Teresa vive sus creencias en lo demoníaco desde el normal contexto de su religiosidad cristiana, acentuada por la religiosidad popular de su tiempo. El demonio estaba presente en los relatos hagiográficos, en las leyendas populares, en los retablos e incluso en las prácticas de religiosidad cotidiana, más de una vez mezcladas de superstición y de miedo (V 6,6; 11,10; 27,1; R 36).
Pero aparte esas coordenadas epocales, en la historia personal de T hubo un acontecimiento incisivo, que influyó poderosamente en sus ideas sobre el demonio. Le ocurrió en los comienzos de su vida mística, en torno a los 40 de edad. La nueva e insólita experiencia de oración, de éxtasis y hablas interiores la forzó a someterse personalmente a un discernimiento espiritual de parte de ciertos teólogos abulenses. Y éstos sus primeros asesores en el caso sentenciaron que ‘a todo su parecer de entrambos era demonio’ lo que a ella le acaecía (V 23,14).
El impacto producido en ella por semejante diagnóstico fue deletéreo y múltiple. Teresa comprendió que se la equiparaba a ciertas mujeres embaucadoras de su siglo: ‘como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que les había hecho el demonio, comencé a temer’ (23,2); comenzó a temer que ella misma podía terminar en manos de los inquisidores (R 4): y sobre todo, que de hecho ella misma podía ser víctima de los misteriosos embelecos del demonio: ‘no me podía persuadir a que fuese demonio, mas temía [que] por mis grandes pecados me cegase Dios para no lo entender’ (V 23,12).
De momento, sale del terrible apuro sometiéndose al criterio de los dos improvisados asesores y llevando su caso a otros asesores más competentes, los jesuitas, dispuesta incluso a ‘dejar la oración del todo: que para qué me había yo de meter en estos peligros, pues al cabo de veinte años casi que había que la tenía, no había salido con ganancias sino con engaños del demonio’ (V 23,12).
Con todo, el nefasto diagnóstico, que reducía sus experiencias místicas a embustes del demonio, se repitió en forma aún más penosa pocos años después: ‘Como las visiones [místicas] fueron creciendo, uno de ellos [teólogo asesor] que antes me ayudaba (que era con quien me confesaba algunas veces…) comenzó a decir que era claro demonio. Mándanme que, ya que no había remedio de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna visión viese, y diese higas…’ (29,5). ‘Era cosa terrible para mí!’. ‘Dábame este dar higas grandísima pena…’ (29,5.6). ‘Sentía mucho’. ‘Cosas bastantes había para quitarme el juicio’ (28,18). Cuando años después ese pasaje de Vida fue leído por el santo apóstol de Andalucía, Juan de Avila, se horrorizó y se lo escribió así: ‘Cierto, a mí me hizo horror las [higas] que en este caso se dieron y me dio mucha lástima!’ (carta a la Santa).
En su idea del demonio, T sigue de cerca al Evangelio. De él deriva los nombres de Lucifer y Satanás, o ‘el Adversario’, ‘enemigo nuestro’ (C 19,13). Nunca utiliza el denominativo ‘diablo’, ni el adjetivo ‘maligno’. Lo identifica con el ‘mal espíritu’ (V 23,11). En las cartas, cuando recurre al lenguaje criptográfico, le reserva el apodo popular ‘Patillas’ (‘me parece invención de Patillas’: cta 136, 7.8). Alguna vez, ‘Negrillo abominable’ (V. 31,3). Según ella, el demonio es el mentiroso y engañador por antonomasia: ‘el demonio es todo mentira’ (V 15,10), ‘amigo de mentiras y la misma mentira’ (V 25,21). Aunque de hecho se transfigura frecuentemente en ‘ángel de luz’ (V 14,8; C 38,2; M 1,2,1; 5,1,1…), en realidad es todo lo contrario: ‘es las mismas tinieblas’ (M 1,2,1). Sin poder real, porque es ‘esclavo del Señor’ (V 25,19). Con frecuencia se atribuye a la Santa la definición de Satanás, como ‘el que no puede amar’: textualmente no parece que la definición sea de ella, pero constantemente lo presenta como odiador de todo lo bueno.
Personalmente, ella tiene experiencias demoníacas, siempre en relación con su experiencia del mal humano. Les dedica un capítulo en Vida: ‘Cap. 31, trata de algunas tentaciones exteriores y representaciones que le hacía el demonio, y tormentos que la daba’ (título del capítulo). Vuelve sobre el tema autobiográfico en los capítulos 38 y 39 del libro. Tiene experiencia de ahuyentarlo con el ‘agua bendita’ o con ‘la cruz’: ‘No hay cosa con que huyan más para no tornar [que el agua bendita]. De la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita. Para mí es particular y muy conocida consolación… Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia, y regálame mucho ver que tengan tanta fuerza aquellas palabras, que así la pongan en el agua…’ (V 31,4).
Teresa está convencida de que dondequiera exista el mal humano, allí está o se filtra él. El demonio intuye las posibilidades de bien, presente o futuro, en determinadas personas y se apresura a impedirlas. ‘Son grandes sus ardides’ (M 5,3,9). ‘Las sutilezas del demonio son muchas’ (C pról. 3). Interfiere en el proceso de vida espiritual del hombre: combate en todas las moradas del ‘castillo’ (1,2,15), si bien no le es dado penetrar en lo hondo del ser humano. Le es posible hacer trampantojos en ciertas situaciones de auténtica vida mística; especialmente, según T, en las visiones exteriores e imaginarias (V 28,4; M 6,9,15), pero es poquísimo lo que puede frente a personas ‘determinadas’, o frente a la verdadera humildad; de ahí su empeño en inculcar humildad falsa; fue ésta el más terrible engaño que indujo en Teresa: abandonar la oración bajo pretexto de indignidad (V 7,1; 8,5…).
El Señor mismo se ve precisado a corregir la excesiva credulidad de Teresa, respecto a las interferencias diabólicas en la vida de los hombres. Lo cuenta ella hacia el final del relato de su vida, en un misterioso episodio en que el Señor le asegura: ‘que no pensase [yo] que consentía Dios tuviese tanta parte el demonio en las almas de sus siervos…’ (V 39,24).
De hecho, pasada la prueba de los primeros sustos, T perdió totalmente el miedo al demonio. Lo testifica ella misma: ‘tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimo…, que no temiera tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos, y asi dije: ahora venid todos, que siendo sierva del Señor yo, quiero ver qué me podéis hacer. Es sin duda que me parecía me habían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los miedos que solía tener, hasta hoy… No les he habido más casi miedo, antes me parecía ellos me le habían a mí… No se me da más de ellos que de moscas. Parécenme tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza’ (V 25,20).
Con todo, para ella, el gran problema frente a lo demoníaco en la vida espiritual sigue situándose en el plano de la experiencia mística, y consiste en discernir las posibles ‘ilusiones’ y tergiversaciones diabólicas en el tejido de las auténticas experiencias místicas, visiones, locuciones, éxtasis… Para ella, las verdaderas claves de discernimiento son de orden psicológico y moral. Jamás una intrusión diabólica puede dejar en pos de sí paz, ni humildad, ni sosiego anímico. La secuela de cualquier intromisión diabólica es siempre negativa. ‘El demonio lo turba todo’ (F 29,9). La absoluta garantía del hombre es la fidelidad de Dios: ‘Tengo por muy cierto que el demonio no engañará ni lo permitirá Dios a alma que… no se fíe de sí sino de Dios’ (V 25,12).
BIBL. E. Llamas, Santa Teresa de Jesús y la religiosidad popular, en «RevEsp.» 40 (1981), 215-252; A. Moreno, Demons according to St. Teresa and St. John of the Cross, en «Spirituality today» (Chicago) 43 (1991), 258-270; M. Lepée, Sainte Thérèse et le démon, en «EtCarm» 1948, 98-103.
T. Alvarez