En los escritos de la Santa, desesperación, desesperamiento, desesperar tienen sentido doble: débil o fuerte. Débil, en la acepción de desaliento. Fuerte, para significar la pérdida de esperanza; en grado sumo, pérdida de toda esperanza: característico del infierno. Teresa conoce ese estado de ánimo como deterioro psíquico en los enfermos depresivos de ‘grave melancolía’ (F 7,3). Pero más frecuentemente se refiere a la pérdida de esperanza teologal. Ella misma ha sido acosada por la tentación de desesperación, bajo la presión de ‘falsa humildad’, creyéndose indigna de cultivar la relación con Dios a causa de los propios pecados o de la propia ruindad, frente a la majestad y alteza del Señor. Llega a sospechar que ha sido esa la peor tentación de su vida: ‘la mayor tentación que tuve’ (V 7,11), ‘principio de la tentación que (el demonio) hacía a Judas’ (V 19,11), quien por dar más importancia a su pecado de traición que a la cordial acogida de Jesús, murió desesperado (V 30, 9). Ella revive el temor de esa tentación a raíz de la fundación de su primer Carmelo de San José (V 36,8). La desesperación hasta el paroxismo, según ella, forma parte del infierno (V 32,2; cf F 11,2). Teresa nunca sucumbió a la tentación: ‘de su misericordia jamás desconfié: de mí muchas veces’ (V 8,7). Por eso, a espíritus débiles (‘almas flacas’) o a quienes sucumben a insólitos pecados tras años de vida recta, T les recomienda que jamás desesperen: ‘escríbolo para consuelo de almas flacas como la mía, que nunca desesperen ni dejen de confiar en la misericordia de Dios. Aunque después de tan encumbradas…, caigan, no desmayen si no se quieren perder del todo; que lágrimas todo lo ganan: un agua trae otra’ (el agua de nuestras lágrimas atrae el agua de la misericordia y los dones del cielo: V 19,3).
En grado menor, T se preocupa de los espirituales desesperanzados, especialmente en las etapas tardías del camino. A ellos impartirá una fina lección frente a los trances de desaliento: ‘…guardaos de unas humildades que pone el demonio con gran inquietud de la gravedad de nuestros pecados, que suele apretar aquí de muchas maneras… Llega la cosa a término de hacer parecer a un alma que, por ser tal la tiene Dios tan dejada, que casi pone duda en su misericordia… Dale una desconfianza, que se le caen los brazos para hacer ningún bien, porque le parece que lo que lo es en los otros, en ella es mal… Cuando así os hallareis, atajad el pensamiento de vuestra miseria lo más que pudiereis, y ponedle en la misericordia de Dios y en lo que nos ama y padeció por nosotros…’ (C 39,1.3).
Lo resumirá en el Castillo: ‘La misericordia de Dios nunca falta a los que en El esperan. Sea por siempre bendito, amén’ (M 6,1,13). Esperanza.
T. Alvarez