En tiempo de T, hereje ‘es nombre odioso e infame y significa falsa y dañada doctrina, que enseña lo contrario de aquello que cree y enseña la fe de nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia’. Y herejía ‘significa deserción y apartamiento de la fe y de lo que tiene y cree la dicha santa Iglesia’ (Covarrubias). En la mentalidad popular y en la de T, se trataba de un fenómeno social y religioso a la vez: de subversión en la sociedad y de apostasía en la Iglesia. En la época de la Santa sucede la gran rotura de la unidad en la Iglesia de occidente: protesta de Lutero a partir de 1517 hasta su muerte en 1546; en 1531 Enrique VIII de Inglaterra rompe con la Iglesia romana; en Francia persisten las guerras de religión a partir de 1560, con episodios tan crueles como las masacres de Vassy y de Saint-Bathélemy (1562 y 1572). En Castilla se repiten los brotes de disidencia, con los consiguientes autos de fe (Valladolid 1558 y Sevilla 1562). La búsqueda y caza de herejes y herejías se vuelve obsesiva en la Inquisición española. T vive y respira en ese ambiente. Desde Trento y desde la Corte de Madrid, desde dominicos y jesuitas le llegan noticias de los sucesos violentos de Francia y Alemania. Quizás también de Inglaterra: es probable que conozca el episodio de Tomás Moro a través de las glosas de su amigo Diego de Yepes. Conoce la muerte de su íntimo amigo el jesuita Martín Gutiérrez (21.2.1573) a manos de los hugonotes del sur de Francia. Conoció igualmente el fatal desenlace de los 40 mártires jesuitas enviados a evangelizar el Brasil, también a manos de piratas hugonotes: julio de 1570. (Entre los martirizados se hallaba el pariente de T, Francisco Pérez Godoy). Pero probablemente el mayor impacto lo recibió con la noticia de las guerras de Francia tras la matanza de Vassy (1562), evocada por ella en el capítulo primero del Camino (1,2).
Esa panorámica de Europa, agitada por guerras, ideologías y violencia, la resume T en el grito: ‘Estáse ardiendo el mundo!…’ (C 1,5). Traduce ella así el aspecto social del fenómeno en sus manifestaciones más virulentas. Pero la impresiona aún más el aspecto religioso, en el que subraya dos o tres datos: la defección de los sacerdotes (‘perdidos tantos sacerdotes’), el desgarro de la Iglesia (‘quieren poner su Iglesia por el suelo’), y las profanaciones de la Eucaristía. Lo condensa en una de sus oraciones del Camino: ella, en nombre de las lectoras, hace la oferta de la Eucaristía ‘para que no vaya adelante tan grandísimo mal y desacatos como se hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento, entre estos luteranos, deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos’ (C 35,3). Y concluye esa oración: ‘Ya, Señor, ya. Haced que se sosiegue este mar. No ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia. Y salvadnos, Señor mío, que perecemos’ (ib 5; cf 3,8). En 1567, al instalar en Medina del Campo su segundo Carmelo en un barracón destartalado, vive con emoción el riesgo de profanación eucarística en su propia casa, porque en Medina es normal el trasiego de mercaderes de todas las creencias, y porque es reciente el episodio de profanación eucarística en Alcoy (Alicante), hecho cometido se dijo por un hugonote francés, y cuya noticia se difundió clamorosamente por toda España.
Ese conjunto de episodios y tensiones sociales y religiosas explica la frontal toma de posiciones adoptada por T, especialmente sus calificativos extremos. Para ella, los herejes son unos ‘desventurados’: ‘desventurados de estos herejes’ (V 7,4). ‘Desventurados…, han perdido por su culpa esta consolación’ (C 34,11). ‘Esta desventurada secta’ (C 1,2: más fuerte aún en el n. 4). Pero a la vez el fenómeno de las herejías, tal como se producen en su tiempo, a ella le causan profunda pena (cf V 13,10). Por dar ‘luz en algo a los herejes, perdería mil reinos, y con razón’, dice de sí misma y de los reyes (V 21,1). Esa pena llega a catalogarla entre las grandes tribulaciones de la vida mística: el gran dolor de los místicos ‘procede de las muchas almas que se pierden, así de herejes como de moros’ (M 5,2,10). El más expreso testimonio autobiográfico de ese su dolor por la sangre vertida en las violencias de la Europa de su tiempo, corresponde al período de las guerras religiosas de Francia. Lo refiere en el primero de sus escritos, la Relación 1,19: ‘Nunca me afligen estas cosas [personales suyas], si no es lo común y las herejías, que muchas veces me afligen, y casi siempre que pienso en ellas me parece que solo este trabajo es de sentir’. Lo escribe en 1560. Está convencida de que ni las armas ni el brazo secular podrán frenar esas oleadas de violencia y disidencia: ‘digo que, viendo tan grandes males, que fuerzas humanas no bastan a atajar este fuego de estos herejes, con que [=aunque] se ha pretendido hacer gente para si pudieren a fuerza de armas remediar tan gran mal y que va tan adelante…’ (C 3,1): texto borrado en el autógrafo por el teólogo censor, a causa de su probable alusión a la estrategia bélica de Felipe II. Poco después reiterará la Santa que ‘no nos ha de valer el brazo seglar’ (ib 3). Cree ella que sólo podrán frenarse esas rupturas y violencias con el empeño personal de vida evangélica vivida a fondo. Y esa es toda la razón de ser de su naciente Carmelo: ‘ser tales, que valgan nuestras oraciones para ayudar’ a los letrados y al Señor mismo (ib 3,2). A las jóvenes de su Carmelo les clama: ‘Oh hermanas mías en Cristo, ayudadme…. que para esto os juntó aquí el Señor’ (ib 1,5). Y de nuevo: ‘encerradas, peleamos por El’ (ib 3,5). Son páginas escritas en la década de 1560-70, a raíz de las guerras religiosas de Francia y Alemania, y apenas concluido el concilio de Trento. Protestantismo.