconografía. Baste una alusión a las dos manifestaciones más célebres: la literaria y las artes plásticas.
Con Lope de Vega y con Cervantes, sobre todo a partir del certamen festivo organizado en Madrid con ocasión de la beatiticación de T (1614), entra ésta en el parnaso español como místico motivo de inspiración. Se celebra su condición de mujer excepcional, su inspiración literaria y, sobre todo, sus fenómenos místicos: toda una sección del certamen fue dedicada ‘a los éxtasis de nuestra beata Madre Teresa’ (Diego de san José: Compendio de las solemnes fiestas que en toda España se hicieron en la beatificación de N.B.M. Teresa… Madrid 1615, pp. 33r-61v. Lope en las pp. 5r-11r. Cervantes, p. 52 y ss.). Todo muy barroco, así por ejemplo: ‘Cherubín transformado en propia esfera, / de su ignífero pecho el tuyo apura, / oh lumbre en él segura, / oh Eróstrato divino, / que el templo peregrino / de tu alma enciendes con su mismo fuego’: canción de Agustín Collado del Hierro, p.40). Entre tantos sonetos, letrillas y jeroglíficos, ninguno iguala al soneto compuesto por la carmelita vallisoletana Cecilia del Nacimiento (1570-1646):
‘Toquen a fuego, venga gente apriesa,
que se nos quema un templo verdadero,
porque en fe de amistad un extranjero
bate con fuego el pecho de Teresa…’
(cf Cecilia del Nacimiento, Obras completas. Por J. M. Díaz Cerón. Madrid 1971, p.597; y cf otros sonetos de la misma a la gracia del dardo, pp. 709 y 714.). Quizás la primera poetisa que afrontó el argumento de la transverberación fue otra carmelita, íntima de la madre Teresa, María de san José (Salazar), a quien se deben unos versos que durante siglos fueron atribuidos a la propia santa Teresa:
‘En las internas entrañas
sentí un golpe repentino;
de lo alto y supremo vino,
porque obró grandes hazañas…’
(cf Humor y espiritualidad. Burgos 1982, pp. 485-487).
Entre los numerosos poemas latinos compuestos en Madrid para las fiestas de 1614, o bien entre los preparados para la liturgia de la Santa, quizá ninguno haya tan logrado como los himnos compuestos por el Papa Urbano VIII para la fiesta de T Entre ellos figura el célebre: ‘Regis superni nuntia’, cuya segunda estrofa canta:
‘Sed te manet suavior
ena poscit dulcior,
divini amoris cuspide
in vulnus icta concides.
Oh caritatis victima…’,
Himno importante por haber pasado a la liturgia universal en 1646 y permanecer en ella hasta hoy, y porque desde la liturgia influyó decisivamente en la famosa escultura de L. Bernini, realizada por aquellas fechas. De esa misma época (hacia 1646) son los versos del poeta inglés R. Crashaw al éxtasis de la Santa, que contribuyeron a la expansión de onda de la mística teresiana en el mundo anglófono.
En las artes plásticas. Como era normal, el texto en que T refiere su ‘gracia del dardo’ inspiró toda una franja de la iconografía teresiana. Constituyó uno de los motivos pictóricos que ilustraron por doble partida los grabados y los estandartes expuestos en la Basílica de San Pedro en la solemne canonización de la Santa. (El estandarte reproducía la incisión de Matthäus Greuter 1622 y representaba la transverberación de T).
A partir de la canonización, la gracia del dardo está presente en las numerosas ‘Vitae effigiatae’ de la Santa, en grabados e incisiones, en óleos y esculturas. La preciosa monografía del profesor americano Irving Lavin, Bernini e lunità delle arti visive (Roma 1980) documenta la serie de variantes pictóricas que han interpretado el místico episodio de la Santa, hasta tener su más alta expresión en la obra escultórica de Lorenzo Bernini.
La escultura de Bernini es un grupo marmóreo, instalado en una de las capillas laterales de la iglesia de Santa Maria della Vittoria, en Roma. Realizado a mediados del s. XVII, e inaugurado en 1651. Hecho por comisión del veneciano cardenal Cornaro, escenificó una especie de apoteosis de los seis cardenales de la familia anteriores al mecenas, en actitud de admirar el episodio místico de la Santa. El éxtasis de ésta y la osada versión dada por el artista es sin duda lo mejor ‘il meno cattivo’ según él de toda su producción artística. Bernini (1598-1680) era buen conocedor del tema, y bastante identificado con la espiritualidad teresiana. Pese a la interminable polémica suscitada por ciertos aspectos de su obra, su interpretación de la ‘gracia del dardo’ es original, altamente inspirada y de finísima hechura. Presenta a T traspuesta por la fuerza del éxtasis, físicamente derrocada, aparentemente sin contacto con lo terrestre, levitando sobre una nube e iluminada por un chorro de luz que desciende sobre ella desde lo alto, mientras el ángel, a su lado derecho, está en pie y no en vuelo, firmemente apoyado en el extremo derecho donde la nube se vuelve roca, y blandiendo el dardo a punto de arrojarlo sobre T desde cierta distancia, mientras con la otra mano toca ligeramente el manto de la Santa extasiada. El gesto de ésta, abandonando su propio cuerpo entre la vida y la muerte, evoca el lema poético ‘que muero porque no muero’. La escena se atiene con bastante fidelidad al texto autobiográfico de Vida 29, excepto en pequeños detalles: el ángel visto por ella ‘no era grande sino pequeño’, y localizado no al lado derecho sino del lado del corazón. El artista acentúa demasiado el éxtasis, y con él la aparente ausencia de T, mientras en el relato autobiográfico ella está consciente y presente, ‘viendo’ al ángel, ‘viéndole’ el dardo en ‘las manos’, atenta a la llameante punta del hierro. No muda, sino ‘dando quejidos’. Detalles todos ellos trascendidos, en cierto modo, por el artista, que aúna los dos momentos extremos del relato: el comienzo, en la actitud del ángel; y el final, en la actitud de T, con el alma ‘arrebatada por el Señor y puesta en éxtasis (29,14: conclusión del relato. En desquite de las denuncias de sensualidad lanzadas contra la obra, ya en tiempo de Bernini, y mucho más por ciertos críticos del XIX y del XX, hoy los especialistas del escultor están acordes en ver el grupo como una obra maestra, que aúna realismo y espiritualidad: cf. la citada monografía de Irving Lavin, o bien: Howard Hibbard: ‘Bernini’, Madrid 1948, especialmente las pp. 110 y ss. Rudolf Wittkower, Gian Lorenzo Bernini. Madrid 1981, especialmente p. 48). Recientemente, al restaurar la escultura de Bernini (1996), se sintetizaba así su mensaje de actualidad: ‘La imagen esculpida por Bernini, en este momento en que el deseo de Dios y el interés por la mística crecen en el mundo, presenta a Teresa en el esplendor de su humanidad, en la belleza de su feminidad y de su esponsalidad, totalmente entregada a Dios en alma y cuerpo, con el ardor de la Esposa que, vulnerada por el amor del Esposo, anhela comunicar a todos la belleza, la bondad y la gracia de su Señor’. Palabras de Camilo Maccise en la inauguración de la recién restaurada Basílica de Santa María de la Victoria (15.10.1596: Anal Ord c. d., 41.1996. p. 205).
En la liturgia. La transverberación de la Santa, juntamente con los estigmas de san Francisco de Asís, figuran entre los casos excepcionales en que la liturgia ha incorporado un hecho místico a la celebración eclesial. En cuanto a la Santa, el proyecto de celebración litúrgica surgió en 1725. Las dos congregaciones de carmelitas descalzos italianos y españoles presentan a la Santa Sede una petición, alegando el correspondiente oficio litúrgico para celebrar el 27 de agosto la fiesta de ‘la transverberación del corazón de Santa Teresa’ (cf MHCT / subsidia 5, p. 198). Era promotor de la fe en ese momento el Card. Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, que en un principio se opuso al proyecto, si bien luego, ante el estudio alegado, y ante el hecho de la conservación del corazón incorrupto de la Santa en Alba, accedió a la propuesta (25. 5. 1526: cf. De Servorum Dei beatificatione… IV, 594 y 216). A partir de esa fecha, la fiesta se celebró en el Camelo Teresiano hasta la reciente reforma litúrgica del post-Vaticano II.
Los textos elaborados para la celebración eran toda una exaltación de la vida mística, del amor de T, y de la ‘gracia del dardo’. Entre las lecciones de maitines se incluyó el relato de Vida 29. Y tanto la misa como el oficio de las horas se inspiró en el Cantar de los Cantares y en la carta a los Hebreos (4, 12), acerca de la fuerza penetrante de la palabra de Dios, ‘espada de doble filo, capaz de llegar a las entretelas de alma y espíritu… hasta los secretos del corazón’.
En la teología. Hemos notado ya que la primera en situar esa herida de amor en la síntesis de la teología mística fue la propia T Después de ella, san Juan de la Cruz hizo otro tanto, primero en el Cántico (1,17; 13,9), y luego en la Llama 2,9-13). En el Cántico, las heridas de amor comparecen en una etapa elevada, pero aún no final del proceso místico. En la Llama, en cambio, reaparece la transverberación dentro de la postrera etapa, y la describe en términos que reflejan con nitidez lo vivido y narrado por T: ‘Acaecerá que, estando el alma inflamada en amor de Dios…, sienta embestir en ella un serafín con una flecha o dardo encendidísimo en fuego de amor, traspasando a esta alma que ya está encendida como ascua…Y entonces, al herir este encendido dardo, siente la llaga del alma en deleite sobre manera…; siente la herida fina y la yerba con que vivamente iba templado el hierro, como una viva punta en la sustancia del espíritu, como en el corazón del alma traspasado’ (Llama, 2,9). Según él, gracias como ésta se conceden ‘mayornente a aquellos cuya virtud y espíritu se había de difundir en la sucesión de sus hijos, dando Dios la riqueza y el valor a las cabezas en las primicias del espíritu, según la mayor o menor sucesión que había de tener su doctrina y espíritu’ (ib 12).
Después del Santo, en la misma escuela carmelitana, la gracia mística del dardo pasará a la síntesis de la ‘Mística Teología’ de otro ‘sumo teólogo’, Juan de Jesús María (c. 6, n. 9), que en la graduatoria de las ‘heridas de amor’ distinguirá las que son preparatorias a la unión tal sería la gracia del dardo de T, de las heridas de absoluta consumación en el amor: serán éstas las que produzcan la muerte de amor, cual fue el caso de la Virgen María, y así sería -a lo que parece- la gracia que decidió en Alba la muerte de la M. Teresa (‘Quod faustae mortis genus beatissima Virgo, ut nonnulli censent, tulisse videtur; quin et Beata Mater Teresia id nacta videtur’. cf Juan de Jesús María, Theologia mystica. Ed de G. Strina, Bruselas 1993, cap. 6, 9, p. 76-77).
Entre los teólogos de nuestro siglo ha sido Gabriel de santa María Magdalena quien más seriamente ha estudiado las ‘heridas de amor’, tratando de fundir en una síntesis la doctrina de T y la de san Juan de la Cruz, si bien concediendo importancia tal vez desmesurada al dato marginal de la herida física del corazón de la Santa (cf su estudio ‘Les blessures damour mystique’, en Etudes Carmelitaines 20. 1936-II. pp. 208-242).
BIBL. Gabriel de S. M. M., Lécole thérésienne et les blessures damour mystique, en «EtCarm» 21 (1936), 208-246; M. Rubio Cercas, La merced del dardo: la patología frente a los fenómenos místicos, en «RevEsp» 1 (1941), 89-101; F. Riego Pardal, Definición genética de la transverberación teresiana, en «S. Teresa y la Literatura mística hispana», Madrid 1984, pp. 101-108.
T. Alvarez