Una de las creaciones más características y representativas de la Edad Media fueron las OO. MM. Nacieron en un momento del espíritu de la época con una tonalidad y talante difícilmente trasladable a otro momento, cuando la excitación religiosa y cultural se tradujeron en nuevas formas. En las órdenes confluyeron y se quisieron integrar los dos componentes más peculiares de los hombres medievales de un segmento cronológico más o menos definido: lo religioso y lo caballeresco. Lo primero alcanzó una expresión nueva y fuertemente atractiva en el Císter. Desde lo religioso se intentó «sublimar» lo caballeresco. Así surgió la «nueva milicia», que se organizó sobre la falsilla del esquema de vida cisterciense, cuya pedagogía espiritual fue dictada por el más poderoso estimulador del siglo, S. Bernardo: De la excelencia de la nueva milicia.El objetivo que se persigue en esas páginas transidas de idealismo era conseguir lo aparentemente incompatible: unir la vida del monje y la del soldado en un nuevo personaje atípico, el caballero. Como monje debía realizar el combate de la perfección; como soldado se le pedía que tuviera claros los objetivos de su lucha: pelear contra los enemigos, defendiendo los santos lugares y a los peregrinos.
La primera orden de caballería, los Templarios, 1118-1128, llegaron pronto a España, siendo bien recibidos por Alfonso el Batallador y asociados a sus empresas de reconquista. Las nuevas órdenes nacidas en Francia tuvieron muy pronto réplica en España. Se ha apuntado un precedente de este movimiento de monjes-soldados entre los almorávides, el ribat, estacionamiento defensivo en las fronteras a cargo de monjes (=ascetas) soldados.
Las principales órdenes de caballería en España, Calatrava, Alcántara y Santiago, son prácticamente contemporáneas. Aparecieron desde 1150-1170. Las dos primeras vinculadas a la defensa, y posteriormente a la tenencia de las ciudades donde nacieron. Las dos aceptaron la regla cisterciense. La de Santiago añadió a la función militar la asistencial y hospitalaria. Juntamente con la orden de la Montesa, fundada en Aragón por Jaime II, y que suplió a los Templarios cuando éstos fueron suprimidos por Clemente V, forman las cuatro grandes órdenes militares españolas. Su organización interna era bastante sencilla, pero estaba bien definida. La instancia suprema de gobierno era el Maestre, asistido por su consejo. El capítulo general atendía los asuntos de bien común. Los miembros estaban divididos en caballeros laicos y monjes profesos, que asistían espiritualmente a todos los miembros de la orden.
Sobre todas estas órdenes, más que sobre otras instituciones, pesó a modo de maleficio, el enriquecimiento, muy pronto obtenido por distintos medios. Los reyes les otorgaron grandes privilegios, que llevaban el duplicado de la riqueza. Pero esto mismo se convirtió en el origen de sus propios males: la riqueza y el poder les apartaron de los ideales originarios y les convirtieron en competidores de otros poderes, sobre todo de los reyes. Primero fueron los Templarios en Francia. A fines de la Edad Media llegó la hora de la verdad para las órdenes militares españolas.
Las circunstancias se habían modificado en favor del robustecimiento del poder de los reyes, sobre quienes pesó la actitud de las órdenes en las confrontaciones civiles de la segunda mitad del siglo XV. Su situación fue modificada por la incorporación de los maestrazgos bajo la obediencia de la corona. En 1482 la de Calatrava, en 1494 la de Santiago. La de la Montesa un siglo más tarde, 1587. Dicha incorporación fue reconocida por Adriano VI en 1523, y los asuntos de las órdenes se transfirieron a un Consejo, el de Ordenes, uno más en el crecido organigrama consejeril. Conservaron las órdenes la jurisdicción espiritual por su condición de órdenes religiosas, quedando la administración civil de sus territorios y posesiones en manos de la corona. Sin embargo conservaron su estructura interna, sus riquezas y privilegios. Su influencia fue disminuyendo, pero nunca decayó su sentido del honor y de la nobleza del propio cuerpo.
Pese a ser élites aparentemente distantes y replegadas sobre sí mismas, no resulta extreño que también santa Teresa tuviera que verse con ellas en sus andanzas de fundadora. Así concretamente sucedió en la fundación de Beas, que pertenecía a la Encomienda de Santiago. Tuvo que recabar licencia para fundar del Consejo de Ordenes. Al mismo tiempo preparaba la fundación de Caravaca, también Encomienda de Santiago. Para conceder la licencia los caballeros Santiaguistas pusieron como condición que el convento quedara sometido a dicho Consejo. Era inaceptable de todo punto para la M. Fundadora. El recurso a Felipe II, cambió una vez más a favor de la M. Teresa; pero la fundación de Caravaca tuvo que esperar; las monjas destinadas a ella se fueron a Sevilla (F 22 y 27). Clases sociales.
Alberto Pacho