1. Visión del infierno
El tema del infierno aparece con frecuencia en las obras de la Santa (84 veces). Destaca la visión que narra en el capítulo 32 de Vida (nn. 1-3). Cronológicamente es anterior a su visión del cielo (V 38), relatada en otro lugar ( Cielo). Son dos gracias literaria o redaccionalmente paralelas, en cuanto forman parte de una serie de gracias místicas, que la Santa narra en los últimos capítulos de su autobiografía. Pero no tienen el mismo peso específico, ni en su vida ni en la revelación cristiana, dominadas ambas por la perspectiva de la salvación.
Las dos visiones giran en torno a una vivencia íntima personal de la Santa y a un hecho exterior clave en su misión, que es la fundación de San José. La visión del infierno precede a este hecho y lo determina, en alguna medida. La del cielo sigue al hecho fundador, coincidiendo con los años de bonanza y de sosiego espiritual vivido en San José. La primera gracia es el detonante de su preocupación por las «almas que se pierden» y el deseo de hacer algo por Dios; la segunda es como la coronación del proyecto fundacional de San José y un anticipo de la gloria que Dios tiene reservada a los que se acogen a él, esto es, a las almas que se salvan.
Dentro de este contexto, la primera lectura de su visión del infierno hay que hacerla en sentido salvífico, esto es, dentro de una economía de gracia y de salvación, como hecho central de la fe cristiana, que lo es también de su experiencia de conversión. Esta representa, efectivamente, el triunfo de la gracia y de la salvación de Dios en su vida. Pero el proyecto salvífico divino puede frustrarse. Y de hecho, se frustra por el pecado mortal, que aleja al hombre de Dios y de su salvación, como enseña el Catecismo:
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (CEC 1033).
2. Consecuencia del pecado
Este texto nos ayuda a precisar el pensamiento de la Santa. Contempla el infierno como consecuencia del pecado, que aparta de Dios y conduce a la condenación eterna. / «Existe el pecado; luego puede existir el infierno. De la facticidad de aquél se sigue la real posibilidad de éste» (J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación…, Madrid 1966, p. 238) /. Ella misma nos dice el peligro que corrió, si la misericordia de Dios no la hubiese librado de él: «Quiso el Señor yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia» (V 32,3). «Veo a dónde me tenían ya los demonios aposentada, y es verdad que, según mis culpas, aún me parece merecía más castigo» (V 32,7).
El infierno representa, pues, la posibilidad de que las almas se pierdan, frustrando así la salvación que Dios ha obrado por su Hijo Jesucristo. Y es que la gracia «no se impone por decreto, se ofrece libremente, corriendo el riesgo de ser libremente rehusada» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 237). Pero el hecho de que pueda ser rechazada esta oferta divina, le parte el alma: «Grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan» (V 32,6). Y desea hacer algo para remediarlo: «Pensaba qué podría hacer por Dios» (V 32,9).
3. Las «muchas almas que se pierden»
Llama la atención el énfasis que pone la Santa en las «muchas almas que se pierden» (V 32,6; R 3,8; C 1,4; M 5,2, 10 y 14). Estos juicios pueden parecernos severos, a la luz de la universalidad de la salvación de Dios, proclamada por Pablo: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2,4); asimismo, a la luz del triunfo de la redención de Jesucristo, porque «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). El Concilio Vaticano II dirá, a este propósito, que todos los hombres de buena voluntad han sido asociados al misterio pascual de Cristo (GS 22).
Por otra parte, las aseveraciones de la Santa parecen infravalorar el triunfo de la acción misericordiosa de Dios, que ella misma había experimentado en su conversión. Asimismo, dan la impresión de afirmar dos caminos paralelos: el de la salvación para unos y el de la perdición para otros: «Tornen a pensar que todo se acaba y que hay cielo e infierno» (V 15,12). Como si el fin no fuese uno sólo: la salvación. «Porque Dios no ha enviado su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). Según la fe cristiana, la historia no tiene dos fines, sino uno, que es la salvación.
Estas expresiones hay que interpretarlas en su contexto histórico-religioso, dominado por la idea de un Dios justiciero y la visión apocalíptica de las llamadas «realidades últimas». Son también un recurso literario, muy común, que trata de enfatizar la preocupación que quiere inculcar: salvar almas. Cabe, en fin, una explicación teológica: la forma de concebir la universalidad de la salvación en la teología de la época, que interpretaba restrictivamente el dicho «extra ecclesiam nulla salus», como si fuese imposible la salvación fuera de las estructuras visibles de la Iglesia. De hecho y entre paréntesis, así veía ella la situación de los luteranos: «Grandísima pena me da las muchas almas que se condenan (de estos luteranos, en especial, porque eran ya por el bautismo miembros de la Iglesia)» (V 32,6).
4. Las penas del infierno
Otro aspecto que llama la atención, es la vivísima descripción que hace la Santa de las penas del infierno (V 32,1-3):
«Sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan incomportables, que, con haberlos pasado en esta vida gravísimos y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar…, no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar» (V 32,2).
¿Cuál es el alcance de esta experiencia? ¿Llegó la Santa realmente a experimentar los tormentos del infierno? E. García Evangelista, basado en el valor del conocimiento místico por medio de los sentidos espirituales, así lo afirma: «Santa Teresa tuvo aquí por así decirlo verdadera experiencia de los tormentos del infierno» (La experiencia mística de la inhabitación, Arch. Teol. Gran. 16 /1953/ p. 159).
Sin menospreciar esta interpretación, la visión del infierno hay que enmarcarla históricamente y explicarla en su verdadero contexto teológico. La descripción plástica que hace la Santa se inspira en las imágenes apocalípticas, recurso muy frecuente en la predicación de la época, para amedrentar al pecador. Pero es claro que no responden a la tradición y a la fe de la Iglesia. Esta, aunque habla de las «penas infernales» (DzS 1002), no precisa en qué consisten. Además, lo que define la naturaleza del infierno, no son los tormentos físicos o los castigos sensibles (poena sensu), sino el alejamiento y la pérdida de Dios, o como lo llama el Catecismo, «el estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios» (poena damni).
En este sentido hay que entender la experiencia de la Santa, cuando habla de las penas del espíritu, comparándolas a las del infierno: «Por aquí saco yo cómo padecen más las almas en el infierno y purgatorio que acá se puede entender por estas penas corporales» (R 5,17). La misma experiencia y la misma interpretación es relatada en Vida: «Porque el tormento que en sí se siente, sin saber de qué, es incomportable» (V 30,13).
En síntesis, la Santa considera como fuente del mayor dolor de los condenados la pérdida de Dios, para el que habían sido creados. Expresamente dice que «el tormento del alma [es] tan más recio que los del cuerpo» (M 6,11,7). Y este es el sentido predominante en el conjunto de su pensamiento. Así se desprende de su espiritualidad, marcada desde sus raíces más profundas por la llamada del hombre a la comunión con Dios ( Gracia). Por eso no llegar a gozar de Dios y verse para siempre alejada del que la crió para amar, es la mayor desdicha y el mayor tormento, que frusta el entero dinamismo del ser humano.
Así lo explica también la teología que, partiendo de la misma idea de pecado que tiene la Santa como un no a Dios y la consiguiente separación de El, describe la esencia del infierno como una existencia sin Dios:
«El infierno inaugura una vivencia rigurosamente inédita. En realidad, todavía no sabemos lo que es vivir sin Dios; ser hecho para él y no poder llegar a él; percibir lo que representa el centro de atracción del entero dinamismo humano como fuerza repulsiva; perder de este modo el sentido de una existencia que ya no tiene objeto» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 239).
5. Los frutos de la visión del infierno
Finalmente, otro aspecto importante de la visión del infierno es la reacción saludable que desencadena. La Santa la considera como una de las mayores mercedes que el Señor le hizo:
«Fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles» (V 32,4).
Sus consecuencias no se limitan al cerrado círculo de su ser personal, sino que se extienden al ámbito de su servicio apostólico, desencadenando en ella su actividad fundadora:
«Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese» (V 32,9).
Ciro García