«Padre Eterno» es el término de mayor calado teológico usado por santa Teresa para expresar el misterio de Dios, revelado por Jesucristo. Significa, en primer lugar, el Dios trascendente y cercano: ese «gran Dios» y «amigo nuestro». Aparece, en segundo lugar, como Padre de nuestro Señor Jesucristo, en quien Dios nos ha dado «todo lo que se puede dar», pues quiere «que nos tenga por hijos». Es, en fin, la persona del Padre, que tiene su complacencia en su Hijo-Jesús y en sus hijos los hombres, a quienes se comunica en íntima unión, dentro del misterio trinitario. Se encierra aquí la experiencia filial de Teresa de Jesús.
Expondremos brevemente estos tres significados, remitiendo para su profundización a los vocablos Dios, Trinidad y Jesucristo.
1. Dios trascendente y cercano
Teresa percibe la realidad de Dios Padre a partir de su propia experiencia. Dios entra en su vida no como tema u objeto de reflexión, sino como comunión y objeto de relación. Aquí radica su aportación más novedosa al misterio de Dios. No aporta nuevos datos sobre su ser y sobre su acción, más allá de lo que sabemos por la fe y por la teología. Pero su aportación es inmensamente más rica. Desborda la perspectiva teológica, pasando del análisis temático o conceptual a la comunión personal y vivencial. A la luz de esta relación, «cambia el significado y el sabor todo lo que antes conocía por revelación y reflexión» (F. Ruiz, en Actas, p. 1037).
Esta es una de las características del Dios Padre, revelado por Jesucristo. No consiste fundamentalmente en una nueva doctrina sobre Dios, sino en la nueva relación de confianza filial que Jesús vive con el Padre. Su doctrina acerca de Dios se identifica con la vivencia de su relación con El y con la acción misma de Jesús que revela cómo es el Padre para los hombres.
El Dios Padre así revelado es, paradójicamente, el Dios trascendente, Señor de todo lo creado, y al mismo tiempo, el Dios íntimo y cercano a su criatura. Santa Teresa capta esta revelación de Dios en toda su grandeza y trascendencia («Este gran Dios…») y, al mismo tiempo, en su realidad inmanente y más cercana a nosotros («Amigo nuestro…»).
El término gran Dios expresa el alto sentido de Dios y la trascendencia de su amor (V 20,7; M 1,1,3; 4,2,2; E 3,2; 14,2; R 5,8). A veces se manifiesta en una catarata de atributos divinos: «¡Oh esperanza mía y Padre mío y mi Criador y mi verdadero Señor y Hermano» (E 7,1). Es todopoderoso (V 26,2; 36;16) y tiene en sí todas las cosas (V 40,9). Es la sabiduría (E 1,2; 12,2), la verdad suma (V 40,3; M 6,10,7) y la bienaventuranza infinita (E 17,5).
El gran Dios de Teresa es un Dios presente y cercano, más interior a nosotros que nosotros mismos (V 40,6), amigo verdadero (V 25,17); atributo en el que funda toda su vida de oración, como «trato de amistad» (V 8,5). Es el Dios presente por gracia en el alma (V 18,15). Para hablar con él, basta ponerse en su presencia (C 26,1); no es preciso «ir al cielo», ni «hablar a voces» (C 28,2). El habita en la mansión principal del castillo: «En el centro y mitad de todas éstas [moradas] tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (M 1,1,3).
2. Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro
La principal novedad de la revelación sobre Dios en el Nuevo Testamento es el hecho de que Jesús habla con Dios como Padre de un modo completamente único y nos enseña a decir: «Padre nuestro» (Mt 6,9; cf Lc 11,2). «Padre», en labios de Jesús y en los nuestros, es principalmente una invocación, que pone de manifiesto una relación filial. De esta manera, la palabra «Padre» significa una relación personal, mucho más que la descripción de una esencia. Intenta proclamar la realidad de una relación del hombre con Dios en términos de reconocimiento afectivo y agradecido y en términos de impulso comprometido, que se expresa sobre todo en la imitación de su misericordia (Mt 5,48; Lc 6,36).
Este es exactamente el significado que Teresa de Jesús atribuye al término «Padre», al glosar la primera invocación del «Padrenuestro» (C 27). Ella, como observa atinadamente Tomás Alvarez, «no hace teologías, no expone el tema de la paternidad divina o de nuestra filiación, sino que lo ora» (T. Alvarez, Paso a paso, Burgos 1998, p. 175). Ora su relación personal con el Padre y la relación de Jesús con Él, desde nuestra condición de hijos adoptivos, partícipes de la filiación de Jesús. Su oración es esencialmente una invocación, que revela la paternidad de Dios y nuestra propia condición filial, que contrasta con las paternidades humanas.
Ante todo, Teresa de Jesús ora al Padre, llena de asombro contemplativo ante el misterio de la paternidad divina y el regalo que nos hace en Jesús. Orar es decir «Padre» y poder decirlo «con Jesús», compartiendo sus sentimientos de Hijo, su misma relación personal con el Padre, y bendiciendo su designio de «darnos el Hijo», don que «hinche las manos» y que está llamado a henchir también «el entendimiento» y a «ocupar la voluntad» en el amor contemplativo:
«¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás!… En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra» (C 27,1).
De la oración al Padre pasa enseguida al diálogo con el Hijo, compartiendo con él su condición filial, dentro de su condición terrena, y empeñando en nuestro favor la misteriosa voluntad de Dios:
«¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a El, como al hijo pródigo hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en El no puede haber sino todo bien cumplido, y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos» (C 27,2).
Finalmente, está la oración «por Él», «en favor de Él», que brota de la contemplación del misterio del Hijo hecho hombre. Es una oración al Padre Eterno, para atraer su mirada sobre Él su Hijo, antes que sobre nosotros sus otros hijos. Pues, al compartir nuestra naturaleza («vestido de tierra»), se ofrece «a ser deshonrado por nosotros», condicionando así su relación con el Padre, impuesta por nuestra humanidad a la suya:
«Mirad, Señor mío, que ya que Vos, con el amor que nos tenéis y con vuestra humildad, no se os ponga nada delante, en fin, Señor, estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo; Vos lo decís; es razón que miréis por su honra» (C 27,3).
Esta oración al Padre Eterno «por el Hijo» se repite en otros pasajes, que contemplan a Cristo místicamente implicado en los avatares de la Iglesia (C 3,8) o extrañamente humillado en la Eucaristía y profundamente fundido con las necesidades de los hombres (C 35,3ss). Así vive Teresa su relación filial con el Padre: «Es, a la vez, contemplación del misterio Padre-Hijo y súplica sacerdotal por el misterio de los hijos adoptivos, que somos nosotros» (T. Alvarez, ib, p. 177).
3. La experiencia filial
La relación filial con el Padre alcanza su cima en la experiencia mística, dentro del misterio de la inhabitación trinitaria. Esta experiencia emerge con fuerza, al contemplar no sólo la complacencia del Padre en el Hijo, sino también «su complacencia en estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). Ella misma ha experimentado en su espíritu esta complacencia paterna de Dios (V 14,10), que relata con estupor en una de sus Exclamaciones:
«¡Oh Señor del cielo y de la tierra!, ¡y qué palabras éstas para no desconfiar ningún pecador! ¿Fáltaos, Señor, por ventura, con quién os deleitéis, que buscáis un gusanillo tan de mal olor como yo?» (E 7,1).
En una de sus gracias místicas, escucha la misma palabra bíblica de complacencia divina, que le asegura el amor del Padre:
«Haz lo que es en ti y déjame tú a Mí…, goza del bien que te ha sido dado…; mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama» (R 13).
Su relación filial con el Padre la experimenta como la comunión íntima con Él:
«Parecíame que nuestro Señor me había llevado el espíritu junto al Padre y díjole: Esta que me diste te doy» (R 15,3). «Parecíame que la persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo, mostrándome lo que quería: Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen. ¿Qué me puedes tú dar a mí?» (R 25,2).
Esta unión con el Padre es la participación en la misma relación filial del Hijo: «Con mayor unión, sin comparación, está mi Padre con tu ánima» (R 58,3). En ella radica el fundamento de su oración confiada: «Hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija» (C 28,2).
En síntesis, Teresa de Jesús vive su relación con el Padre en la actitud gozosa y confiada, propia de los hijos de Dios, inculcada por Jesucristo en el Padrenuestro (Mt 6,9) y descrita por San Pablo bajo la exclamación ¡Abba!, propia de la filiación (Rom 8,15; Gál 4,6). La vive también en comunión con Jesús el Hijo por excelencia y con los que Jesús comparte su condición humana para hacerles partícipes de su condición divina.
Ciro García