En la psique de T suele destacarse, quizás unilateralmente, el aspecto afectivo: su cordialidad, afectividad, amor, amistad… Sin embargo, su psicología femenina está fuertemente marcada por una constante cerebral: su necesidad de entender y entenderse, su inagotable afán por discernir la verdad o la autenticidad de sus gracias místicas y su vida entera, el recurso a los letrados (preferencia por los ‘letrados’ respecto de los ‘espirituales’) para que le aporten ‘luz’ o le garanticen la verdad de sus experiencias. No concibe un proyecto de vida espiritual que no vaya fundado en la verdad: ‘Espíritu que no vaya comenzado en verdad, yo más le querría sin oración’ (V 13,16). En definitiva, T es, estructuralmente, una buscadora de verdad, necesitada de ‘andar en verdad’, refractaria a la mentira y a todo cuanto lleve resabios de mentira. Repite el tema evangélico: la mentira es del diablo, ‘él es todo mentira’ (V 15,10), ‘es amigo de mentiras, y la misma mentira’ (V 25,21). En cambio, Dios ‘es la misma verdad’ (V 40,1; C 19,15). Es sintomática esa su reiterada referencia a los dos polos extremos y sumos de verdad y de mentira.
Ante las dimensiones que el tema de la verdad asume en la experiencia y en los escritos teresianos, aquí espigaremos sólo y muy sumariamente tres puntos: a) la conducta personal de Teresa ante la verdad; b) su pensamiento ascético; c) su mística de la verdad.
a) En la vida de Teresa
Sintomático de la norma de conducta básica en ella (su ética) y de su estructura anímica (su psicología) es el criterio formulado de pasada al prologar el Libro de las Fundaciones: ‘En cosa muy poco importante yo no trataría mentira por ninguna de la tierra’ (pról. 3). Ya al prologar la autobiografía había adoptado la misma postura, suplicando a Dios ‘con todo mi corazón me dé gracia para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación’ (V pról. 2). Llaneza y claridad son dos componentes de la verdad teresiana. ‘Soy amiga de llaneza’ (cta 412,8). Más plásticamente, al referir el talante humano de la madre de Gracián, doña Juana Dantisco, destaca que tiene ‘una llaneza y claridad por lo que yo soy perdida’ (cta 124,2): es un modo de confesar hasta qué punto la encantan la ‘claridad y llaneza’ de las personas. A nivel más elevado, ya en el plano del discernimiento místico, ‘por cosa del mundo dijera [yo] una cosa por otra’ (V 28,4). Las citas de confidencias similares podrían multiplicarse.
En la historia personal de T, baste recordar episodios inconexos: el hallazgo de ‘la verdad de cuando niña’ es uno de sus primeros recuerdos (V 1,4; 3,5). Ya de monja, en los años de baja, se reprochará a sí misma haber dicho media verdad a su padre don Alonso, para justificar el propio abandono de la oración (V 7,11-12). Tiene conciencia de poseer un ‘natural de aborrecer el mentir’ (V 40,4). Pero el dato más destacado es su persistente búsqueda de letrados que le garanticen la verdad de sus experiencias espirituales. Será el motivo de todos sus escritos autobiográficos, desde su primer escrito (R 1: 1560), hasta la víspera de su muerte (R 6: 1581). No son escritos motivados por el tema ‘amor’, sino por la búsqueda de la ‘verdad’. A ella le interesa la verdad de su vida misma, la verdad de cuanto le está aconteciendo. Tiene fondo histórico la leyenda de ‘las tres verdades’; ella es consciente de ser hermosa y discreta; no de ser ‘santa’. No se cree tal, y cuando le llega ese rumor, no lo soporta: ‘Una de las cosas que me hace estar aquí contenta [lejos de los ambientes castellanos]… es que no hay memoria de esa farsa de santidad que había por allá [por Castilla], que me deja vivir y andar sin miedo que esa torre de viento había de caer sobre mí…’ (cta 88,12).
En los años difíciles de los conflictos dentro de la Orden del Carmen, clamará tantas veces porque se averigüe la verdad. A las monjas de Sevilla, que han sido extorsionadas para que firmen mentiras en un proceso infame, las requiere para que reflexionen por si en algo han faltado a la verdad. Y a la priora del mismo Carmelo, depuesta y denostada, le infunde confianza, porque ‘la verdad padece pero no perece’ (cta 294,19).
b) Su enseñanza
‘Ande la verdad en vuestros corazones’. ‘Quienes de veras aman a Dios…, no aman sino verdades’. Son consignas básicas, impartidas a las lectoras del Camino (20,4; 40,3).
Teresa, que tan positivo concepto suele tener de las personas, tiene en cambio una visión entre realista y pesimista de la vida social. No soporta lo que ella ha llamado ‘farsa de la vida’ (V 21,6). Tiene la convicción de que la sociedad no se rige por un código de ‘verdad’: ‘Está la vida [la sociedad] toda llena de engaños y dobleces’ (V 21,1). ‘No hay ya quien viva, viendo el gran engaño en que andamos’ (ib 4). Está convencida del ingente trastrueque de valores que rige la vida social: honra, dineros, placeres. ‘Lo que el mundo llama honra ve [ella] que es grandísima mentira y que todos andamos en ella’ (V 20,26). ‘Cuando pensáis que tenéis una voluntad ganada, según lo que os muestra, venís a entender que es todo mentira. No hay ya quien viva en tanto tráfago, en especial si hay algún poco de interés’ (V 21,1). Ella misma se siente envuelta inexorablemente en esa red; se lo dice a su Señor: ‘Con haberme Vos dado natural de aborrecer la mentira, yo misma me hice tratar en muchas cosas mentira’ (V 40,4).
De ahí la importancia que ella concede a dos líneas de conducta: discernir los valores de la vida, y conocer la verdad de uno mismo. Es lo que se ha llamado ‘socratismo teresiano’ y que la ha llevado a la distinción de la conducta humana en dos posturas radicalmente opuestas: ‘andar en verdad’ y ‘andar en mentira’. Imposible conocer la verdad de uno mismo valores y antivalores sino a la luz de Dios: se lo propondrá con urgencia al principiante de las Moradas (M 1,2). Y lo precisará ya casi al final de las mismas (M 6,10).
En ese orden de cosas es insuplantable este último texto: ‘Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante… esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros… y quien esto no entiende anda en mentira. Quien más lo entiende agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella’ (M 6,10,7).
c) La atalaya mística de la verdad
Si parece obvio que hay grados en el conocimiento de la verdad, desde el niño al científico o al filósofo y al contemplativo, no cabe duda de que en esa escala le corresponde un puesto especial al mísico. Él ve las cosas y la vida con luz diversa.
No resulta fácil dilucidar en qué consiste esa especial visión que el místico tiene de la realidad, ya sean los acontecimientos de la calle, ya sea la realidad trascendente. En el caso de esa mística que es Teresa, ella misma nos da claves de lectura. Como mística ‘cristiana’, ella adquirió ojos nuevos ‘en Cristo’. Refiere ella misma los dos acontecimientos decisivos que la introdujeron en ese espacio visual: de orden afectivo el uno; puramente intelectual el otro. El primero le purifica y unifica misteriosamente la vida afectiva: lo refiere ella en el capítulo 24 de Vida. Luego, en el capítulo 26 refiere el episodio segundo, más decisivo y determinante. Es el momento en que despojan a Teresa de su pequeño cupo de libros portadores de luz y, misteriosamente también, se le promete el ‘libro vivo’, donde vea las verdades sin tanta necesidad de recursos doctrinarios humanos. Y el ‘libro vivo’ es Cristo: lo comenta inmediatamente ella: ‘Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja impreso lo que se ha de leer y hacer, de manera que no se puede olvidar’ (V 26,5).
A Teresa se le cambian los ojos. De pronto se siente capaz de ‘entender verdades’. Habla de una ‘luz nueva’ totalmente distinta de la ‘deslustrada’ luz del sol. Se siente capaz de discernir ‘lo que es’ de lo que son meras apariencias. ‘Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades! ¡Oh qué estado éste para reyes!’ (V 21,1). ‘Subida a esta atalaya adonde se ven verdades…, todo lo podré’ (21,5). ‘Tiene el pensamiento tan habituado a entender lo que es verdadera verdad, que todo lo demás le parece juego de niños’ (21,9). Esa su nueva manera de ver o ‘entender’ no la desengancha de las humildes realidades terrestres, desde el encanto del agua o de una hormiguita, hasta el misterio de la vida humana, el embrujo de la amistad, o el convencionalismo huero de los ‘señoríos’ y las ‘autoridades postizas’. Pero sobre todo se siente avocada a la visión de lo trascendente. El drama místico relatado en esos capítulos de Vida tiene su desenlace en el final del libro, capítulo 40, con la experiencia de ‘la Verdad de Dios’: ‘todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor’ (40,4). ‘Quedóme una verdad de esta divina Verdad que se me representó, sin saber cómo ni qué, esculpida, que me hace tener nuevo acatamiento a Dios, porque da noticia de su majestad y poder, de una manera que no se puede decir… Quedóme muy gran gana de no hablar sino cosas muy verdaderas, que vayan delante de lo que acá se trata en el mundo… Dejóme con gran ternura y regalo y humildad’ (40,3).
Es probablemente el mejor documento de su llegada a la visión nueva y mística de la Verdad y de las verdades.
T. Alvarez