Uno de los recuerdos de infancia de T es el rezo del rosario. Es también uno de los rasgos de la piedad mariana de su madre, D.ª Beatriz: ‘Procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario, de que mi madre era muy devota, y así nos hacía serlo’ (V 1,6). Práctica que durará toda la vida de T, incluso su período místico. En el nuevo Carmelo de San José, será uno de los ejercicios de oración vocal, similar al rezo de las Horas litúrgicas, que sirva para entrenar en la oración mental a las jóvenes novicias. En el capítulo del Camino dedicado a ‘declarar qué es oración mental’, inculca a las lectoras: ‘¿Quién puede decir es mal si comenzamos a rezar las Horas o el rosario, que comience a pensar con quién va a hablar y quién es el que habla, para ver cómo le ha de tratar? Pues yo os digo, hermanas, que si lo mucho que hay que hacer en entender estos dos puntos se hiciese bien, que primero que comencéis la oración vocal que vais a rezar, ocupéis harto tiempo en la mental’ (C 22,3: el tono polémico del pasaje va dirigido contra los teólogos coetáneos que defendían el valor de la oración de solas palabras).
En la vida mística de la Santa hay al menos dos episodios vinculados al rosario: uno de ellos presenta a T refugiándose en ese rezo mariano, en momentos de cansancio o enfermedad: ‘Estando una noche tan mala, que quería excusarme de tener oración, tomé un rosario por ocuparme vocalmente, procurando no recoger el entendimiento… Estuve así bien poco, y vínome un arrobamiento con tanto ímpetu que no hubo poder resistir…’ (V 38,1).
El otro episodio se refiere al rosario material que la Santa tiene en las manos. Ocurre en el período de grandes desasosiegos, por temor a injerencias del demonio en su vida mística: ‘Una vez, teniendo yo la cruz en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la suya (el Señor), y cuando me la tornó a dar, era de cuatro piedras grandes muy más preciosas que diamantes, sin comparación, porque no la hay casi a lo que se ve sobrenatural… Tenía las cinco llagas de muy linda hechura. Díjome que así la vería de aquí adelante, y así me acaecía, que no veía la madera de que era, sino las piedras. Mas no lo veía nadie sino yo’ (V 29,7). Refiriendo este episodio, comenta su primer biógrafo, F. de Ribera: ‘Así aconteció a santa Catalina de Sena…, que le metió el Señor en el dedo un anillo de oro y perlas, y se le quedó en el dedo, pero sola ella le veía y no las demás’ (Vida de la Madre Teresa…, parte I, c. 13, p. 86). Al margen de ese pasaje de Ribera, anotó Gracián: ‘Esta cruz vino a mi poder en un rosario que yo tenía, y después la di a las monjas’ (cf Glanes…, p. 18-19). María.
T. Alvarez