Sequedad, en la vida espiritual, es el estado de ánimo en que la propia pobreza reduce en extremo el flujo psicológico de nuestra relación con Dios. Esta pobreza espiritual tiene su manifestación más patente en los momentos de oración personal, bien sea como impotencia mental y afectiva en la meditación, bien como experiencia extrema de la propia precariedad en las altas formas de oración contemplativa. En los textos teresianos, la sequedad espiritual se contrapone frecuentemente a la ternura (V 4,2) o al don de lágrimas (V 11,9; 3,1), o a los consuelos, ‘contentos y gustos’ espirituales (M 4,1). No es incompatible con el fervor o el amor (‘fervor charitatis’); al contrario, fervor y amor hacen más dolorosos y purificadores los estados de sequedad espiritual. Más allá de los momentos de oración puede afectar a todo el espectro de la vida espiritual, bien sea en el principiante, bien en el místico. Aun sin llegar a la forma extrema de desolación, puede condicionar toda la gama de lo psicológico, lo teologal y lo apostólico. Así, en unos casos se tratará de una prueba pasajera. En otros, de una componente de toda la religiosidad de la persona. Aquí resumiremos el pensamiento de la Santa en tres apartados: 1) ella misma pasó por la prueba de la aridez espiritual; 2) enseña al principiante cómo ha de comportarse en esos períodos; 3) aún a nivel místico, los trances pasajeros o duraderos de sequedad tienen función purificadora y madurativa.
1. La experiencia espiritual de Teresa misma. No adoleció de sequedad ni de pobreza anímica la primera experiencia espiritual de Teresa niña. Ella y Rodrigo, leyendo ‘vidas de santos’, se sienten conmovidos hasta prolongar ‘mucho rato’ o ‘muchos ratos’ el eco de la lectura, dejándose invadir por el asombro (‘espantábanos mucho’) y ‘gustando’ a fondo de esa carga emotiva (V 1,4). El contrapunto de la sequedad sobreviene más tarde, al reanudar la práctica de la oración. Sufre ella una cierta atrofia emotiva y discursiva: ‘si veía a alguna tener lágrimas cuando rezaba…, habíala mucha envidia; porque era tan recio mi corazón en este caso, que, si leyera toda la Pasión, no llorara una lágrima. Esto me causaba pena’ (V 3,1). Supera momentáneamente esa situación al comenzar su vida religiosa: ‘Mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura. Dábanme deleite todas las cosas de la religión…’ (V 4,2). Pero esa ternura, incluso acompañada ya por el don de lágrimas (V 4,7) fue pasajera. La subsiguiente jornada de sequedad, especialmente en la oración, se prolongó al menos 18 años: ‘…dieciocho años pasé este trabajo, y en estos grandes sequedades, por no poder discurrir’ (V 4,8: en la R 4,2, hablará de ’22 años con grandes sequedades’). Ella misma describe con un par de pinceladas aquella su situación: ‘muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar (en oración), y escuchar cuándo daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración’ (V 8,7).
Según el cómputo de T, esos 18 ó 22 años de sequedad cesarían al comenzar ella la oración mística (V 10,1). Es decir, la habrían acompañado desde los 20 a los 40 años, aproximadamente. Pero aún posteriormente, ya en alta mar de oración contemplativa, testifica ella la existencia de intervalos de sequía mucho más penosa. Lo veremos enseguida, al hacer un balance sumario de su vida espiritual. Ello nos permitirá vislumbrar cómo la contraprueba de las sequedades sirvió para troquelar la vida espiritual de T
2. Consignas de ascesis en los trances de sequedad. Al menos dos veces ha afrontado T expresamente el tema de las sequedades. En Vida 11, al educar al aprendiz de oración. Y en las Moradas terceras, cuyo capítulo 2º se titula: ‘…trata de las sequedades en la oración… y cómo es menester probarnos, y que prueba el Señor a los que están en estas moradas’. A ella no sólo le resulta normal la interferencia de las sequedades en los comienzos de la vida espiritual; sino que retiene absolutamente necesario prevenir al principiante acerca de ellas, informarlo sobre la normalidad de su presencia y darle unas consignas prácticas sobre el modo de conducirse, duren lo que duraren. Teresa ha introducido ya en su exposición el símil del pozo y el huerto. El huerto es el orante. El pozo y el agua son los recursos de oración. El agua de riego simboliza la fluidez y la ternura que matizan la oración del principiante. ‘Pues ¿qué hará aquí el que ve que en muchos días no hay sino sequedad y disgusto y dessabor y tan mala gana para venir a sacar el agua… y el gran trabajo que es echar muchas veces el caldero en el pozo y sacarle sin agua… Y muchas veces le acaecerá aun para esto no se le alzar los brazos ni podrá tener un buen pensamiento…’ (V 11,10). La reiteración del ‘muchas veces’ y ‘muchos días’ debe insinuar al lector la absoluta normalidad de esa situación. A la pregunta inicial ‘Pues ¿qué hará…?’, responderá enseguida.
Antes, nos interesa conocer el diagnóstico de esa situación. ¿A qué se debe, o de dónde proceden esas sequedades, las de la oración o las de la vida? Para T es claro que en el fondo tienen su origen en el ‘trato con Dios’. Son providenciales, puras pruebas de Él, que no sólo purifica la actitud del hombre que intenta acercársele, sino que eleva a un plano de pureza y desinterés gratuito la relación humana con Él. Sí, para T es claro que en ocasiones nuestras sequedades pueden provenir de anomalías psíquicas o físicas enfermedades y ‘melancolía’: frecuentemente ‘vienen de indisposición corporal, que somos tan miserables, que participa esta encarceladita de esta pobre alma de las miserias del cuerpo’ (V 11,15). Más frecuentemente las sequedades proceden de la secreta pretensión del orante, que quisiera quemar etapas, o bien imponer su propio ritmo al progreso de su relación con El, y ‘no pueden poner a paciencia que se les cierre la puerta para entrar a donde está nuestro Rey, por cuyos vasallos se tienen y lo son’ (M 3,1,6). ‘Lo más ordinario vienen de aquí las grandes sequedades en la oración, aunque también hay otras causas. Y dejo (de lado) unos trabajos interiores, que tienen muchas almas buenas, (trabajos) intolerables y muy sin culpa suya… y de las que tienen melancolía y otras enfermedades’ (ib). ‘Oh humildad, humildad! No sé qué tentación me tengo en este caso, que no puedo acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un poco de falta de ella…’ (ib, 7).
Las pautas que da la Santa frente a esta prueba espiritual se hallan resumidas en el capítulo 11 de Vida: ‘Tengo para mí que quiere el Señor muchas veces al principio, y otras a la postre, estos tormentos y otras muchas tentaciones que se ofrecen, para probar a sus amadores y probar si podrán beber el cáliz, y ayudarle a llevar la cruz, antes que ponga en ellos grandes tesoros. Y para bien nuestro creo nos quiere Su Majestad llevar por aquí, para que entendamos bien lo poco que somos’ (V 11,11). Por tanto, también las sequedades forman parte de la alta pedagogía del Señor en la concesión de sus gracias. ‘Determínese, aunque para toda la vida le dure esta sequedad, no dejar a Cristo caer con la cruz’ (V 11,10), es decir, acepte las sequedades como un modo de compartir la cruz de Cristo: ‘ayúdele a llevarla, y piense que toda la vida vivió (Él) en ella’ (ib). A causa de las sequedades, ‘no deje jamás la oración’ (ib). No pierda la paz: ‘torno a avisar, que importa mucho que de sequedades ni de inquietud y distraimiento en los pensamientos, no se apriete ni se aflija, si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado’ (ib 17). Teresa extiende esas consignas a todo el camino espiritual: ‘Esto no lo digo tanto por los que comienzan…, sino por otros: que habrá muchos que lo ha que comenzaron y nunca acaban de acabar. Y creo es gran parte este no abrazar la cruz desde el principio, que andarán afligidos, pareciéndoles no hacen nada: en dejando de obrar el entendimiento no lo pueden sufrir, y por ventura entonces engorda la voluntad y toma fuerza, y no lo entienden ellos’ (ib 15).
Cuando la Santa escribía esas consignas, conocía casos en que las sequedades se habían convertido en pequeños atolladeros o quizás en auténticas depresiones. A esas personas no duda en abrirles un horizonte de libertad. Llega a proponerles una opción extrema: dejar temporalmente la oración o mudar la hora de hacerla. ‘Que muden la hora de oración… Pasen como pudieren este destierro, que harta malaventura es para un alma que ama a Dios ver que vive en esta miseria y que no puede lo que quiere’. Obre ‘con discreción…: es bien ni siempre dejar la oración cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede’ (V 11,15-16).
En el epistolario teresiano es posible espigar toda una serie de episodios pedagógicos, en que la Santa imparte consignas concretas a quienes sufren la prueba molesta de las sequedades. Elegimos tres casos sumamente dispares: a) a su hermano Lorenzo, que de pronto ha pasado de los fervores a las sequedades, le responde: ‘En forma había deseado (yo) estos días tuviese vuestra merced alguna sequedad, y así me holgué harto cuado vi su carta, aunque esa no se puede llamar sequedad. Crea que para muchas cosas (la sequedad) aprovecha mucho’ (cta 185,5). b) A su sobrina Teresita, novicia en el Carmelo de San José de Avila, probada con las primeras sequedades en la oración, le escribe T: ‘En lo que toca a las sequedades, paréceme que la trata ya nuestro Señor como a quien tiene por fuerte, pues la quiere probar para ver el amor que le tiene, si es tan bien en la sequedad como en los gustos: téngalo por merced de Dios muy grande. Ninguna pena le dé, que no está en eso la perfección sino en las virtudes. Cuando no pensare, tornará la devoción’ (cta 351, 2). c) A otra de sus novicias, Leonor de la M., que ha iniciado la vida carmelita con un gesto quizás heroico, T le da esta lección: ‘En la (tentación) que trae de parecerle anda desaprovechada, ha de sacar grandísimo aprovechamiento; porque la lleva Dios como a quien tiene ya en su palacio… Hasta ahora puede ser que tuviese más ternuritas, como (=porque) la quería Dios ya desasir de todo, y era menester’ (cta 449,2). Y le cuenta a continuación el episodio de las ‘sequedades’ de Maridíaz, salpicadas de gracejo y sentido del humor.
3. Sequedades en la vida mística. Dentro de la vida mística sitúa san Juan de la Cruz el estadio de la noche pasiva del espíritu. Santa Teresa, a su vez, es testigo explícito de que la vida mística, tal como ella la vive y la codifica doctrinalmente, no es un idilio sin fisuras. Tiene su flanco oscuro. No sólo a causa de la extraña revivencia mística de los pecados pasados, pero presentes y lacerantes en la memoria (M 6,7,1…; R 4,17). Sino por la interferencia de episodios o de periodos de sequedad, mucho más profundos y dolorosos que los sufridos en etapas anteriores del camino espiritual.
a) Los describe ella por primera vez al referir en Vida c. 30 su progreso en la experiencia mística. Ya los había anunciado al hablar de la eclosión beatificante de sus visiones cristológicas, como situaciones en que permite Dios ‘que padezca el alma una sequedad y soledad tan grande, que aun entonces de Dios parece se olvida’ (28,9). A continuación describirá esa situación con pinceladas que reflejan al vivo la dolorosa experiencia de quien ha pasado por ese vacío de Dios: de Él le queda ‘sólo una memoria como de cosa que se ha soñado’ (30,8). ‘Parecíame yo tan mala, que cuantos males y herejías se habían levantado me parecía eran por mis pecados’ (ib). Ese oscurecimiento íntimo le dura a veces un solo día, pero ‘otras dúrame ocho y quince días, y aún tres semanas, y no sé si más, en especial las Semanas Santas, que solían ser mi regalo. Me acaece que coge de presto el entendimiento por cosas tan livianas a las veces, que otras me reiría yo de ellas, y hácele estar trabucado…, y el alma aherrojada allí, sin ser señora de sí ni poder pensar otra cosa más que disparates…’ (30,11). Seguirá sobrecargando las tintas para describir esa situación espiritual de absoluta impotencia.
b) Más tarde, al codificar en ‘períodos’ o ‘moradas’ las etapas de la vida mística, T colocará esos intervalos de sequedad purificadora a la altura de las moradas sextas. No sólo al ingresar en ellas, sino también en el punto de paso a la etapa final de las moradas séptimas. ‘Vienen unas sequedades, que no parece que jamás se ha acordado de Dios ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir desde lejos, (así) es cuando oye hablar de Su Majestad’ (M 6,1,8: está aludiendo al trance anímico relatado en la Relación 15, ‘Pascua de Salamanca’, 1571). El paso a las sétimas moradas alzará por fin una barrera ‘casi’ infranqueable a la irrupción de las sequedades: en las moradas finales, ya no tiene ‘ni sequedades ni trabajos interiores, sino una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querría sino estar dándole alabanzas; y cuando se descuida, el mismo Señor la despierta de la manera que queda dicho…’ (M 7,3,8). Lo reitera: ‘En esta morada… casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre’ (ib 10). Los dos atenuantes ‘casi nunca’ y ‘casi siempre’ limitan la rotundidad de la afirmación anterior. De hecho, en relatos y confidencias posteriores, enmarcadas en su período de ‘matrimonio espiritual’, podemos sorprender a la Santa misma sufriendo más de una vez esa humillación de la propia sequía interior. Así, por ejemplo, al contar su viaje a la fundación de Segovia, en compañía de fray Juan de la Cruz, en 1574: ‘fui con harta calentura y hastío y males interiores, de sequedad y oscuridad en el alma grandísima…, que lo recio me duraría tres meses’ (F 21,4). Nuevo paréntesis, con ‘ocho días’ de sequedad, dos años después, como preparación a una improvisa andanada de arrobamientos que sobrevendrán enseguida (cta 177,4). Y seguirán salpicaduras más o menos intensas de sequedad hasta su postrer balance espiritual un año antes de morir (R 6,9).
c) En todo caso, la evaluación que hace ella de esos tránsitos espirituales del místico por baches de aridez queda siempre resumido en la alternancia de la pobreza humana frente a la gratuidad y abundancia de la gracia de Dios. Suma experiencia mística de la propia pobreza, como terreno propicio para acoger la semilla de las mercedes místicas. De suerte que en el plan de Dios, nunca las sequedades son pausas de rémora o números negativos en el balance espiritual. También ellas son materiales de construcción. Sirven para fundamentar en lo hondo la elevación hacia la altura. Pruebas. Gozo.
T. Alvarez