El sacramento de la penitencia, uno de los más frecuentados y estimados por Teresa de Jesús, tiene hondas resonancias en su vida, que expresan la riqueza y la eficacia salvadora de este sacramento. 1) Lo experimenta como el sacramento de conversión, que realiza en su vida la vuelta definitiva al Señor. 2) Lo vive como consagración de un proceso personal de arrepentimiento y de penitencia. 3) Lo practica con asiduidad, confesando sus pecados al sacerdote o al director espiritual, no sólo como sacramento de perdón sino también como garantía del buen espíritu. 4) Se siente perdonada y reconciliada con Dios e igualmente con la Iglesia, a la que ama con todo su ser. 5) Lo prolonga en su vida con las prácticas penitenciales y la aceptación paciente de la cruz.
Este es el marco teológico y experiencial, en el que Teresa vive el sacramento de la penitencia y lo recomienda a sus hijas. Se halla en la más pura línea de la renovación de la teología sacramental, propuesta por el nuevo Catecismo de la Iglesia (CEC 1423-1424).
1. Experiencia de conversión
En la lucha que mantiene la Santa por su conversión, durante largos años, la confesión juega un papel decisivo. Ella nos dice repetidas veces que procuraba confesarse muy a menudo (V 4,7; 5,9; 6,2) y que la pena mayor de su padre, cuando cayó enferma desahuciada de los médicos, fue no haberla dejado confesar. Por eso, cuando torna en sí, se apresura a hacerlo (V 5,10).
Se advierte en esta práctica sacramental cierta angustia, motivada en parte por la lucha que mantenía y también por la praxis penitencial de la época, sancionada posteriormente por el Concilio de Trento en el Decreto de poenitentia (1551). Esta prescribía la confesión frecuente, que en los monasterios se hacía incluso varias veces por semana y al margen de la recepción de la Eucaristía. En la praxis conventual y en el sentimiento de los fieles había como una especie de magnificación de la confesión, que se sobreponía al resto de los sacramentos y de celebraciones litúrgicas. Este es el contexto eclesial, en el que aparece la vivencia sacramental de la Santa. Pero, filtrada por la experiencia mística, representa una riqueza que desborda la praxis penitencial de su tiempo.
Siguiendo el contexto de su conversión, se da una evolución en su experiencia del sacramento de la penitencia. Este pasa a ser considerado no como obra suya o simple práctica sacramental, sino como don de Dios que obra en ella la conversión de su corazón. Es el paso del protagonismo personal al protagonismo de Dios, que otorga su gracia para poder comenzar de nuevo. Ella luchaba, se esforzaba, se arrepentía de sus faltas, se confesaba. Pero volvía a caer de nuevo (V 7,19; 8,2.6). Se encomendaba a los santos que habían sido pecadores: «salvo que una cosa me desconsolaba…, que a ellos sola una vez los había el Señor llamado y no tornaban a caer, y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba» (V 9,8).
La crisis entró en vías de solución, gracias a su confesión con el P. Vicente Barrón, quien «me hizo harto provecho… y tomó a hacer bien a mi alma con cuidado y hacerme entender la perdición que traía» (V 7,17). El proceso culmina en la conocida contemplación de un «Cristo muy llagado»: «Arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (V 9,1). «Sólo le pedía me diese gracia para que no le ofendiese, y me perdonase mis grandes pecados» (V 9,9).
2. Cambio interior
Obtenida la gracia de la conversión, Teresa de Jesús inicia una etapa nueva en su vida, entregada a la oración y a una seria ascética de virtudes cristianas, que le abren la puerta a las gracias místicas. Experimenta un profundo cambio interior, en sintonía con la llamada de Jesús a la conversión (Mt 6,16). Esta no consiste principalmente en obras exteriores, que más bien son formas importantes de expresarla. Lo decisivo acontece en el corazón del hombre, es decir, en el centro profundo de la persona.
Es lo que experimenta Teresa, cuando reanuda el relato de su vida: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva» (V 23,1). Una vez más la confesión viene a sellar este proceso. En este caso, es una confesión general que hace con el P. Diego de Cetina: «[Me dijo] que le diese cuenta de toda mi vida por una confesión general, y de mi condición, y todo con mucha claridad; que por la virtud del sacramento de la confesión le daría Dios más luz» (V 23,14).
3. Confesión sacramental
La Santa tiene una viva conciencia de lo que es el pecado mortal y del perdón sacramental (V 40,5; M 1,2,1). Por eso inculca vivamente la confesión (V 5,6; 34,19; 38,23) y advierte a los que sólo «se guardan de pecar mortalmente» y «no se les da nada de pecados veniales», que «están bien cerca de los mortales» (Conc 2,20). Además, «sería mentira decir no tenemos pecado» (C 15,4).
Personalmente, no parece que ella por la misericordia de Dios haya cometido pecado mortal: «No me parece había dejado a Dios por culpa mortal» (V 2,3). «Cosa que yo entendiera era pecado mortal, no lo hiciera entonces» (V 5,6). «En ninguna vía sufriera andar en pecado mortal sólo un día, si yo lo entendiera» (V 6,4).
Según la doctrina de la Iglesia, hay obligación de confesar sólo los pecados mortales. No obstante, Teresa practica asiduamente la confesión, como ya hemos señalado. Es conocida su preocupación por comunicar todo con el confesor y la dificultad que tuvo en encontrar quien entendiese su espíritu. Las confesiones de Teresa podemos decir que eran de los pecados veniales, de las faltas cotidianas, que la Iglesia recomienda vivamente confesar: «La confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del espíritu» (CEC 1458).
Teresa de Jesús es consciente del valor de la confesión no sólo como perdón de los pecados, sino también como ayuda sacramental para luchar contra los peligros y para progresar en la vida espiritual. Busca, además, en este sacramento la luz que le ayude a discernir el buen espíritu. Pues ve en su lugar al mismo Dios (M 6,3,11). Encuentra en ello tal seguridad, que no le parece acertado el consejo del confesor, que le dice «que ya que estaba probado ser buen espíritu, que callase» (V 26,4). Busca siempre confesores letrados y, «si se hallare, también espiritual», de buen espíritu (M 6,8,9). Así se lo recomienda también a su hijas (C 5; M 6,3,11).
4. Experiencia de perdón y de comunión
Santa Teresa de Jesús tiene una viva conciencia de ser perdonada por Dios, que derrocha generosamente con ella su misericordia, no sólo antes de su conversión, sino en toda su vida. Son innumerables los testimonios en este sentido: «No una, sino muchas veces [me] ha perdonado tanta ingratitud» (V 19,10). Destaca la memoria de sus pecados, que antecede a las más importantes gracias místicas (V 26,2; 32,1; 40,9). Entonces experimenta vivamente el perdón y la misericordia del Señor: «Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados» (V 33,14).
No sólo vive el sacramento de la penitencia como reconciliación y comunión con Dios, sino también como reconciliación y comunión con la Iglesia. Este sentido comunitario del perdón destaca en la glosa de la petición del Padrenuestro: «Y perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros las perdonamos a nuestros deudores».
«Que una cosa tan grave y de tanta importancia como que nos perdone nuestro Señor nuestras culpas, que merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos. Y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar» (C 36,2).
En síntesis, podemos decir que santa Teresa percibe en este sacramento su fruto esencial, que es la reconciliación con Dios y con la Iglesia, como afirma el Catecismo: «El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros» (CEC 1469).
5. Vida penitencial
El sacramento de la penitencia se proyecta en la vida del creyente, acentuando su carácter penitencial y de abnegación evangélica, que se expresa principalmente en las obras de caridad y en la aceptación paciente de la cruz. Equivale a la llamada «satisfacción» por nuestros pecados y encarna el sentido penitencial de la vida cristiana. Por eso esta satisfacción se llama también «penitencia».
«Puede consistir dice el Catecismo en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar» (CEC 1460).
En la vida de Teresa de Jesús es fácil comprobar este sentido penitencial, vivido bajo la luz y la fuerza del sacramento de la reconciliación. Pertenece al núcleo de su espiritualidad ( Ascesis). Sólo queremos destacar cómo uno de los frutos del matrimonio espiritual es «un deseo de padecer grande» (M 7,3,4) y «ayudar en algo al crucificado» (M 7,3,6). Para eso nos regala Dios su vida, para «imitar a la que vivió su Hijo tan amado» (M 7,4,4). Sacramentos.
Ciro García